Por decirlo pronto, fascista es quien utiliza métodos fascistas, aunque se declare antifascista. Soy consciente de que a nivel historiográfico esta afirmación tiene poco fundamento: en sentido estricto, sólo pueden ser denominados «fascistas» aquellos que se consideran herederos del fascismo histórico (un movimiento político-social restringido espaciotemporalmente a la Europa de las décadas de los 20, 30 y 40 del siglo veinte), o sea, cuatro gatos. Pero sucede otra cosa a nivel político y social. Pedro Ángel González Cuevas (Profesor Titular de Historia de las Ideas y las Formas Políticas y de Historia del Pensamiento Español en la UNED) recuerda la distinción del filósofo Augusto del Noce entre fascismo histórico y fascismo demonológico, y destaca de la vida política y cultural española la escasa calidad intelectual de “nuestra peculiar looney left (izquierda chiflada)” y de una “derecha esclava de los supuestos ideológicos de su antagonista”. Pero si la derecha acepta que la legitimidad democrática se la otorga la asunción de los supuestos ideológicos que le impone la izquierda, lo hace por cobardía, que es un valor moral. La hemiplejia moral de la izquierda (caracterizada por no juzgar el qué sino el quién, exhibida sin pudor a propósito del esperpéntico asalto al Capitolio de EEUU) y el valor gallináceo de cierta derecha son valores morales, no intelectuales. En cualquier caso, el rebrote de antifascismo demonológico que observa González Cuevas (y cualquiera que no viva en Babia) ha crecido como la mala hierba en esta España asilvestrada: al abuso del término “fascista” por parte de la izquierda (todo lo que desaprueba es fascista) responde la derecha evitando a todo trance hacer o decir algo que pueda merecer que le endilguen el sambenito.
“(…) cuantos se llaman o se llamen republicanos a la derecha del partido radical son monárquicos inconfundibles que ni siquiera merecen ese nombre, sino el de fascistas. Por extensión, los radicales son asimismo acreedores a ese calificativo”
Se ha alcanzado un cierto consenso historiográfico sobre los rasgos que comparten los distintos fascismos, pero no sobre sus orígenes y causas, de los que se suelen dar explicaciones reduccionistas y monocausales. Es el caso de la interpretación canónica marxista que hace del fascismo la fuerza de choque del capitalismo (burgués, financiero, imperialista). Esta interpretación es precisamente el origen del antifascismo demonológico, cuya forma más radical la produjo la ortodoxia estalinista que acusaba a socialdemócratas, trotkistas y a cualquier socialismo heterodoxo de ser agentes y cómplices del fascismo (socialfascistas los llamaban). En España, el origen del antifascismo demonológico se encuentra en la II República. Con notable imprecisión conceptual y muy mala fe, se llamaba fascistas hasta a los lerrouxistas y, por supuesto, a todos los que quedaban a su derecha, como se leía en El Socialista del 28 de noviembre de 1933: “(…) cuantos se llaman o se llamen republicanos a la derecha del partido radical son monárquicos inconfundibles que ni siquiera merecen ese nombre, sino el de fascistas. Por extensión, los radicales son asimismo acreedores a ese calificativo”.
A quienes se sublevaron en 1934 contra el gobierno legítimo de la República (formado en esos momentos por el Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux -el más votado y más antiguo de los partidos propiamente republicanos- y otros partidos republicanos menores) les resultaba muy útil llamar fascistas a quienes no lo eran para legitimar el golpe de Estado. Alertar contra una amenaza fascista inexistente alentaba a los partidarios de la insurrección y, además, producía el efecto de calmar a los republicanos que se habrían alarmado ante el peligro de una revolución socialista no “preventiva” y podrían haberse opuesto a ella. Era este, pues, un antifascismo demonológico que servía para deslegitimar al adversario político y justificar medidas “especiales” para alcanzar y mantenerse en el poder. No es casual que el rebrote de antifascismo demonológico coincida ahora con el voto de los diputados que lo encarnan a favor de la mal llamada Ley de Memoria Democrática con que pretenden imponer una interpretación de la historia que absuelve a quienes organizaron en 1934 un movimiento subversivo “antifascista” contra la legalidad republicana “fascista”.
