No sé si defender hoy el legado cultural, sentimental, filosófico, humanístico y científico de lo que un día se llamó Occidente pudiera llegar a constituir delito de lesa multiculturalidad y ser considerado un acto xenófobo y eurocéntrico desde determinada óptica posmoderna. Es posible. Me da igual.
Uno sigue todavía bajo la náusea y el estremecimiento causados por el vil asesinato de Samuel Paty profesor de secundaria francés degollado por mostrar en su clase las viñetas de Mahoma de la revista Charlie Hebdo. Las mismas viñetas de la revista satírica e irreverente tout court que ya sirvieron como pretexto para la atroz carnicería del 7 de enero de 2015 y otros asesinatos.
Bajo este triste influjo recuerdo un libro que leí hace unos años. Memoria contra la religión, escrito por el francés Jean Meslier. Creo que la edición de 2010, a cargo de la editorial Laetoli, fue la primera traducción de este autor al español.
Jean Meslier (1664-1729) nació en Mazerny, un villorrio de apenas hoy cien habitantes. Durante prácticamente toda su vida Meslier fue un discreto y afable cura católico. Pero a su muerte se encontraron varios manuscritos dirigidos a sus antiguos feligreses en los que éste preconizaba ideas radicalmente ateas, fervientemente materialistas y una doctrina igualitarista que podríamos emparentar con un primitivo comunismo libertario. Nada menos.
Meslier en su obra empleaba su familiaridad con la doctrina de la fe para tratar de desmontar racionalmente los principales dogmas católicos al tiempo que denunciaba las manipulaciones de la Iglesia y su alianza oscurantista con los poderosos. Fue varios pasos (saltos) más allá de lo que irían Voltaire, La Mettrie, Diderot o el barón d’Holbach, entrando con razón y con honores en el majestuoso e imprescindible Les ultres des lumieres (los ultras de las luces) de Michael Onfray.
El modesto párroco sabía perfectamente que lo suyo no podía publicarse en vida. Por ello dejó programada y en manos de su albacea una bomba de relojería para cuando sus enemigos ya sólo pudieran maldecir y condenar su alma, pero no quebrar su cuerpo. En la carta dirigida a sus feligreses se amparaba ante “el tribunal de la recta razón, al tribunal de la justicia y la equidad”, sabedor de que un tribunal más pedestre –uno compuesto por hombres y no por luminarias- no hubiera encontrado motivos para la benevolencia.
Occidente, eso que un día se llamó Occidente -y particularmente Europa- ha llegado a ser un espacio tolerancia, respeto a la libertad individual y a los derechos humanos, en gran medida gracias a agitadores incómodos como Meslier. A oscuras y a la contra avanzaron también las ciencias, los saberes y se fueron perfilando los límites de lo conocido.
Europa llega a la idea de la tolerancia fundamentalmente por el terrible drenaje de sangre que supusieron los conflictos religiosos entre católicos y protestantes y la pretensión de homogeneidad
Y por la sangre. Europa llega a la idea de la tolerancia fundamentalmente por el terrible drenaje de sangre que supusieron los conflictos religiosos entre católicos y protestantes y la pretensión de homogeneidad. La tolerancia como tregua o reparto inestable, como un arreglo precario plasmado en un tratado de paz (el de Augsburgo de 1555) pero que ha terminado cristalizando en nuestro ADN y en nuestras constituciones políticas antes o después, no sin retrocesos, no sin amenazas, no sin renovados cataclismos (incluso bien entrado el siglo XX).
