El pueblo vizcaíno de Zaldíbar saltó infaustamente a la fama el día 6 de febrero de 2020. A pesar del invierno suave y seco, una montaña de detritos inexplicablemente situada sobre la autopista de Bilbao a San Sebastián, técnicamente un vertedero controlado de residuos industriales inertes y reciclables, se desmoronó sin aviso previo, arrastrando a dos trabajadores, Joaquín Beltrán y Alberto Sololuze, y ocupando dos carriles de la carretera. Sólo la casualidad evitó más víctimas en una autopista muy concurrida.
A continuación estalló un incendio también inexplicable, vomitando una gran nube de humo negro que el viento del sur –causa de la sequedad y suavidad del tiempo- empujó hacia las vecinas Ermua y Eibar, dos pequeñas ciudades industriales cuyos habitantes, con los de Zaldíbar -en total casi 50.000-, quedaron expuestos, sin saberlo, a respirar durante dos semanas dioxinas y otros compuestos tóxicos, acumulables en el organismo de los seres vivos y potencialmente cancerígenos.
El rescate de los dos trabajadores sepultados quedó abandonado al poco de comenzar por la inestabilidad del terreno y el riesgo de nuevos derrumbes
El rescate de los dos trabajadores sepultados quedó abandonado al poco de comenzar por la inestabilidad del terreno y el riesgo de nuevos derrumbes, unido a la presencia de desechos tóxicos que no deberían estar allí, como grandes cantidades de amianto. Añadamos que el gran incendio no se podía apagar con agua al estar alimentado por potentes emanaciones de gas metano, producto de grandes acumulaciones de desechos orgánicos también inesperados. Las imágenes mostraban una gran montaña artificial de tierra oscura e inmensas cantidades de plásticos y bultos de todo tipo, desmoronados entre la maquinaria destrozada.
La primera reacción de las autoridades –vascas y por eso muy españolas- fue quitar importancia al suceso, tranquilizar a la población afectada asegurando que no había riesgo alguno de contaminación ni de nuevos derrumbes, anunciar el pronto restablecimiento de la circulación por la vital autopista y, asombrosamente, obviar la evidente renuncia a rescatar a los dos trabajadores sepultados en vida a los que, de facto, se dio por muertos e irrecuperables por la peligrosidad de las operaciones.
En flagrante contradicción con los mensajes del ejecutivo vasco, las autoridades sanitarias aconsejaron a los vecinos no hacer deporte al aire libre, encerrarse en sus casas cerrando las ventanas, e impedir a los niños salir al patio en las escuelas, aunque desestimaron el uso de mascarillas protectoras (como las popularizadas esos días por el coronavirus de Wuhan) debido a su ineficacia. Los vecinos se quejaban de dolor de cabeza y picor de garganta; la Liga optó por suspender el partido del domingo entre el Eibar y la Real Sociedad. También se sugirió a las embarazadas no salir a la calle o, mejor aún, salir temporalmente de la comarca.
Los análisis revelaron –quitándole importancia- la presencia de amonio y metales pesados en los arroyos y manantiales de la zona. Algunos agricultores afectados, y muchos clientes habituales, renunciaron preventivamente a comer los productos de sus huertas. Días después se supo que un indolente Gobierno Vasco había rechazado la oferta de ayuda de la UME militar, arguyendo disponer de los medios necesarios para resolver el accidente, aunque en el vertedero nadie veía tales medios por ninguna parte, a excepción de los ertzainas con perros tratando de localizar los cuerpos entre la montaña de detritos, y algunos técnicos midiendo la catástrofe enfundados en trajes protectores.
El lehendakari Urkullu tardó cuatro días en salvar los 45 kilómetros que separan el vertedero de su despacho en Vitoria
El lehendakari Urkullu tardó cuatro días en salvar los 45 kilómetros que separan el vertedero de su despacho en Vitoria. Una vez allí, entonó una leve y gélida autocrítica que sólo corregía parcialmente las declaraciones previas de sus subordinados en el sentido de que el accidente era totalmente imprevisible, de que por lo demás todo estaba en orden, y de que pronto se rescataría los cuerpos de los desaparecidos. Tampoco se declaró una alerta sanitaria pese a que el incendio seguía vomitando dioxinas y otros compuestos tóxicos.