Si tuviera que definir el fascismo en función de los dos rasgos primarios del fascismo histórico, uno doctrinal y otro formal, diría que el fascismo es un mixto de nacionalismo y socialismo que opera al margen de los procedimientos democráticos con algún grado de violencia (como Bildu o ERC, que son nacionalistas y socialistas, golpistas y violentos). Este aspecto formal, compartido por fascistas y antifascistas demonológicos, es el que quiero aislar de los fundamentos doctrinales del fascismo, porque son esos procedimientos los que amenazan hoy la democracia. Son las formas y no el fondo, los medios y no el fin, lo que amenaza a la democracia liberal. En el fascismo el fondo es la forma, y en el comunismo o en cualquier socialismo revolucionario lo que quedan son las terribles consecuencias de unos medios con los que nunca se logra el fin perseguido. Podríamos llamar al fascismo entendido en su aspecto formal “fascismo formal” (aunque tradicionalmente «formal» se contrapone a «esencial», y en el fascismo y en el socialismo revolucionario la forma es esencial), o también «fascismo procedimental», «fascismo operativo» o «fascismo fáctico». Dicho evangélicamente: por sus obras los conoceréis, no por lo que dicen ser.
Si preguntásemos por la calle qué es fascismo, ¿nos contestarían que es una síntesis entre nacionalismo y socialismo, o que es un agente del capitalismo imperialista para frenar la amenaza comunista? Probablemente no. Desde el antifascismo demonológico nos responderían, por ejemplo, “fascismo es Vox”. Y desde el antifascismo fáctico nos responderían que fascismo es lo opuesto a la democracia, o como lo hizo Fernando Sánchez Dragó en el programa La Sexta Noche: «¿Qué es ser fascista? Históricamente es el que seguía la doctrina de Mussolini [momento doctrinal]. Ahora es intentar imponer al prójimo tus ideas por la violencia [momento fáctico]». Nótese que Sánchez Dragó conoce el aspecto histórico-doctrinal, pero lo desecha como perspectiva desde la que dar respuestas útiles para comprender qué se entiende hoy por fascismo. El fascismo fáctico corresponde a la tercera acepción que del término fascista da el DRAE: “Actitud autoritaria y antidemocrática que socialmente se considera relacionada con el fascismo». El fascismo procedimental o fáctico, pues, es el fascismo en tanto que modo de actuar violento y opuesto a los procedimientos democráticos (los de la democracia liberal, claro, que es la única democracia adjetivada en la que sustantivo y adjetivo concuerdan semánticamente).
Este fascismo se identifica hoy en España con el antifascismo demonológico, o lo que es lo mismo, y para ir dejando las cosas claras, no con el antifascismo de socialdemócratas, liberales y conservadores (el antifascismo liberal o democrático que se oponen al fascismo fáctico), sino con el antifascismo representado por Podemos, IU, Bildu, ERC, la CUP, el BNG o las derechas etnicistas vasca y catalana, es decir, con la coalición de izquierda radical y neofeudalismo periférico. Ni la izquierda radical (la fascinación de los podemitas y su líder por el terrorismo revolucionario es una de las cosas que podría ver a simple vista un astronauta que orbitara la Tierra) ni el nacionalismo extractivo-independentista han renunciado a la violencia política: han renunciado circunstancial y estratégicamente a matar, torturar y secuestrar; pero no a extorsionar, agredir, amenazar, hostigar, e intimidar. Ni a recoger las nueces de los que sacuden el árbol.
