un proces inacabado

Se ha dicho que la visión recentralizadora de Aznar fue la que hizo saltar las alarmas de la sociedad catalana y generó la necesidad de un nuevo Estatut. Se trata de la típica interpretación falaz que se le pone en bandeja al nacionalismo catalán para que este pueda seguir haciéndose la víctima y culpar a España. Además, miel sobre hojuelas, permite a la izquierda, que siempre está deseando hacerlo, absolver al nacionalismo al tiempo que culpa a la derecha.

En 2003, Pascual Maragall, candidato del PSC a presidir la Generalidad, ofreció como principal reclamo electoral un nuevo Estatut que ni CiU ni ERC consideraron entonces necesario

No fue así. En 2003, Pascual Maragall, candidato del PSC a presidir la Generalidad, ofreció como principal reclamo electoral un nuevo Estatut que ni CiU ni ERC consideraron entonces necesario (una encuesta de 2005 mostraba que sólo un 5% de los habitantes de Cataluña estaban interesados en él). José Luis Rodríguez Zapatero, que le debía a Maragall ser líder del PSOE y candidato a presidente del Gobierno, asumió su propuesta sin pensar en las consecuencias (y una vez pensadas, no debieron importarle). Los socialistas sensatos y atentos al interés nacional no aparecieron (nunca aparecen cuando más falta hacen, y sólo lo hacen cuando su carrera no depende de lo que puedan decir) y aceptaron sin rechistar la ocurrencia de su líder: “aprobaré el Estatut que salga del Parlament”. Tampoco aparecieron para forzar a Zapatero a buscar un consenso con el PP, ni, más tarde, cuando hubo que votar el nuevo Estatuto en las Cortes (se dijo entonces que Alfonso Guerra había movilizado a treinta y tantos diputados para votar en contra, pero lo socialistas sensatos y atentos al interés nacional siempre amagan y nunca dan). Se sometió entonces a referéndum un Estatuto con contenidos inconstitucionales, un Estatuto que el nacionalismo catalán no quería, pero que convirtió después en casus belli.

El Estatuto fue aprobado en referéndum por sólo el 36% del electorado. ERC, que pidió el voto en contra, montaría más tarde en cólera por la sentencia del TC. La participación no llegó a la mitad del censo, lo que muestra el escaso interés que despertaba en la sociedad catalana.

El PP interpuso un recurso (hubo siete más, incluido el del Defensor del Pueblo) contra el Estatut, lo que fue considerado antidemocrático, porque un tribunal no debe rectificar la voluntad popular.  El recurso era legal, aunque es cierto que lo más lógico hubiera sido que el TC lo hubiese purgado de sus aspectos inconstitucionales antes de someterse a referéndum. En efecto, el Estatut no debió ser revisado por el TC después de haber sido aprobado en referéndum, pero no se puede culpar de ello a quienes interpusieron los recursos obligados por la evidente inconstitucionalidad del nuevo Estatuto. La Ley Orgánica del Tribunal Constitucional de 1985 eliminó el recurso previo de inconstitucionalidad gracias a los votos de PSOE, CDS y la mal llamada Minoría catalana. Además, si PSOE y CiU lo hubiesen propuesto, la ley se podría haber modificado antes de la elaboración del Estatut, como se modificó justo después. El PP no se habría opuesto a esa reforma, que tantos problemas le habría ahorrado. Precisamente los más indignados con la sentencia del TC fueron los que hicieron posible que el Estatuto fuese revisado después del referéndum. La reforma de la ley de 1985 habría permitido un orden lógico: redacción del Estatuto, correcciones pertinentes del TC, y referéndum de un Estatuto constitucional. Pero no se reformó. Si se hubiese reformado la ley, los nacionalistas no tendrían un pretexto que esgrimir como causa. Cui prodest? 

El TC, por su parte, tardó nada menos que cuatro años en dictar sentencia. Los socialistas catalanes, liderados entonces por José Montilla, en lugar de aceptar la sentencia, alentaron la indignación popular y montaron una campaña de deslegitimación del TC. Cataluña sintió su dignidad humillada porque el TC retocó unos cuantos artículos (muy pocos) de un Estatuto que nunca demandó y en el que se había empeñado una irresponsable y frívola clase política. Los medios de comunicación catalanes echaron leña al fuego soliviantando a una sociedad que de repente se acordó de lo que nunca tuvo presente. El tristemente famoso editorial único, titulado “La dignidad de Cataluña”, publicado el 26 de noviembre de 2006 en doce diarios catalanes, fue una manifestación sintomática del esperpento estatutario y de un control mediático que ya hubiese querido el régimen franquista.

