«Nada hay más universal que lo individual,
pues lo que es de cada uno lo es de todos» (Unamuno)
A pesar de la hipertrofia bibliográfica que existe sobre el nacionalismo catalán, que ha resultado a la postre más ponzoñoso que el vasco (pues su rebaba ha terminado desaguando por toda España), hacía falta que apareciera un libro como este. Un libro que —como señala el propio autor— se propusiera dar voz a los desarraigados. Sin embargo, el libro no se agota en esta voluntad de intrahistoria; late continuamente una ambición de entender, de ir más allá de las peripecias individuales, de tomar distancia para alcanzar una perspectiva comprehensiva. Y este nudo entre lo narrativo y lo analítico constituye, sin duda, una de sus grandes fortalezas.
El libro comienza en clave autobiográfica: con la accidentada llegada de sus abuelos a Cataluña. Gracias al excelente brío narrativo, bastan unas pocas líneas para que el lector se sumerja sin reservas en la historia. Poco a poco, de una manera casi inductiva, la narración (capítulos 1 y 2) va dando paso a la conceptualización; primero desde la mirada del padre y del tío (capítulos 3 y 4) y luego a partir de la propia vivencia personal del autor (capítulo 5). Finalmente, el capítulo 6 cierra magistralmente el círculo proporcionando el marco teórico que permite cartografiar el material desplegado.
Esta disposición constituye un extraordinario acierto, pues emula a la vida misma, en la que somos sucesivamente modelados por las creencias y biografías de nuestros antepasados, por nuestras propias experiencias y, finalmente —en los casos afortunados—, por la reflexión, cribaje e integración de todo lo anterior.
Este libro nace de una herida: el rechazo que existe en Cataluña —como veremos, de índole inequívocamente clasista— hacia una parte importante (mayoritaria) de la población. En literatura psicoterapéutica, el trauma (del griego τραῦμα = herida) es lo que no se puede narrativizar, aquello que no se puede integrar en un relato personal. Y esa labor re-conciliadora es la que afronta Iván Teruel no solo de manera admirable sino con estricta fidelidad al origen etimológico de la palabra: `reconciliar´ significa «hacer volver a alguien a la asamblea» (al concilio), en este caso a todos los desarraigados que, por vía de hecho, han sido expulsados de ella.
El punto de partida —el regreso a los orígenes familiares— evoca a El primer hombre de Albert Camus (por cierto, otro pied noir). Aún más: sobrevuela un cierto aire camusiano en toda la obra; en primer lugar, por la actitud de resistencia ante lo que nos desmiente y por la aspiración de libertad como imperativo moral insoslayable. Pero también por la infatigable búsqueda de la perspectiva verdadera, siempre en guardia ante las trampas que la vanidad o el interés nos tienden. Decía el escritor francés que el genio no es sino la inteligencia que conoce sus fronteras, es decir, no pertenece a la inteligencia que sobresale sino a la que es consciente de las propias limitaciones y actúa a partir de ellas. Una muestra de esta actitud de apertura y autovigilancia es el uso reiteradísimo del adverbio quizás (les invito a contar las veces que aparece en el libro). Tampoco es casual que el título del libro sea una pregunta. Y no se equivoquen, este titubeo no denota inseguridad —más bien al contrario: hace falta un extraordinario carácter para exponer públicamente los propios errores, zozobras y amedrentamientos— sino temor a la mirada fragmentaria o parcial; probablemente por haber conocido muy de cerca los horrores a los que lleva el sectarismo.
Esta continua revisión de conciencia nos lo aproxima a otro gigante de las encrucijadas político-morales: George Orwell. Las palabras que le dedica Lionel Trilling bien podrían, sin forzarlas, aplicarse a Iván Teruel:
«¿Qué representa su figura? La respuesta es la virtud de no ser un genio, de enfrentarse al mundo armado con la mera inteligencia y con el desengaño asociado a la misma, así como el respeto por la capacidad y el trabajo propios… Orwell no es un genio: ¡qué alivio!, puesto que nos anima a comprender que lo que él ha hecho podría hacerlo cualquiera de nosotros».
El propio Orwell dejó escrito en 1946 lo siguiente: «yo sabía que tenía destreza con las palabras y el poder de afrontar los hechos desagradables». Y he aquí dos rasgos sobresalientes de esta obra: la destreza con las palabras (que nace de la determinación de usar le mot juste, la palabra correcta, correlato obligado de la búsqueda honesta de la verdad objetiva) y el poder para afrontar los hechos desagradables, poder que se ejerce tanto hacia fuera como hacia dentro.
