América Latina podrá no ser el territorio más desarrollado, el más rico o el más igualitario del mundo, pero a lo que no le gana nadie es a vitalidad cultural o artística. Al menos eso es lo que nos dice un tópico muy asentado, al que no parece faltarle algo de razón. Por poner algunos ejemplos. América tiene un siglo XVIII que ya lo quisiera para sí España. Posee un barroco más barroco que el más barroco de los barrocos europeos, reflejado en esas fachadas, capillas y altares tan repletos de ornato y movimiento que de tan onírico cabría calificarlo de lisérgico. América ha dado alguna de la literatura más destacada del mundo, desde los más finos prosistas a los más reconocidos poetas. De América Latina proviene Rubén Darío, a quien se tiene por el gran inoculador del modernismo en la poesía en español. O Huidobro, que hizo lo propio con las vanguardias (… o Alfonso Reyes, o Borges, García Márquez, Roberto Bolaño… la lista seria interminable). De allí provienen también algunas de las más señaladas artistas: sor Juana Inés de la Cruz, Frida Kahlo o Rosario Castellanos, por citar algunas. Y eso si sólo nos referimos a lo que denominamos imperfectamente como Arte con mayúsculas, porque si hablamos de cultura popular, América es directamente imbatible. Hoy día si reconocemos que una serie o una película se desarrolla en Latinoamérica hay muchas probabilidades de que sea por unos rasgos tan significativos ya para nosotros como el inverosímil colorido, la omnipresente música o el inagotable folclore; en definitiva, por una suerte de inflación cultural congénita (lo que tantas veces ha derivado en exotismo). Recuerden al respecto una reciente película de un muy conocido estudio de animación, remedo del realismo mágico latinoamericano, en donde los personajes, provenientes de algún indeterminado pueblito de su geografía, poseen todos singulares poderes mágicos. Y no unos poderes a la manera de los superhéroes estadounidenses (rudos, expeditos, profesionales) sino de una manera más ornamental, diletante y amable. La manera americana.
En fin, que América Latina igualaría al Viejo Mundo en elevación cultural y le daría sopas con honda al vecino estadounidense. Este sería uno de los rasgos fundamentales en la invención de lo latinoamericano. Y no hay nada de casualidad en ello. La idea de América como potencia espiritual o cultural se forjó principalmente frente al intervencionismo estadounidense y, por derivación, frente a lo anglosajón, entendido este último como lo material y lo individualista, como el frío utilitarismo y el rudo imperialismo. Frente al dulce comercio, la aún más dulce cultura, parecieron decir intelectuales de la talla del cubano José Martí, el uruguayo José Enrique Rodó o el propio Rubén Darío.
¿por qué una historia cultural y política? Porque, profusión cultural aparte, ya en el título se apunta a lo que bien podría suponer uno de los más interesantes interrogantes de la historia del continente
Todo esto lo cuenta Carlos Granés en un reciente ensayo que lleva por título Delirio americano. Una historia cultural y política de América Latina (Taurus, 2022). Y como todos los grandes ensayos excede en mucho el tema del que se ocupa, ¿por qué una historia cultural y política? Porque, profusión cultural aparte, ya en el título se apunta a lo que bien podría suponer uno de los más interesantes interrogantes de la historia del continente. A saber, la estrechísima ligazón que se da en América Latina entre la política y la cultura. Desde la romántica muerte de José Martí por la independencia de Cuba, hasta la Oda a Stalin de Pablo Neruda; desde las inquebrantables lealtades políticas de un García Márquez o de un Diego Rivera, a postulaciones presidenciales de escritores como Domingo Faustino Sarmiento, el propio Huidobro o, más recientemente, Vargas Llosa. En América Latina han sido pocos, muy pocos, los escritores, ensayistas, poetas, pintores o arquitectos que se han abstenido de participar en política. Y no circunstancialmente, mostrando su apoyo a tales o cuales causas, más o menos dictadas por la circunstancia o la moda, como pudiera suceder en Europa; sino postulándose, comprometiéndose, enfrentándose y, en última circunstancia, incluso inmolándose por unos ideales políticos. Como si esa fatal escisión de la cultura, que tan bien describió para la Guerra Civil española Andrés Trapiello en Las armas y las letras, se trasladara a todo el siglo XX latinoamericano.
