La obra posee un marcado carácter analítico: presenta con rigor los hechos, revisa las nociones en juego y extrae casi quirúrgicamente las conclusiones pertinentes. Puestos a criticar algo, que no todo va a ser laudar, personalmente echo en falta una metarreflexión final que ubicara al movimiento feminista dentro del marco de ideas actual. El feminismo (de la diferencia) participa de muchos aspectos del romanticismo político, pero puede considerarse también como una teología posmoderna (eso sí, atípica, por sus tesis esencialistas) que se mueve en las coordenadas del colectivismo, emotivismo, narcisismo, infantilismo, antiintelectualismo, autoritarismo, puritanismo, idealismo, dogmatismo, victimismo, buenismo, irracionalismo, etc. No son pocos los que afirman que supone el último refugio del pensamiento posmoderno y acientífico (con su particular “caso Sokal” incluido). En mi opinión, esa estela hubiera proporcionado una visión de conjunto muy interesante.
Y tanto interés o más suscita su utilización intensiva por el arte político de nuestro tiempo: el populismo. Walter Benjamin conceptualizó como `estetización de la política´ la sustitución de la convicción racional por la emotividad. Sobre este base, Ernesto Laclau enseñó que para triunfar en política la razón se ha de volver populista. Y eso quiere decir, en primer lugar, la necesidad de aliñarse un buen enemigo. Ahora bien, este enemigo no conviene precisarlo demasiado (el régimen de la transición, los de arriba, la oligarquía, la casta, los grupos dominantes, el Poder, los fachas, el neoliberalismo, el heteropatriarcado…). Y lo mismo respecto a los propios ideales amigos (republicanismo, progresismo, el pueblo, la gente, federalismo, feminismo…). La heterogeneidad de las reivindicaciones, muchas de ellas incompatibles entre sí, obliga a promover consignas interesadamente ambiguas (¡alerta anti-fascista!) para que el significante aglutine la mayor cantidad posible de demandas insatisfechas (exactamente igual que hace el adivino cuando lee la mano o echa las cartas).
En esta tarea (imposible) de encontrar un denominador común a todas las demandas insatisfechas emerge el valor del significante vacío
En esta tarea (imposible) de encontrar un denominador común a todas las demandas insatisfechas emerge el valor del significante vacío, el objeto imposible, que solo se sostiene mediante una inversión afectiva. En efecto, se trata de una creación que no se hace por medios racionales sino emotivos, pues, en definitiva, de lo que se trata es de que una “parte” de la sociedad aparezca ante todos como el “pueblo” en su conjunto. Es en este contexto en el que hay que entender la frase “hacer política es cabalgar contradicciones” de Pablo Iglesias, es decir, el continuo ejercicio funambulista de encontrar sucesivamente el significante vacío adecuado al que investir afectivamente. Así, se ha de oscilar entre la defensa y el ataque a las instituciones según convenga, de acuerdo con las “políticas de la autenticidad” que describe magistralmente José Luis Pardo en su imprescindible Estudios del malestar:
“El populismo «republicanizado» permitía a los comunistas rebautizados y fluctuantes defender el parlamento auténtico (como barrera frente a las exigencias del capitalismo financiero) y al mismo tiempo combatirlo por inauténtico (cuando se ponía humillantemente al servicio de dicho capitalismo), defender la separación de poderes y la auténtica independencia de los tribunales (siempre que significase independencia respecto del FMI) y al mismo tiempo socavar ambas cosas por inauténticas (pues para garantizar que los jueces no dependen del FMI es preciso hacerlos depender directamente del partido), defender la prensa auténticamente libre (libre del «poder económico» y de la oligarquía) y a la vez atacarla por inauténtica («nacionalizándola» para evitar su dependencia de esos poderes fácticos) y, en definitiva, oscilar entre la defensa y el ataque a las instituciones según fuera conveniente en cada momento y convertir los poderes del Estado en instituciones antiinstitucionales como los centros de arte contemporáneo.”