Es probable que esta desconfianza epistémica —punto de partida ineludible de toda verdadera evidencia— se ejerza de manera preferente y con mayor exigencia hacia las ideas que resulten propicias para el autor. Por ejemplo, cuando, al hilo de la imposición del catalán, el autor se pregunta si la defensa y la promoción del catalán justifica el hostigamiento hacia quienes tienen el castellano como lengua materna. Él se limita a plantearlo, pero la respuesta, desde una perspectiva mínimamente civilizada, solo puede ser no. El idioma catalán —como cualquier otro ente abstracto— carece de derechos. Uno posee el derecho a expresarse en su lengua materna, pero ninguna lengua tiene el derecho a asegurarse por la vía coercitiva a hablantes forzosos que la perpetúen.
El capítulo final se dedica a proporcionar algunos conceptos clave para el encuadre de lo que ha sucedido y sucede en Cataluña. La especie humana es ultrasocial, de ahí proviene buena parte de su grandeza y de sus servidumbres (por ejemplo, la necesidad de aprobación grupal, la amenaza constante de activación del interruptor tribal…). El autor se sirve de datos extraídos de diferentes disciplinas (sociología, psicología evolutiva, neurofisiología…) para explicar cómo se ha ido tejiendo, de manera gradualísima pero imparable, una telaraña invisible, leviatanesca. En esta urdimbre destacan el papel de la escuela (facilitado por el hecho de que los adolescentes sean biopsicológicamente mucho más sensibles al rechazo social) y de la prensa, convenientemente irrigada para bizquear solo donde políticamente interese (de ahí que ningún diario catalán informara de los casos de corrupción relacionados con la trama del 3%).
una minoría privilegiada ha ensayado —¡con éxito!— presentarse como víctima de los excluidos, al mismo tiempo que los desprecia y humilla
El libro viene precedido por un prólogo de Félix Ovejero, en el que expone con ideas claras y distintas que una minoría privilegiada ha ensayado —¡con éxito!— presentarse como víctima de los excluidos, al mismo tiempo que los desprecia y humilla. Esto ha sido posible a través de la colonizacion de las instituciones y de amplios sectores de la sociedad civil, es decir, dominando todos los engranajes —formales e informales— del poder. Y es digno de reseñarse la clarísima línea de continuidad con el franquismo, sin el cual un fraude de estas proporciones no hubiera sido posible. El franquismo, en efecto, permitió que los inmigrantes que llegaban a Cataluña desde los años 50 fueran considerados ciudadanos de segundo grado o no-ciudadanos. Si en aquel entonces la oligarquía catalana fue cómplice de la dictadura (de ahí que la represión postbélica, al igual que en el País Vasco, fuera incomparablemente menor que en otros territorios), cuando llegó la democracia tocó jugar la baza gatopardiana del catalanismo para seguir perpetuando sus privilegios. Si agudizamos un poco el oído debajo de la ruidosa charanga nacionalista no encontramos otra cosa que la prosa lapidaria de la lucha de clases.
El libro termina con un epílogo de Julio Valdeón en el que establece un paralelismo con el asalto al Capitolio para concluir que lo ocurrido en Cataluña es mucho más grave, pues se trata de una anomalía cronificada, inasimilada y que además tiñe toda la política nacional.
un libro que niega todo asilo respetable al nacionalismo, señalando con lucidez y mesura su incuestionable naturaleza clasista
Recapitulemos para terminar: nos encontramos ante un libro que niega todo asilo respetable al nacionalismo, señalando con lucidez y mesura su incuestionable naturaleza clasista. En ese sentido, y a pesar de (o gracias a) la ausencia de un tono concluyente o rencoroso, supone un desmentido radical, polifónico e implacable del proyecto nacionalista. Más allá de este horizonte refutatorio (en sentido dialéctico: negar para construir a un nivel superior), la obra contiene una valiosa advertencia (hemos de estar alerta sobre nuestras tendencias gregarias) y una hermosa enseñanza humanista: todos somos extranjeros; tal como escribió Plutarco, deberíamos identificarnos siempre con cualquier forastero porque al menos una vez —y decisiva— hemos estado en su misma situación, dado que nacer no es sino «llegar a un país extranjero».