Globalizacion

Un síntoma inequívoco de “fin de era” es que mucha gente muy diversa esté de acuerdo en que las cosas están cambiando a gran velocidad, pero sin entender muy bien qué, por qué, ni el sentido de los cambios. Por eso es fácil tener razón en que una era se acaba y, sin embargo, equivocarse en cómo será la que comienza y se abre ante nosotros. El futuro con nuevas reglas es muy opaco en sí mismo y prácticamente impredecible. Los últimos escritores del fin del imperio romano occidental, como Boecio, creyeron que el mundo entero caía con Roma; los cristianos del año mil, como Beato de Liébana, esperaban el Apocalipsis y la segunda venida inmediata de Jesucristo; en el siglo XVI, tras la expulsión de España y Portugal, algunos rabinos visionarios anunciaron el inminente advenimiento del Mesías. Y uno de los cambios de era más próximos a nosotros, la revolución industrial, fue resumido así por Marx: “todo lo sólido se desvanece en el aire”. Pero, como es sabido, el pensador y activista revolucionario acertó tan plenamente sobre el fin de una era como erró plenamente anticipando la nueva. Es lo normal. En los años treinta del siglo XX Spengler pronosticó la definitiva “decadencia de occidente”, Ortega y Gasset advirtió con mayor lucidez el peligro de la “rebelión de las masas”, y Stefan Zweig se suicidó con su esposa, exiliado en Brasil, porque no estaba dispuesto a sufrir la victoria del nazismo que creyó inevitable.

Las profecías políticas y económicas aciertan mejor el pasado

Los profetas más lúcidos sobre el pasado pueden ser los más equivocados acerca del futuro: el mundo siguió su marcha sin Roma, el Mesías nunca llegó ni el Apocalipsis devastó la Tierra, ninguna revolución comunista triunfó en los países capitalistas, el nazismo perdió completamente la guerra, y la democracia occidental lideró la globalización planetaria en marcha, aunque sin entender muy bien cómo ni qué estaba haciendo. En 1989, el sistema soviético se hundió en un colapso endógeno que muy pocos anticiparon, más allá de generalidades o expresión de esperanzas y deseos; sin embargo, buena parte de los economistas occidentales más influyentes, como el Nóbel Paul Samuelson[i], estuvieron convencidos hasta avanzados los años ochenta de que la endeble economía de la URSS acabaría superando a las capitalistas, justo cuando estaba a punto de implosión. El Manifiesto Comunista de Marx y Engels ya era anacrónico antes de salir de imprenta, pero lo mismo pasa con los artículos de Francis Fukuyama acerca del fin de la historia y el triunfo definitivo del capitalismo en 1989.

Y la ficción literaria no resulta mucho más lúcida: muchos autores de ciencia ficción predijeron que en 2020 habría robots inteligentes por doquier, centrales nucleares de bolsillo y viajes interplanetarios rutinarios. Pues no. En cambio, a pesar de conocer la cibernética casi ninguno previó internet y la revolución digital, ni el fin de la Guerra Fría y la globalización con su espectacular desarrollo económico planetario. Nada es más viejuno que el mundo imaginario de Arthur C. Clark en la entretenida 2001, una odisea del espacio. Así que si no entiendes bien qué pasa, tampoco desesperes: no es por falta de conocimiento ni de imaginación. Es que los nuevos futuros son así: impenetrables porque están en construcción, no diseñados de antemano.

el deterioro no es igual en Alemania o Suecia que en España o Italia, pero en estas situaciones conviene atender al eslabón más débil, porque por ahí se romperá la cadena

La pregunta “¿qué está pasando?” encierra otra más capital: ¿qué debemos temer?, y su correlato: ¿qué podemos esperar? La era que está finiquitando es la del mundo dividido en dos bloques antagónicos, o en tres si añadimos el “tercer mundo”. También la era de la creencia en un progreso social y económico constante en las democracias: no sabemos si las generaciones futuras vivirán mejor que nosotros y puede que vivan peor. Ya está pasando a los titulados universitarios con menos seguridad laboral e ingresos reales que sus padres albañiles, oficinistas o tenderos. La irrupción de un coronavirus capaz de producir una epidemia mundial -rematando el efecto desmoralizador del terrorismo islamista y de las inmigraciones masivas sin papeles- ha mostrado la extrema fragilidad de nuestra economía, política y servicios sociales, o lo que es lo mismo, la vulnerabilidad de una sociedad que se creía fuerte y a salvo. Evidentemente, el deterioro no es igual en Alemania o Suecia que en España o Italia, pero en estas situaciones conviene atender al eslabón más débil, porque por ahí se romperá la cadena. La crisis se gesta en Occidente, y en particular en Europa y Estados Unidos, no en Asia ni en África. Todo lo que parecía sólido se desvanece en el aire así que, ¿a qué podemos agarrarnos?