En este vaivén de permanente reajuste es imprescindible aprender a capitalizar el malestar, que tarde o temprano comparece en todo Estado. Desde él, resulta mucho más sencilla la tarea de fragmentación de la sociedad. El esquema, en última instancia, es `opresores´ (empresarios, banqueros, políticos, poder judicial pero también profesores, policías, incluso médicos) contra `la gente´. Como dice Laclau, “El populismo no es en sí ni malo ni bueno: es el efecto de construir el escenario político sobre la base de una división de la sociedad en dos campos.” Y el objetivo no es otro que alcanzar la hegemonía política. Ello exige además abandonar la idea de revolución definitiva y sustituirla por la mucho más líquida de los `disturbios´ y las `intervenciones´. Como dice José Luis Pardo en la obra citada, el populismo es “el estado líquido del totalitarismo”. O, lo que es igual, la liquidación de la política, el fin del poder público tal como lo idearon los gestores del Estado moderno.
De acuerdo con lo anterior, el feminismo se revela como un significante vacío con un potencial extraordinario, al igual que su obligado antagonista: el heteropatriarcado. En primer lugar, porque opera sobre una división universal: varón/mujer. Pero, sobre todo, por su idoneidad para la catexis, es decir, para que el sujeto dirija su energía pulsional (libidinal) hacia el objeto y lo impregne, cargue o cubra con ella. De manera semejante al mito nacionalista, permite depositar toda responsabilidad por las propias deficiencias en “lo otro” (victimización) y legitima la coacción o violencia, incluso en nombre de la libertad y la paz.
no puede extrañarnos su protagonismo en un escenario político marcado a hierro por el populismo (que se atrinchera no ya en el parlamento sino en la misma Moncloa)
Cualquier vivencia cotidiana (por ejemplo, que un camarero sirva la bebida alcohólica a él y el refresco a ella porque es estadísticamente mucho más frecuente) se convierte en una muestra palmaria micromachista de ominoso heteropatriarcado. O fantasear con la existencia de “una cultura de la violación” como escenario principal de la guerra de los sexos, lo cual no solo es esencialmente falso (el violador suscita un rechazo prácticamente unánime que alcanza hasta los presidiarios) sino que tiene tanto sentido como entender la pedofilia como manifestación de la contienda general entre adultos y niños. Y lo mismo respecto a términos tan vagos como `sororidad´, que, signifique lo que signifique, nunca se aplica a las mujeres `políticamente incorrectas´, que pueden ser impunemente acosadas (sin importar que estés a punto de dar a luz: Begoña Villacís), insultadas y vejadas incluso con las expresiones más inequívocamente machistas: “mala puta”, “ojalá te violen en grupo, perra asquerosa”: Inés Arrimadas). Este poderoso magma emocional (donde se concitan envidias, rencores, frustraciones, ensueños, ilusiones, deseos, idealizaciones…) supone un inmejorable caldo de cultivo populista. En consecuencia, no puede extrañarnos su protagonismo en un escenario político marcado a hierro por el populismo (que se atrinchera no ya en el parlamento sino en la misma Moncloa).
Por fortuna, existe otro feminismo, menos ruidoso pero más sustancial, que reivindica la igualdad política y social allí donde está realmente vedada (en los países islámicos, para empezar); que lucha por evitar la discriminación femenina, sin aceptar por ello que mujeres y varones habiten mundos incomunicables y posean mentes esencialmente distintas; que cree en la libertad de las mujeres y, por tanto, rechaza pastorearlas acerca de los estudios, profesiones o elecciones vitales que han de preferir; que se postula en contra de las agresiones sexuales, sin inferir de ahí que los violadores sean la avanzadilla visible de una vasta conspiración masculina… Un feminismo, en definitiva, que coloca al individuo como cimiento moral de la teoría y la praxis, y que, en ese sentido, no es más que uno de los rostros de la universalidad ilustrada.
