la ciencia somos todos

Parece mentira que la vida científica esté rodeada de tantos mitos y de tantos tópicos. Sucede sencillamente que la ciencia es una actividad humana y que comparte con otros relatos la necesidad de persuadir auditorios, cautivar públicos y lograr adhesiones. La retórica de la ciencia moderna, por ejemplo, siempre habló de construirse a hombros de gigantes, el lema con que los modernos (Newton, who else?) dijeron otear nuevos horizontes gracias a las sabiduría de sus colegas y antepasados (muertos, mejor: Newton no era muy amigo de sus semejantes). También Lorenzo de Medici se presentaba como heredero de Julio César y éste se creía sucesor de Eneas. El emperador Marco Antonio difundió que descendía de Hércules. Atribuirse un linaje noble, en suma, es un modo de glorificarse a uno mismo, como cuando los futbolistas se comparan con Di Stefano o los historiadores citamos en las primeras páginas a March Bloch o a Johan Huizinga. A todos nos gusta vernos a hombros de gigantes. Parecemos más altos.

Pero las recientes campañas de vacunación tienden a mostrar que frente a los descubrimientos individuales y los momentos eureka, la ciencia es una práctica gobernada por los esfuerzos colectivos. Nunca fue fácil, nunca fue milagroso, nunca fue un hecho aislado y siempre se exigió que muchos, nunca mejor dicho, arrimaran el hombro.

En plena era victoriana, en 1862, los antivacunistas y militaristas lograron sacar de Trafalgar Square la estatua que pocos años atrás se le había erigido al doctor Edward Jenner (1749-1823), el descubridor de la vacuna. Aquel era un espacio reservado a generales y almirantes. Hoy se la puede contemplar en los jardines de Kensington, que tampoco es mal sitio. Thomas Carlyle, un historiador de entonces, había dado unas conferencias que se publicaron bajo el título de Sobre los héroes, el culto al héroe y lo heroico en la historia. A su juicio, la historia avanzaba gracias a los hombres excepcionales, tipificados por perfiles arquetípicos: el santo, el poeta, el profeta, el rey. Aunque ya entonces algunos eran considerados héroes de la ciencia, un médico rural como Jenner no podía compartir el panteón con Galileo o Newton, y menos con Nelson o Napier, un general del imperio británico.

En realidad, solo desde una perspectiva muy decimonónica podemos entender el curso de la historia, sus avances y retrocesos, la propia historia de la ciencia, a partir de conquistas o héroes individuales. Es cierto que en 1796 Jenner experimentó un procedimiento que acabó salvando millones de vidas: al inocular en un niño fluido con la viruela vacuna (de ahí su nombre), éste desarrolló inmunidad frente a la viruela humana. Luego hizo que dicho fluido se transfiriera de una persona a otra, formando una cadena humana, un círculo de protección que terminaría por difundirse a poblaciones por todo el globo.

Sin embargo, hay muchos datos que apuntan al carácter colectivo y social de esta conquista. Primero, Jenner no fue el único médico que estaba desarrollando este procedimiento. En otras partes de Europa, otros médicos estaban realizando ensayos en la misma dirección. Segundo, hubo una lechera, Sarah Nelmes, y un niño de ocho, James Phipps, más comprometidos con el experimento que el propio Jenner (pusieron sus propios cuerpos). Tercero, la propagación del fluido salvador por el planeta exigió el concurso de cientos de miles de personas a través de varias generaciones hasta la década de 1970.

Es obligado aquí mencionar la expedición filantrópica de Balmis (1803-1810), la primera campaña internacional de vacunación, fletada por la Monarquía española. Cierto que en esta empresa hubo héroes individuales: Balmis, un idealista visionario; su lugarteniente Salvany, un enfermo de tuberculosis que perdió un ojo al naufragar en un río, antes de atravesar las selvas amazónicas y ascender a los Andes; Isabel Zendal, la heroína que se encargó de los veintidós niños que hicieron de reservorios humanos para transportar la vacuna (no había frigoríficos, las muestras perdían calidad tras meses de navegación y en los trópicos); y naturalmente aquellos veintidós niños, más los que fueron reclutados en Hispanoamérica y que cruzaron el Pacífico hasta llevar la vacuna a Filipinas y Cantón.

la expedición filantrópica no recayó sobre las espaldas de un solo héroe, un gigante aislado, sino sobre los brazos encadenados de muchos

Así que la expedición filantrópica no recayó sobre las espaldas de un solo héroe, un gigante aislado, sino sobre los brazos encadenados de muchos: los niños, las esclavas que a veces los sustituyeron, los cirujanos, las cuidadoras, los médicos y las autoridades locales. Erigir las primeras juntas de vacunación en Hispanoamérica y articular protocolos sanitarios constituyeron una hazaña coral. La ciencia es de por sí una práctica social. Como hacienda, la ciencia somos todos.

Aunque en proporciones mucho menores, la viruela siguió azotando a la humanidad hasta 1979, cuando se erradicó definitivamente, tras un último brote en Somalia. Los herederos de Balmis y Zendal, sanitarios de todas las nacionalidades, lograron desarrollar un programa moderno gracias a los conocimientos de la morbilidad y la vacunación en anillo, que incluía a todos los contactos, generando un anillo o cadena de protección.

Resulta elocuente que uno de los proyectos españoles sobre la vacuna del Covid-19, el liderado por Mariano Esteban y Juan García Arriaza en el CSIC, haya trabajado a partir de una variante del virus de la viruela que logra introducir una proteína que produce anticuerpos. Es decir, los científicos actuales emplean virus antiguos como vectores o esqueletos para trasladar “nuevos pasajeros”. Como si fueran arqueólogos, estudian las ruinas de la naturaleza. Es una hermosa metáfora sobre la experiencia acumulada, las lecciones del pasado y cómo la ciencia se construye no sólo “a hombros de gigantes”, como rezaba el viejo lema de la Revolución Científica. También ha circulado y circula a través de los brazos de muchos desconocidos de ayer y hoy. Todos estos héroes, más o menos anónimos, todo este esfuerzo colectivo que a veces fructifica y a menudo no, deben ser recordados cada vez que alguien entone la leyenda de los héroes aislados y los grandes descubrimientos de la ciencia.