Meslier, en su carta a los parroquianos sabía que la publicación de su obra iba a “suscitar y atraer la cólera e indignación de los sacerdotes y tiranos, que me perseguirán y me tratarán lo más indigna e injuriosamente que puedan con el fin de vengarse”.
revindicaba el derecho a cuestionar, a cuestionarse, a desacralizar, a retorcer lo convenido, a discutir sobre la base de argumentos razonables
Meslier, no queriendo ser mártir nos enseñó que en realidad no debería ser necesario serlo “sólo” por defender unas ideas heterodoxas. Que debería bastar, desde la contraparte, con ignorarlas o rebatirlas con otras mejores. En esencia, revindicaba el derecho a cuestionar, a cuestionarse, a desacralizar, a retorcer lo convenido, a discutir sobre la base de argumentos razonables sin que a uno le corten el cuello o le destrocen la vida por ello.
Algo parecido a lo que intentaba el profesor de secundaria Samuel Paty. “Pensad, discutid, rebatid los argumentos del compañero, apasionaos”, imagino que le diría a sus alumnos en esa, su última clase, en la que representó lo que muchos pensamos que debe ser un buen profesor.
Eso es Occidente. Ese es nuestro modo de vida. Hoy lo llamamos libertad de expresión, secularismo, separación Iglesia-Estado. No siempre fue así.
Paty fue degollado porque unos fanáticos no soportaron su libertad, como no soportaron la libertad de los 12 dibujantes del semanario en 2015. Paty, como Meslier, no tenía ninguna intención de convertirse en mártir y no debería haberlo sido.
Preocupan, naturalmente, los fanáticos y sus justificadores inmediatos. Donde no lleguen los valores de la República, donde no alcancen la escuela laica o maestros como Samuel habrán de seguir llegando las fuerzas de seguridad y el código penal.
Pero preocupan también los que llegan a establecer una demencial equivalencia entre dibujar o mostrar unas caricaturas y la comisión de un asesinato a sangre fría
Pero preocupan también los que llegan a establecer una demencial equivalencia entre dibujar o mostrar unas caricaturas y la comisión de un asesinato a sangre fría. Quienes, en aras de un supuesto –por inexistente- derecho a no ser ofendido junto con el correlativo “deber de no ofender” exigen a una revista satírica una mirada circunspecta sobre la realidad, una responsabilidad, un reparo y una pulcritud que en modo alguno le corresponde observar más acá, de nuevo, del código penal. Que pasen los humoristas, los profesores, los artistas, los políticos y los ciudadanos a aplicarse una infame censura previa fundada en el miedo y en la renuncia para reconocer, en última instancia, que los victimarios tienen razón. Que se haga sólo burla de los católicos y del papa (es seguro: ya han perdido los dientes de antaño).
Naturalmente uno tiene derecho a manifestar que se siente ofendido o contrariado por algo que sucede en la esfera pública pero nadie puede obligar a los demás a que se callen para no ofenderle. Nadie puede sostenerlo y llamarse demócrata y republicano al mismo tiempo… aunque acuda a la más sofisticada teoría “comunitarista” del más sofisticado y progresista (sic) departamento de universidad anglosajona. Sobre esta premisa –y otras igualmente relevantes- asentamos nuestra convivencia pacífica lejos de la tiranía.
Como ha defendido estos días Macron, convirtiéndose un poco en el presidente de la república europea: nuestros países no pueden consentir la excepción ni el separatismo identitario.
De la observación del mundo y de la lectura de la historia podemos concluir que lo más sustancial de lo que un día se llamó Occidente constituye en realidad una excepción preciosa (y frágil). Una novedad de unos cuantos siglos, como si dijéramos. Basta un recuento y un recuerdo para percibir que las sociedades abiertas basadas en los derechos humanos y la tolerancia y los regímenes políticos en los que la maquinaria represiva del Estado no sirve para imponer una moral, una cosmovisión política o una religión determinadas sino para defender las libertades efectivas de todos, no son y no han sido precisamente la norma.
Esto que somos (esto que hemos llegado a ser) hay que defenderlo como una bandera. Hoy es la francesa… empuñada como lo haría la brava Marianne del cuadro de Delacroix: a pecho descubierto y con el rostro sereno. Ni mártires ni héroes, sólo libres.