Anexo: Conflictos entre liberalismo y feminismo
Terminamos esta ya larguísima “reseña” con una suerte de topografía conceptual comparada entre los dos paradigmas en litigio: el feminismo de la diferencia (según hemos visto, una concreción del populismo posmoderno) frente al liberalismo. Seleccionamos diez aspectos clave:
- Individualismo vs. esencialismo: Para el liberalismo, el único agente moral que cuenta y que merece ser protegido es la persona. Las reglas sociales, las instituciones, las lenguas, las naciones, existen solo para el individuo (para propiciar el desarrollo de su autonomía personal en la construcción de su propia vida personal e intransferible), nunca al revés. El feminismo, por el contrario, tiende a pensar en términos colectivistas y sustancialistas (en una línea que no pocas veces converge, desde el punto de vista formal, con el pensamiento más tradicional).
- Responsabilidad moral vs. paternalismo (y victimismo): Judith Shklar afirma que el liberalismo es «la doctrina que sostiene que cada persona adulta debe ser capaz de tomar, sin miedo y sin favor, tantas decisiones efectivas sobre su vida como sean compatibles con la libertad de igual tipo de los demás». En una línea opuesta, el feminismo reivindica un trato de favor a la mujer y una especial protección jurídica que, paradójicamente, sitúan a la mujer en una situación permanente de inferioridad y vulnerabilidad.
- Antiperfeccionismo vs. injerencia autoritaria y puritana: El liberal cree que la sociedad debe estar organizada de forma que el ser humano pueda perseguir autónomamente su felicidad. No es obligación del Estado hacer feliz al individuo sino permitirle luchar por su felicidad. Existe, pues, un enorme rechazo ante el poder público que quiere intervenir en la vida privada de los individuos por razones perfeccionistas, es decir, tratando de que los individuos vivan vidas valiosas y buenas. El feminismo, sin embargo, defiende intervenciones desde el Estado que invaden decididamente la esfera privada para impulsar, prescribir y proscribir determinadas conductas (prohibición de la prostitución y de la pornografía, penalización del piropo, etc.).
- División del poder vs. autoritarismo: El liberalismo siente miedo y desconfianza ante el poder, también ante el poder que emana de los ciudadanos. Lord Acton lo expresó con meridiana claridad en su conocido aforismo: «El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente». La receta para contrarrestar la amenaza es bien conocida: dividir el poder para neutralizar su amenaza. El liberalismo aprecia y defiende la limitación como una herramienta imprescindible para convivir. En el feminismo, sin embargo, fenómenos como la presunción de veracidad (“hermana, yo te creo”) o la imposición del paradigma transversal de `perspectiva de género´ -según queda definido por el canon al uso-, concede a una parte de la población una herramienta de poder, con escasa o nula vigilancia, que fácilmente lleva a abusos (así, en el delicado asunto de las denuncias de violencia).
- Moral universal vs. moral situada: El liberalismo plantea la necesidad de adoptar un punto de vista imparcial que permita dialogar razonadamente sobre normas e instituciones. El feminismo se encuadra dentro del pensamiento posmodernista que rechaza la objetividad en favor de las perspectivas privadas, pero además postula que únicamente se llega a ser mujer por la experiencia de la subalternidad y, en consecuencia, ningún hombre, inmerso en los privilegios de su condición, puede entender a las mujeres.