Tanto se significaban políticamente los escritores, podríamos afirmar, como también los gobiernos se valieron de la cultura y el arte en el camino de desarrollar sus proyectos políticos. Y esta es otra de las claves del debate. Piénsese al respecto por ejemplo en la arquitectura institucional del desarrollismo brasileño, en el radical proselitismo de los muralistas mexicanos o en la educación peronista argentina. Perfectos ejemplos todos ellos de cultura de Estado o, invirtiendo el orden, de aquello que Marc Fumaroli denominó como Estado cultural (aunque aquí antes, con más potencia y en ocasiones violencia que en la Francia de André Malroux).
Pues bien, a esa extraordinaria asociación entre arte y política, a ese derribo de la torre de marfil y su sustitución por la trinchera política que tanto caracterizaron la historia latinoamericana, se le había achacado tradicionalmente una causa, tan evidente como tranquilizadora: la realidad social en América era tan dramática, la desigualdad o la marginación imponían tales urgencias, la actuación del imperialismo era tan evidente, que era imposible, si no sospechosamente deplorable, el abstenerse de actuar políticamente en ella. Y mucho menos ponerse a escribir sobre cosas tan poco comprometidas como pudiera ser, qué se yo, un olmo seco, por mucho que se le viera reverdecer o un simple arbusto en una colina, por mucho que al poeta le evocara el infinito.
Pues no conformándose con el gobierno, es decir con arreglar los problemas del presente, tantas veces se recurre a algo mucho más fácil y redituable: plantear futuros nuevos
Uno de los grandes aciertos del libro de Granés es que añade al debate un nuevo punto de vista, polémico, cuestionable como todos, pero sumamente propositivo. Una de sus tesis principales podría resumirse de la siguiente manera: la militancia ideológica de escritores y artistas y, ya que estamos, la dislocación política y el dualismo económico, rasgos todos ellos que en cierta manera caracterizan la historia latinoamericana, no habrían de explicarse exclusivamente en el fallido pero constante intento de arreglar la distopía social en que América Latina en ocasiones parecía haberse convertido: venían dados precisamente por el incansable intento de desplegar en ella innumerables utopías. Utopías de todo tipo e ideología, da igual, cristianas, científicas o positivistas, racialistas o revolucionarias, neoliberales o populistas, que de todo ello se ha dado en América (“la utopía es americana”, como dejó dicho el venezolano Uslar Pietri). No sería, por tanto, que el rezago económico o la desigualdad social fueran de tal calado que sólo un gran sueño político, siempre con su innegociable paladín al frente, pudieran arreglarlos; es que tales desarreglos habían sido al menos agravados por una interminable genealogía de mesías, de refundaciones nacionales y de historias salvíficas que, claro está, nunca se cumplían. Piénsese por ejemplo en la autodenominada Cuarta transformación del presidente actual de la Republicana Mexicana, Andrés Manuel López Obrador. Cuarta, se entiende, tras la Independencia (1821), la Reforma (1857), la Revolución (1910) y (por supuesto) él mismo, quien vendría a culminar la obra del país y, por qué no, la historia. Y es que siendo cierto que América Latina ha sufrido toda clase de perversas dependencias, no lo es menos que ha estado cautiva de otras tantas, imaginadas e inacabables, emancipaciones. Pues no conformándose con el gobierno, es decir con arreglar los problemas del presente, tantas veces se recurre a algo mucho más fácil y redituable: plantear futuros nuevos. Carlos Granés nos muestra cómo el resultado de aquellos unánimes destinos colectivos, de unos relatos nacionales una y otra vez tensionados, sería muchas veces la orgullosa reivindicación de lo propio, la melancolía de lo concluso.
En definitiva, uno puede abstenerse del ejercicio del gobierno o del funcionamiento de las instituciones, por definición imperfectos y hasta aburridos, y quizás entonces dedicarse a la poesía o a la pintura de paisaje, pero ¿quién puede abstenerse de una utopía en marcha? La utopía imaginada, esto es, aquella que parte de la literatura y dibuja mundos nuevos (incluidos también los políticos) sigue maravillándonos, especialmente en América, tierra de donde sin duda es oriunda. La utopía que patrocina el Estado, la utopía institucionalizada, esa suele derivar en delirio.