Para entender las crisis parciales más graves que acechan al todo del sistema propongo fijarnos en tres de ellas: la globalización y el populismo, el regreso de la naturaleza hostil, y la crisis de la democracia representativa y su estilo de vida. Los iremos examinando en entregas sucesivas.

Globalización y populismos, o la política reaccionaria del miedo y el odio

Ya hemos reflexionado antes en El Asterisco sobre los populismos y la globalización. Para resumir, los populismos son una reacción contra la globalización, que está evaporando cosas que parecían tan sólidas como el reparto geopolítico del planeta, las viejas soberanías nacionales y el liderazgo occidental en el mundo. Aunque la globalización incluye muchos avances positivos, como la integración en la economía mundial de economías hace poco muy precarias -las de África, por ejemplo-, y un retroceso general del hambre y el avance de la salud y la educación[ii], buena parte de la opinión pública occidental sólo ve en el proceso peligros y ataques a su bienestar y derechos.

Los más propensos a la mentalidad tradicional de izquierda sólo ven un avance arrollador del capitalismo multinacional a costa de las políticas sociales que menoscaban la igualdad; se entregan al miedo a “la derecha” y piden protección al Estado milagrero mediante más subvenciones, promesas y seguridades. Viceversa, los partidarios del tradicionalismo conservador ven con horror las migraciones mundiales, el auge del terrorismo islamista y la mezcla humana y cultural propia de la sociedad globalizada que impregna las grandes ciudades; con o sin razón, consideran ahora que la sociedad abierta del verdadero liberalismo amenaza sus derechos y tradiciones nativas. Y ambas corrientes comparten la renuncia a sus libertades a cambio de más seguridad. Aunque sea ilusoria.

la gran cantidad de chatarra ideológica tóxica emitida por la universidad posmoderna no ayuda gran cosa a combatir esas percepciones

Desde luego, la gran cantidad de chatarra ideológica tóxica emitida por la universidad posmoderna no ayuda gran cosa a combatir esas percepciones, porque el pensamiento políticamente correcto se define como anticapitalista, antineocolonial, de género, ecologista, queer, constructivista, neoestructuralista y partidario de cualquier negación de la naturaleza humana, la historia y la realidad de las cosas. Promueve la prohibición de palabras, la ingeniería lingüística y social, el derribo de estatuas y el blanqueado de imágenes que juzga ofensivas, ya que no es muy eficaz para cambiar nada más. Es un pensamiento único antirealista o negacionista, reaccionario, que ha renunciado al pensamiento crítico. Y alimenta tanto al populismo de izquierda como al de derecha. Al primero le sirve verborrea como seudo teoría del todo, al segundo de alarma movilizadora para los suyos.

la paleoizquierda lo llama neoliberalismo, y la derecha populista globalismo

Entre ambos polos hay cada día un abismo mayor de tintes guerra-civilistas y creciente irracionalidad. Lo que caracteriza al populismo es el miedo y la exigencia de protección a un poder autoritario. Y en efecto, por encima de sus diferencias ambos polos ideológicos comparten la fe en la necesidad de un poder fuerte controlado por los suyos y excluyente de los otros (fachas o progres, según, en la jerga española). También comparten la creencia en el nacionalismo económico y la aversión a la globalización como fenómeno: la paleoizquierda lo llama neoliberalismo, y la derecha populista globalismo. Las coincidencias son mayores de lo que pueda parecer, como sucede en los grandes odios fraternales, como el que se profesaban nazis y comunistas.

Populismo efímero

Los populismos tienen tres grandes inconvenientes: viven del miedo y alientan el odio como arma política, sus soluciones son todas irreales y falsas, y además son efímeros porque resultan demasiado destructivos para construir nada duradero[iii]. El paradigma del populismo ilimitado es el nazismo, con su efímero y apocalíptico Tercer Reich de Mil años que sólo duró 14, dejando decenas de millones de muertos y el primer genocidio industrial planificado de la historia (el de los indios norteamericanos, los armenios o los comunistas fueron más improvisados). La repetición cíclica de los genocidios después de conocido el Holocausto nazi y los crímenes de Stalin, denunciados por el propio Kruschev, en los apocalipsis de Mao en China, Pol Pot en Camboya o el de los tutsis en Ruanda, recomienda olvidar toda ilusión de que “eso no volverá a pasar”. El populismo es propenso a crear las situaciones donde pueden repetirse.