Las familias de los desaparecidos se reunieron con Íñigo Urkullu y el consejero del ramo y exalcalde socialista de Eibar, Iñaki Arriola, quien salió lívido del encuentro porque las familias denunciaron sin tapujos la pereza, lejanía e incompetencia demostrada por empresa y autoridades vascas. Y no sólo por ellas: pese a la magnitud del desastre, aparte del ofrecimiento de la UME ninguna autoridad ni miembro del Gobierno nacional hizo la más mínima declaración al respecto ni se desplazó a la zona. El accidente bien podía haber ocurrido en Marte y no en Vizcaya, España.
Sólo tras la denuncia de las familias y las primeras manifestaciones de protesta de los vecinos afectados el derrumbe de Zaldíbar salió de los medios locales y las redes sociales para llegar a la portada de periódicos y grandes medios nacionales. Es decir, cuatro o cinco días después de que la noticia y sus implicaciones fueran abordadas en Twitter y otras redes sociales (mi cuenta trató del asunto), y habiendo de por medio dos trabajadores desaparecidos pendientes de rescate.
Cuatro días de escasa atención informativa: los mismos que tardó el Gobierno Vasco en incorporar geólogos e ingenieros al equipo de expertos del rescate. Estos coincidieron, sin excepciones, en que el terreno era muy inestable y peligroso, con alto riesgo de avalancha –lo que obligaba a proceder con muchas precauciones para encontrar los cuerpos-, y en que el fuego era alimentado por metano y otras sustancias inflamables que no deberían estar ahí, comenzando por desechos industriales altamente tóxicos camuflados bajo vertidos y pilas de materiales inertes y reciclables, dispuestas para engañar a una inspección técnica aparentemente poco avispada, si no negligente.
Vecinos y trabajadores del vertedero testimoniaron que allí se almacenaban sin control amianto y otras sustancias peligrosas de modo ilegal
Vecinos y trabajadores del vertedero testimoniaron que allí se almacenaban sin control amianto y otras sustancias peligrosas de modo ilegal (resultó ser vox populi), y también basura orgánica, incluyendo camiones de pescado averiado, la abundante fuente del metano inflamado. Añadieron que era fácil encontrar por las carreteras de esos valles industriales camiones despistados de terceros países preguntando por el vertedero tras hacer centenares de kilómetros con carga desconocida. Algunos transportistas locales declararon haber transportado allí grandes cantidades de amianto.
Así pues, el trágico derrumbe ha servido para poner sobre la mesa varias verdades incómodas: que el vertedero, con licencia para operar hasta al menos 2042, deberá cerrar el año que viene al estar más que saturado; que dicho vertedero es en realidad el único autorizado y en funcionamiento para recibir los desechos industriales de una comunidad altamente industrializada, por lo que los desechos deberán exportarse (a un alto precio) a vertederos de comunidades vecinas que quieran recibirlos (como ya pasó con la basura de Guipúzcoa debido al proyecto de “cero residuos” del gobierno foral de Bildu y la paralización de una incineradora en construcción, a la que me referiré más abajo); que la actividad de reciclaje y clasificación de desechos era sólo aparente, sin que la inspección técnica se percatara de ello; que el vertedero supuestamente altamente controlado recibía muchos más residuos de los que podía admitir y de tipos prohibidos expresamente en la concesión; que debido a la manga ancha para verter cualquier cosa tenía clientes de otros países que en Zaldíbar se deshacían, a bajo precio, de basura y residuos mucho más caros en vertederos debidamente supervisados y gestionados.
Nacionalismo y basura, una larga interacción
Todo esto ocurría no en algún país africano, asiático o sudamericano de tradicional descontrol y corrupción en la materia, sino en la Comunidad Autónoma Vasca, casi ininterrumpidamente gobernada por nacionalistas desde 1977 en base, a decir de muchos y no sólo de nacionalistas ni mucho menos, a la calidad, profesionalidad y cuidada gestión de las infraestructuras, la industria y el medio ambiente. Todo ello ha resultado ser otra farsa más, trágicamente desmentida por los hechos.