El populismo sentaba doctrina: quien debe decidir sobre la constitucionalidad de una ley es el pueblo y no el Tribunal Constitucional

Som una nació. Nosaltres decidim” fue el lema de la manifestación en 2010 contra la sentencia del TC, apoyada por todos los partidos del Parlamento de Cataluña (excepto PP y C’s), y en la que fue predominante la reivindicación de independencia. El populismo sentaba doctrina: quien debe decidir sobre la constitucionalidad de una ley es el pueblo y no el Tribunal Constitucional. Una parte de la sociedad y los partidos políticos adoptaban el principio fundamental del populismo: que la voluntad popular debe prevalecer sobre las leyes que regulan el sistema democrático. Otra buena parte de la sociedad y de los partidos políticos no lo combatieron entonces, y siguen sin combatirlo ahora, porque creen que hacerlo abona el victimismo de los populistas-independentistas. Es la estrategia suicida iniciada hace cuarenta años: ceder más dinero, competencias y autogobierno, y no cumplir ni hacer cumplir la ley, buscando la comodidad de los que no quieren acomodarse. Descorazona comprobar a estas alturas que todavía hay quien cree que los independentistas se conformarán con más dinero y competencias. Hay que estar ciego para confundir los medios con el fin. Hay que ser idiota para creer que facilitarles los medios los alejará del fin.

El federalismo asimétrico al que se adhieren los socialistas catalanes (y no sólo catalanes) imita la relación entre el PSC y el PSOE

Lo esencial del triste episodio estatutario es que se pretendió reformar encubiertamente la Constitución con un Estatuto de Autonomía sin contar con el consenso de uno de los dos partidos vertebradores del régimen y, sobre todo, sin contar con el pueblo español. Lo confesó Pascual Maragall, que antes había celebrado la aprobación del nuevo Estatut afirmando que gracias a él “la presencia del Estado pasaba a ser residual en Cataluña”. El federalismo asimétrico al que se adhieren los socialistas catalanes (y no sólo catalanes) imita la relación entre el PSC y el PSOE: el PSC determina la política nacional del PSOE y elige y tutela a sus líderes, mientras el PSOE no se inmiscuye en los asuntos internos del PSC.

se impuso la idea de que un golpe de Estado fallido no es un golpe de Estado, de tal manera que, según este sinsentido lógico y jurídico, nunca hay golpes de Estado

El episodio del Estatut desambiguó a una Convergencia i Unió que siempre fue independentista pero que hasta entonces se había atenido al pragmático “ahora paciencia, mañana independencia”. Entre otros motivos, le convenía tapar la corrupción rampante del mayor ladrón de Europa, el gran arquitecto de la nación, el sátrapa Jordi Pujol, y culpar a Madrid de los recortes del gobierno de Artur Mas. Vinieron después, en 2017, la Ley del referéndum de autodeterminación de Cataluña y la Ley de transitoriedad jurídica y fundación de la República Catalana, que pretendían dejar sin efecto el Estatuto y la Constitución. Que en un territorio de un Estado la autoridad territorial pretenda dejar sin efecto las leyes del Estado es un golpe de Estado como una catedral, aunque entonces se impuso la idea de que un golpe de Estado fallido no es un golpe de Estado, de tal manera que, según este sinsentido lógico y jurídico, nunca hay golpes de Estado, porque si los golpistas no triunfan es como si no lo hubieran dado, y si triunfan no habrá tribunal que los juzgue y pueda declararlos golpistas.

Y llegó el 1-O y la proclamación de la República Catalana suspendida a los ocho segundos. Y nuevas mentiras acompañaron a las viejas. Es mentira que el Estado español pisotea los derechos políticos de los catalanes al no concederles el derecho de autodeterminación (derecho que ellos no concederían nunca si se tratara de la unidad e integridad de Cataluña), lo que ocurre es que está obligado a impedir que se les hurten a los ciudadanos españoles los suyos. Es falso que se les impide votar: lo pueden hacer, pero conforme las leyes lo disponen, como en todas las democracias del mundo. Es falso el relato de la terrorífica represión sufrida el 1-O, aquel domingo sangriento que arrojó el devastador saldo de dos heridos graves. Fue falsísimo -además de ilegal- el referéndum: falso el censo, falsas las mesas electorales, falso el recuento y falsos los bienpagados “observadores internacionales”. Fue falsísima la republiqueta de los ocho segundos. Por último, son falsos presos políticos los políticos presos que montaron tal esperpento delictuoso.

Ahora, casi cuatro años después del juicio y la sentencia condenatoria del Tribunal Supremo, Pedro Sánchez reaviva el procés indultando a los golpistas porque “la venganza y la revancha no son principios constitucionales”, aunque la verdad es que necesita el apoyo de los que intentaron derogar la Constitución en Cataluña (y han amenazado con volver a hacerlo) para seguir gobernando. No se le ha caído la cara de vergüenza al decirlo porque no la tiene… vergüenza, digo, que su cara es de tungsteno. El nivel de degradación de la democracia española lo mide un presidente de Gobierno que cree que la función del poder ejecutivo es anular de facto las sentencias del poder judicial que le perjudican, y lo mide un cuarto poder servil que ha reducido sus funciones a la de ser mero altavoz del ejecutivo. Mientras, las almas bellas nos cuentan que indultar a quienes abrieron la herida y pugnan por mantenerla abierta servirá para cerrarla. Volverán a equivocarse y volverán a perder la ocasión de aprender de sus errores, como siempre.