El rasgo que identifica el populismo en sentido fuerte es la idea de que es justo y necesario incumplir la ley en beneficio de la voluntad popular
Y no renuncian, y esto es lo fundamental, a conculcar la ley -con mayores o menores dosis de violencia- si la “voluntad popular” lo exige, lo cual los convierte en populistas en sentido fuerte. El fenómeno populista es tan controvertido como lo fue el fascismo, y también se ha establecido cierto consenso acerca de los rasgos comunes que lo caracterizan. En mi opinión, esos rasgos, siendo propios del populismo, definirían el populismo en sentido débil, y no servirían para identificarlo en su esencia, esto es, en relación dialéctica con la democracia donde surge y contra la que surge. Hay un rasgo esencial del populismo que lo define en tanto que cáncer de la democracia liberal (los más benévolos entre los críticos del populismo dirían enfermedad autoinmune). El rasgo que identifica el populismo en sentido fuerte es la idea de que es justo y necesario incumplir la ley en beneficio de la voluntad popular, y de que es ilegítima la violencia ejercida por el Estado para hacer cumplir la ley si esta es contraria a esa supuesta voluntad popular. Así, cualquier partido o movimiento político que pretende subvertir el ordenamiento jurídico de un Estado democrático (en lugar de reformarlo o modificarlo a través de los procedimientos que el propio ordenamiento establece), que desobedece las leyes y no las hace cumplir y legitima su actitud ilegal en la voluntad popular es, en definitiva, fascista fáctico y populista en sentido fuerte. Serían populistas, en sentido débil, todos los partidos y movimientos políticos, pues todos presentan hoy, en mayor o menor grado (en mayor grado los populistas en sentido fuerte), muchas de las características atribuidas generalmente al populismo: veletismo, incoherencia, atención de demandas populares incoherentes entre sí, demagogia, cortoplacismo, superficialidad y simplicidad del mensaje, maniqueísmo, paternalismo, etc. Son expresiones de populismo fuerte declaraciones como las de Arnaldo Otegui: “La democracia consiste en respetar lo que decide la gente. Después vienen las leyes»; Ada Colau: “Si hay que desobedecer leyes que sean injustas, se desobedecen”; o Marian Beitialarrangoitia: «A partir de mañana tiene usted [Pedro Sánchez] una oportunidad para volver a los valores de la izquierda y anteponer la democracia ante la ley».
La tensión entre el principio de limitación de poderes y el principio de representatividad se ha convertido en el siglo XXI en el problema fundamental de las democracias. Los ciudadanos que creen que la voluntad popular coincide con la voluntad de sus representantes políticos no solo no sienten la necesidad de limitar el poder de esos políticos, sino que creen que hacerlo va en contra del interés general, de la voluntad del pueblo que ha elegido a esos representantes y, en consecuencia, es una limitación antidemocrática. La esencia del populismo fuerte es la prevalencia del principio de representatividad sobre el principio de la limitación de poderes. La tensión entre estos dos principios es esencial a la democracia: no hay democracia si no hay equilibrio entre estos dos principios. El populismo fuerte responde a la crisis de representatividad exigiendo la supresión del principio de la limitación de poderes, la liberación del poder político del poder judicial. Lo vimos en Cataluña, en 2017, cuando se invocó la voluntad popular para legitimar la derogación de leyes sin atenerse a los procedimientos legalmente establecidos (se votó en el Parlamento de Cataluña la Ley del referéndum de autodeterminación de Cataluña y la Ley de transitoriedad jurídica y fundación de la República Catalana, que pretendían dejar sin efecto el Estatuto y la Constitución, y se organizó un referéndum ilegal, una chapuza infame donde todo era falso -el censo, las mesas electorales, las papeletas, el recuento o los “observadores internacionales”- que sirvió para declarar unilateralmente la independencia a un presidente de la Generalidad que reconoció hacer ilegalmente lo que no podía hacer legalmente). Luego vino el juicio a los golpistas, donde prometieron volver a delinquir (contrasta vivamente la actitud chulesca típicamente fascista con que los líderes golpistas catalanes manifestaron su ánimo reincidente con la de un reculante Donald Trump que apenas unas horas después de haber convocado a sus seguidores a marchar hacia el Capitolio -no a asaltarlo- los mandaba para casa, y 24 horas después condenaba a sus seguidores que “profanaron la sede de la democracia” y reconocía su derrota en las elecciones. ¿Trump golpista? Vale, pero menuda mierda de golpista. Qué diferencia con nuestros golpistas de mierda (aquí el orden sí altera el producto). Y después llegó la sentencia del Tribunal Supremos que condenó a los golpistas: un ni para ti ni para mí que disgustó a muchos y enfureció a bastantes Los primeros manifestaron su disgusto hablando o escribiendo; los segundos manifestaron su furia arrasando Barcelona. No hace falta decir de qué lado se pusieron los antifascistas. ¿Y después? Lo de siempre: los lazis, la izquierda abertzale, la izquierda radical apátrida (su patria es “lo público”) y sus cosas de camisas pardas.