El inesperado pero nada inexplicable derrumbe de esta montaña de basura ha puesto al descubierto, bajo la nube tóxica, que el vertedero de Zaldíbar era un negocio corrupto y redondo lleno de ilegalidades, sólo comprensibles por efecto de la protección política; que la inspección en realidad no funcionaba y era fácil de burlar o ignorar; que las exigentes leyes medioambientales fueron violadas sistemáticamente donde más falta hacían; que se ocultaba a los vecinos la peligrosidad potencial de los residuos allí almacenados, y la inestabilidad de la propia montaña de basura sobre la autopista que toman a diario; que la salud y seguridad de los 50.000 vecinos afectados no era una prioridad para las autoridades superiores, ocupadas en tapar el accidente y blanquear responsabilidades; que los medios de comunicación no cumplieron con su labor informativa hasta que el escándalo era demasiado ruidoso para ignorarlo (y que incluso después fueron demasiado comprensivos con declaraciones oficiales y oficiosas favorables al ejecutivo, cuando no mentían descaradamente); y finalmente, pero no en último lugar, que la trágica muerte en accidente laboral de dos empleados fue soslayada desde el principio como un hecho luctuoso, pero en realidad asumible y no merecedor de mayores esfuerzos que un tardío y frío pésame oficial a las familias. También de un gesto hipócrita de falsa intimidad y cercanía típicamente vasco: pasaron a llamarse “Alberto y Joaquín”, sin su apellido, como amigos o familiares, incluso en las declaraciones oficiales.
Tal cadena de despropósitos sería incomprensible si se soslayara que el vertedero de Zaldíbar almacenaba tanto residuos industriales como mentiras empresariales y, sobre todo, mentiras políticas. Esto ha sido posible, en una sociedad material y económicamente tan bien dotada como la vasca, porque esta misma sociedad duerme acunada por el discurso sobre su propia excelencia y superioridad emitido desde las alturas políticas, y repetido a diario por la práctica totalidad de los medios de comunicación.
sólo en un mundo mental semejante puede comprenderse que se abandone a su suerte, casi desde el principio y sin mayor comentario ni búsqueda de alternativa, a dos personas accidentadas e inmediatamente dadas por muertas
Un discurso onanista compartido y consumido por la mayoría social, complacida por el mérito de vivir en un territorio político bendecido por privilegios entendidos como derechos ganados por méritos exclusivos. Sólo en una sociedad dirigida por políticos acostumbrados a la rutina de funerales de asesinatos terroristas y a pésames superficiales, puramente formales, donde asesinatos y atentados se veían como baches en el largo camino triunfal de la construcción nacional (y baches rellenados con una declaración de circunstancias), sólo en un mundo mental semejante puede comprenderse que se abandone a su suerte, casi desde el principio y sin mayor comentario ni búsqueda de alternativa, a dos personas accidentadas e inmediatamente dadas por muertas.
Sólo en un universo donde la negociación con una banda terrorista derrotada es presentada como la paz, a los verdugos como ciudadanos reinsertados a reconocer y a sus víctimas como resentidos a olvidar, es posible que la principal preocupación de las instituciones sea negar la tragedia y reconvertir tanta incompetencia y complicidad en solicitud e inocencia. Tienen a un público dispuesto a pagar por ver otra vez la vieja comedia, pues las sociedades infantilizadas prefieren, como los niños, disfrutar con la repetición del mismo cuento sin intriga. La idea de que la política corrupta y la inmoralidad social causan desastres y tragedias le resulta totalmente ajena.
Viene a cuento recordar que Bildu y Sortu, las dos marcas políticas herederas de ETA-Batasuna, sufrieron una grave crisis electoral, con la pérdida de numerosas alcaldías y de la Diputación de Guipúzcoa, sólo tras empeñarse en imponer un demencial y sucio sistema de recogida de basuras domésticas puerta a puerta que debía permitir clausurar la única incineradora en construcción de la provincia con la quimera “residuos cero”. La razón invocada para prescindir de la incineradora era ¡que producía dioxinas! En realidad, la basura remanente era exportada a un alto precio a otras provincias, o incinerada clandestinamente, de noche, en cierta fábrica cementera.
El sistema de basuras bildutarra imponía un horario rígido que impedía a los vecinos depositar sus bolsas en los contenedores a la hora que quisieran (obligándoles a estar en su domicilio cuando se les ordenaba por este procedimiento, o a llevar clandestinamente su basura al pueblo vecino), y liquidaba también el anonimato de los residuos domésticos, depositados en un cubo personalizado y sometidos, con el pretexto del reciclaje absoluto y los “residuos cero”, al escrutinio de los “técnicos” de la empresa creada al efecto que, ¡oh sorpresa!, estaba dirigida y empleaba sólo a gente de cierta ideología.
Esta molesta y maloliente invasión de la privacidad familiar hizo que mucha gente que les votaba sin inmutarse cuando ETA asesinaba, dejara de hacerlo cuando los comisarios políticos metieron la nariz en su basura, ejerciendo así un control insólito en la privacidad, costumbres y horario de los vecinos. La intimidad moral y material de basura y nacionalismo, la continuidad y mutua dependencia que estos hechos ponen de manifiesto, es algo más que una casualidad y mucho más que una anécdota.