La democracia siempre ha progresado haciendo exactamente lo contrario a los populismos, es decir, promoviendo la inclusión e integración de las minorías en un marco jurídico igual para todos

La democracia siempre ha progresado haciendo exactamente lo contrario a los populismos, es decir, promoviendo la inclusión e integración de las minorías en un marco jurídico igual para todos. Por ejemplo, ampliando el derecho al voto y abriendo la ciudadanía a los inmigrantes. También aceptando el pluralismo moral y de creencias, y alentando el pluralismo político a través de las instituciones representativas. Pero vivimos un retroceso de estos tres instrumentos de inclusión, sin los cuales la democracia pierde todo sentido y atractivo: la libertad de expresión y de conciencia está bajo sospecha y la exclusión gana terreno, sea mediante la automarginación de ciertas comunidades que exigen fronteras comunitarias -como los islamistas y los separatistas-, sea mediante la descomposición de la sociedad en diversas minorías desconectadas -sexuales, ideológicas, culturales, económicas- que piden cuotas de poder y segregan al individuo indefenso no integrado en alguna de ellas. Esta última ha sido la estrategia favorita de la paleoizquierda reanimada por la fobia a la globalización: rechazar que existan individuos que no formen parte de un grupo definido, sea suyo o enemigo.

Aunque la especialidad populista es buscar enemigos en el exterior, los problemas de una democracia entregada al populismo -por ejemplo, la española: Pedro Sánchez es un populista sin más ideas que aferrarse al poder como sea- son ante todo endógenos: el enemigo está dentro, y además ocupa las instituciones para erosionar la democracia, pues tarde o temprano esta acabará echándoles del gobierno. Si algo convierte a los populismos en la política reaccionaria por excelencia, ahora y en la década de los treinta del pasado siglo, es que todas sus promesas de futuro mejor consisten en un regreso imposible a un pasado falseado, y exclusivo para el disfrute de los suyos, excluyendo a los demás. Los populismos son, como se ha dicho, guerracivilismo en acción, incompatibles con la ciudadanía ilustrada y los valores liberal-democráticos. Y no dejan otra alternativa que declararles la guerra de ideas y la oposición activa antes de que, como previera con gran lucidez Winston Churchill en los años treinta, el fracaso asegurado del apaciguamiento conduzca a la guerra real en las peores condiciones.

La economía y los estúpidos

La campaña electoral de Bill Clinton pasó a los anales de la mercadotecnia política por una sola consigna del Iván Redondo de turno: “es la economía, estúpido” (“It’s the economy, stupid”). Puede entenderse como presunción de que todo lo que no sea hablar de economía es una estupidez. Pero más estúpido resultó que la presidencia estuviera a punto de caer por los abusos sexuales del presidente con una becaria -creando un estigma que arrastró a su esposa Hillary cuando quiso a su vez acceder a la presidencia- mientras los americanos estaban entretenidos con la economía, pero, ¿qué o cuál es la economía de la era de la globalización? ¿Somos demasiado estúpidos para entenderla?

La globalización está creando un sistema económico, nacido del capitalismo y sus variedades, que dista mucho de estar acabado y ofrecernos una forma futura nítida. Podemos estar seguros de que no será una economía planificada al estilo comunista porque nunca puede funcionar, pero quizás sea bastante diferente a lo que hoy entendemos como capitalismo. ¿Será un sistema híbrido, como suponía en los años cincuenta Joseph Schumpeter[iv]?

Hay incógnitas como la viabilidad del llamado “capitalismo autoritario de Estado”, la economía de mercado controlada por una dictadura descarada o por un gobierno claramente oligárquico, casos de China, Rusia, las ricas monarquías árabes o Irán. Vinculada a esta incógnita está la del futuro del capitalismo fundado en Gran Bretaña hacia 1780, con la revolución industrial, y exportado a buena parte del mundo: una economía de mercado e industrial regulada en un régimen parlamentario representativo. Ahora bien, los últimos 45 años, desde que el Partido Comunista chino decidió desarrollar su propia modalidad de capitalismo sin democracia -lo explicaba aquí-, han puesto en duda el axioma de que el desarrollo económico lleva aparejado la evolución hacia la democracia, como fue el caso de España, Grecia y Portugal. La tesis de la dependencia del éxito económico de la inclusión política, actualizada por Acemoglu y Robinson[v], puede no ser tan universal como se presupone.