¿Y qué hicieron antes y han hecho después los partidos políticos que cargan los sambenitos de ultraderecha (Cs), ultraextremaderecha (PP) y fascismo desorejado (Vox)? Cumplir escrupulosamente la ley (y cuando alguno de sus miembros la ha incumplido, ha sido juzgados y sentenciado, y nadie ha quemado las calles, ni siquiera organizado concentraciones en su apoyo) y exigir que se hagan cumplir las leyes de un Estado que es una democracia plena desde hace décadas según todos los índices internacionales… Ah, y no tocarle un pelo a nadie, no romper ni una papelera y dejar la calle limpia como una patena después de manifestarse. ¿Y qué hacen los socialdemócratas que junto a liberales y conservadores conforman el antifascismo liberal o democrático que se oponen al fascismo fáctico? Lo que hacen siempre que el bando constitucionalista en el que supuestamente militan los espera con los brazos abiertos: no presentarse. O lo que es lo mismo: blanquear, justificar, perdonar e indultar la violencia y el incumplimiento de la ley de los fascistas procedimentales que son sus socios políticos y de Gobierno. Razón por la cual se debe excluir al PSOE de Pedro Sánchez de la socialdemocracia realmente antifascista.
En España es fácil reconocer a los totalitarios blandos: son lo que impugnan el orden democrático que representa la Constitución al tiempo que se autoerigen como los únicos demócratas
El populismo, ya sea de izquierdas o de derechas, no es más que el avatar adoptado por el socialismo revolucionario y el fascismo en el s. XXI. El populismo es neocomunismo o neofascismo. O totalitarismo blando, como sostiene Iñaki Ezquerra en Totalitarismos blandos (subtitulado Podemos, nacionalistas y otros enemigos de la democracia. La esfera de los libros. Madrid. 2016). En España es fácil reconocer a los totalitarios blandos: son lo que impugnan el orden democrático que representa la Constitución al tiempo que se autoerigen como los únicos demócratas. En los medios y ante las grandes audiencias simulan muy mal ser como los socialdemócratas escandinavos (algún pardillo pica, claro, pero la mayoría los conoce; además, siempre acaban viniéndose arriba, sobre todo en tuiter, donde a la mínima te instalan una guillotina… ¡qué fijación tiene con el invento de Messie Guillotin!). Pero donde se han hecho un nombre y una fortunita es en la Venezuela chavista, no en Dinamarca. No sienten devoción por los socialdemócratas escandinavos, a los que despreciarían si conocieran, sino por Lenin, el Che, Castro, Chavez y otros benefactores de la humanidad. Por otra parte, tienden siempre a endurecer su totalitarismo en la medida en que el contexto político y social se lo permite. Son totalitarios blandos por no poder serlo duros. De momento.
Quintaesenciado, el populismo de Ernesto Laclau (marxista-peronista que diluye al proletariado como sujeto revolucionario en la papilla de la “izquierda indefinida” -Gustavo Bueno dixit) y sus epígonos es un consejo a la izquierda revolucionaria: si queremos seguir vendiendo la burra coja tenemos que hacerla pasar por yegua sana. Sabemos que el marxismo-leninismo ya es perro muerto, pero la peor dictadura del proletariado, el peor de los regímenes comunistas, es mil veces preferible a la mejor democracia liberal (“el peor terror estalinista es mejor que la más liberal de las democracias capitalistas”, ha dicho Slavoj Žižek, que gana fama y mucho dinero escandalizando en las democracias capitalistas), así que no nos queda más remedio que apropiarnos de los significantes de la democracia liberal que detestamos para encubrir los conceptos del socialismo revolucionario de los que nadie quiere oír. Tenemos que olvidarnos de la lucha de clases, la revolución, la dictadura del proletariado y todas esas antiguallas que cogen polvo en el almacén. Es la hora de “construir pueblo” recibiendo las demandas de altermundistas, ecologistas, feministas, pacifistas, indigenistas, animalistas, y demás istas sin olvidar al obrero de toda la vida… En fin, nada que no viera también el filósofo marxista Manuel Sacristán. En pocas palabras: o ampliamos el target o nos comeremos los mocos.