- Escepticismo vs. dogmatismo: El liberalismo recela de las verdades absolutas y por eso defiende la necesidad de la libre confrontación de ideas. En el ámbito político, por ejemplo, descarta toda utopía y promueve una “democracia posible” en la que los errores estén acotados y sean reversibles. Precisamente de la continua confrontación de ideas emergen las que consideramos, siempre de manera provisional (hasta que aparezcan otras mejores), como más fundadas, en un proceso sin fin. Es inherente al liberalismo la cautela, el antidogmatismo, el carácter hipotético de toda idea, el recelo a eso que Isaiah Berlin definía como el `monismo´ (la creencia de que para cada cuestión hay una respuesta y una explicación, que además se transforma en un absoluto). Por eso, en su seno florecen la filosofía y la ciencia. En coherencia, también existe un decidido impulso hacia la contrastación con la realidad como juez último. El feminismo, sin embargo, plantea una certeza pétrea en sus conclusiones, que no titubea siquiera ante las afirmaciones más arriesgadas o extraordinarias (que, de acuerdo con el dictum de David Hume, requerirían pruebas extraordinarias). Por ejemplo, la afirmación de que existe una estructura heteropatriarcal en nuestras sociedades occidentales, cuyo afán extremo de perpetuación explicaría la violencia de género. El feminismo es así idealista en el sentido de desprecio a los hechos. Se caracteriza por una actitud apriorista en la que son frecuentes las falacias moralistas: “porque debe ser así, es así”.
- Procedimentalismo vs. sustancialismo: El liberalismo no es una ideología más con un contenido concreto (corresponde para otro momento examinar hasta qué punto es contradictoria la etiqueta `liberalismo conservador´) sino la defensa del marco en el que pueden convivir todas las ideas, sin más límite que los establecidos constitucionalmente (derechos básicos). Por ello promueve que son los procesos racionales a través de los cuales se aprueba una norma los que la legitiman. El feminismo decreta contenidos concretos incuestionables, que no se revisan ni siquiera cuando se contradicen entre sí o cuando se aplican de manera incongruente; por ejemplo, al defender el derecho a elegir de las mujeres pero vetar tajantemente aquellos comportamientos que no encajan en el modelo femenino que promueven; al excluir de su amparo y atención a las mujeres de ideologías no izquierdistas cuando son hostigadas desde el machismo; al establecer como dogma la diferencia entre los sexos, que les lleva a su vez a la ineptitud masculina para entender el universo de la mujer y, sin embargo, dictaminar con total certidumbre lo que mueve al varón hacia la pornografía, la prostitución, el abuso…; etcétera.
- Frialdad intelectual vs. sentimentalismo moralejo: El liberal no levanta la voz, porque entiende que el diálogo, y por tanto el encuentro, es un punto imprescindible para tratar de resolver los conflictos. El liberal epistemológicamente es alguien que jamás se atribuye la verdad porque le preocupa más despejar los errores y aprender de ellos. Un excelente ejemplo lo constituye La fábula de las abejas de Mandeville que explica cómo toda acción social tiene consecuencias no perseguidas y cómo del mal puede nacer el bien (y viceversa). En el feminismo abundan los sentimientos cálidos, muy en línea con las coordenadas generales posmodernas en las que se inscribe; incluso acusa a la ciencia de ser un constructo del y para el heteropatriarcado. En consecuencia, está mucho más cerca del antagonista de Mandeville: Robespierre y su imperio de la Virtud.
- Regla abstracta vs. personalización: Según Pierre Rosanvallon, en el mundo moderno laten escondidas dos utopías que pelean incansables: la utopía de la voluntad y la utopía de la regla impersonal. El liberalismo defiende claramente la segunda: su ideal es el de un mundo en que el poder esté despersonalizado mediante reglas anónimas. El feminismo se alinea con la primera e incluso la lleva al ámbito de las reglas, que dejan de ser impersonales (derecho penal de autor, ley de violencia de género…).
- Pensamiento complejo vs. pensamiento dicotómico: para el liberalismo, la realidad es compleja y admite muchos ángulos de análisis. El feminismo postula un pensamiento dicotómico, en línea con el populismo. Si eres feminista, no puedes ser de derechas. Si eres varón, no puedes entender a la mujer. Si eres mujer, no puedes estar a favor de la maternidad subrogada. Etcétera.