El resto del mundo aún pobre sigue creyendo que es mucho mejor vivir en una Europa empobrecida, o como emigrante clandestino en Estados Unidos, que pasar miserias en Congo o Nicaragua

Las respuestas quizás no estén en China o Irán. Parecen depender más de la capacidad de las democracias para superar la crisis de representación, de la que es síntoma la polarización populista, y de la capacidad de sus economías para ser innovadoras, creativas y capaces de ofrecer una buena calidad de vida a la mayoría, cuestiones que están lejos de estar resueltas en Estados Unidos y Europa. Entre otras cosas, porque la percepción social del significado de los hechos es mucho más relevante que los hechos crudos, y por eso en tantos países occidentales ricos la gente -por ejemplo, los ciudadanos británicos que votaron el Brexit, o los catalanes separatistas del “Espanya ens roba”- se siente empobrecida y estafada, aunque los datos macroeconómicos no lo corroboren. El resto del mundo aún pobre sigue creyendo que es mucho mejor vivir en una Europa empobrecida, o como emigrante clandestino en Estados Unidos, que pasar miserias en Congo o Nicaragua. Quizás los bárbaros que invadieron el imperio romano occidental en su prolongado declive pensaban algo parecido.

En Estados Unidos la economía es mucho más creativa y capaz de crear empleos que la europea, pero esta última parece, de momento, más capaz de ofrecer una calidad de vida suficiente con buenos servicios públicos. Algunos analistas, como Branko Milanovic[vi], sostienen que sólo hay dos tipos de capitalismo, el liberal y el autoritario, pero se equivocan: el europeo es diferente al americano, y dentro de Europa sigue habiendo grandes diferencias norte-sur y oeste-este. Algunos de los países más prósperos y modélicos del mundo siguen siendo los nórdicos europeos, Nueva Zelanda y Canadá, que han logrado la envidiable síntesis de máxima libertad económica con mayor seguridad social[vii]. ¿Seguirá siendo así en 2035? No hay manera de saberlo, como tampoco si China mantendrá su auge económico sin rebeliones político-sociales, si Japón no acabará de paralizarse en el largo marasmo, o si la competencia entre grandes potencias o los Estados fallidos enredarán al mundo en otra guerra mundial. No hay manera de saberlo, eso es precisamente una crisis de cambio de era. Y en eso estamos. La ventaja es que esas crisis son las que ofrecen las mayores oportunidades a la gente creativa e innovadora, si consiguen que las sociedades les den la oportunidad de trabajar en vez de ignorarles como a Casandra. El futuro es, en buena medida, todo lo que está por hacer, lo que seamos capaces de producir de un modo diferente.

[i] Paul Samuelson y William Nordhaus: Economía, MacGraw-Hill Interamericana

[ii] Pueden consultarse datos al respecto, entre otras fuentes, en Bourguignon y Morrison, Banco Mundial, y Max Roser, OurWorldinData, Oxford University.

[iii] Como ha demostrado sin querer el agresivo Donal Trump al perder la reelección presidencial de Estados Unidos justo cuando escribo estas líneas. La estrategia destructiva de dar a ofrecer “yo o el caos”, “si pierdo es por fraude electoral”, típica del caudillismo populista, le ha salido por la culata. Pero el trumpismo tiene historia por delante.

[iv] Joseph A. Schumpeter: Capitalismo, socialismo y democracia, Aguilar

[v] Daron Acemoglu y James A. Robinson: Por qué fracasan los países, Deusto

[vi] Branko Milanovic: Capitalismo, nada más. El futuro del sistema que domina el mundo, Taurus

[vii] En el índice de libertad económica del año 2019 elaborado por The Heritage Foundation, el ranking de los doce primeros quedó así: 1 Hong Kong, 2 Singapur, 3 Nueva Zelanda, 4 Suiza, 5 Australia, 6 Irlanda, 7 Reino Unido, 8 Canadá, 9 Emiratos Árabes Unidos, 10 Taiwan, 11 Islandia, 12 Estados Unidos. Todos son países muy ricos, pero con al menos tres modelos económicos diferentes. Documento completo: http://www.iberglobal.com/files/2019-1/economic_freedom_index_2019.pdf