La obra de Laclau no es más que la sofisticada confesión de un estafador. En el fondo, con toda la farfolla posmoderna recubriendo el artefacto, no se trata más que de seguir el viejo lema “la mentira es un arma revolucionaria” e invertir el refrán “soplar y sorber no puede ser”. Cómo que no, ¡sí se puede! Porque les va muy bien a pesar de cabalgar tantas contradicciones, o precisamente por ello. En los noventa derribaron las estatuas de Lenin y Marx en el este de Europa; ahora les ponen flores en Occidente los mismos que vandalizan las de Colón o Churchill. La agenda woke se ha impuesto en los medios, en las redes y en la calle gracias a la Nueva Inquisición y a las turbas de ofendidos reales y virtuales. ¿Quién dijo que la crisis había acabado con las clases medias? Qué va, lo que ha pasado es que en el siglo XX querían prosperar, vivir mejor que sus padres, y ahora quieren salvar al planeta del calentamiento global, del heteropatriarcado o del fascismo, que todo es uno y lo mismo en sus poco estrujadas y muy estragadas meninges. Eso sí, consumiendo y generando una huella de CO2 que ya quisieran las generaciones precedentes a las que condenan moralmente. En su afán soteriológico van a destruir la democracia liberal que les permite vivir como marajás indignadísimos .
Escuchar a los antifascistas demonológicos no sirve para entender el fenómeno fascista, porque las palabras sirven para discriminar, y si, por ejemplo, llamamos a todos los animales domésticos «gato», podemos acabar tirándole un ovillo a la tortuga para que juegue con él o echándole el whiskas al canario. Sin embargo, lo que hacen y dicen los antifascistas demonológicos nos permite identificar el fascismo procedimental que amenaza la democracia liberal. Dicho de otra manera, parafraseando a Gustavo Adolfo Bécquer: ¿Qué es fascismo?, dices mientras clavas en mi pupila tu pupila roja. ¿Qué es fascismo? ¿Y tú me lo preguntas? Fascismo… eres tú. O contestando al cantautor Ismael Serrano (cuya canción más conocida se titula “Papá, cuéntame otra vez”, que aconsejo escuchar para comprender cuánto mintieron los papás y cuánto creyeron entonces y mienten ahora los hijos), que publicó en tuiter que “ser antifascista es condición imprescindible para ser demócrata”: de acuerdo, Ismael, ser antifascista es condición necesaria para ser demócrata; pero no es condición suficiente; entre otras cosas, también hay que ser anticomunista y oponerse al fascismo fáctico, o sea, al antifascismo demonológico. Vamos, que no serás demócrata hasta que seas algo más que antifascista.
El antifascismo demonológico expresa el sectarismo y espíritu guerracivilista de la looney left. Su propósito no es describir ni explicar nada (el antifascista demonológico no sabe demasiado del fascismo histórico, y si sabe algo, finge no saberlo), sino demonizar al adversario ideológico, marcarlo con un estigma infamante con el objeto de expulsarlo de la vida política o reducirlo a funciones de oposición a la que se le permite decorar una ficción democrática y nada más. Ejemplo de ello, las palabras de Pablo Iglesias en marzo de 2020 en La Sexta: «estamos comprometidos para que esa ultraderecha mediática y política no forme parte del futuro de nuestro país». Hay que tener en cuenta que la ultraderecha, para Iglesias y sus cuates, está representada políticamente por Cs, PP y Vox, de modo que lo que pretende es expulsar de la vida política a casi la mitad de la nación. O cuando advirtió en sede parlamentaria a la oposición que no volvería a gobernar. El fascismo demonológico es, como dice González Cuevas, retórica marxistoide cuya única finalidad es conservar el poder político y la hegemonía ideológico-cultural.
A Churchill se le atribuye erróneamente la frase, «Los fascistas del futuro se llamarán a sí mismos antifascistas», quizá por ajustarse bien a su genio irónico y a que pensaba que fascismo y comunismo (fascismo procedimental) eran indistinguibles en muchos aspectos, sobre todo en su afán liberticida. Antifascismo, el nuevo fascismo, es el título de un excepcional artículo de José Antonio de la Rubia Guijarro. Termino parafraseando a Samuel Johnson: el antifascismo es el último refugio de los canallas.