“Nadie nace en un cuerpo equivocado”. Titular así un libro parece una provocación. ¿No es cruel e innecesario responder así a quienes tanto sufren por sentirse atrapados en un cuerpo equivocado? También parece una temeridad. ¿No lo es negar la explicación socialmente correcta de la disforia de género, aceptada como si Moisés la hubiese traído grabada en piedra?
¿Por qué nos hemos metido en esto?, se preguntan los autores. Primero, porque les preocupa la “infantilización de la universidad”
¿Por qué nos hemos metido en esto?, se preguntan los autores. Primero, porque les preocupa la “infantilización de la universidad”. Esta es la dedicatoria del libro: “A los estudiantes universitarios, con la esperanza de que encuentren en las páginas de este libro un espacio inseguro para sus ideas, una fuente de desestabilización de prejuicios, y un ejercicio en el que aprecien la diferencia entre la disciplina del trabajo académico y la comodidad de la retórica política”. Estas palabras, además de expresar un deseo, nos advierten que ha llegado a la universidad española un fenómeno surgido en los campus estadounidenses hace más de un lustro: la exigencia de “espacios seguros” (libres de opiniones que puedan resultar ofensivas) y la práctica de la “cultura de la cancelación” (censura, boicot y estigmatización de los ofensores) por parte de ciertos colectivos de alumnos que alternan con igual intensidad fragilidad y ferocidad. La forma de proceder estándar es simple y brutal: impedir la discusión y el debate, presentarse como víctima de la “violencia epistémica” del discrepante -es decir, de sus argumentos- y acusar falsamente a éste de odio. Lo más preocupante es que parte de la comunidad académica alienta estos comportamientos o los consiente, haciendo posible que lo políticamente correcto se imponga a lo correcto científicamente (que, en un primer momento, no deberíamos referir a ningún contenido concreto, sino a lo formalmente correcto, y no hay nada más formalmente incorrecto que imponer un contenido concreto, aunque se crea que Moisés la ha traído grabado en piedra). Precisamente por la angustia y el dolor que genera la disforia de género, lo que importa no es tener razón, sino usarla; no prohibir el debate, sino fomentarlo; someter el sentimentalismo a la razón en los foros mediático, político y, sobre todo, académico. A ello pretende contribuir el libro reseñado.
La segunda razón es que les preocupa el explosivo aumento de la disforia de género. Los autores insisten en que no cuestionan la realidad de las experiencias que narran quienes dicen hallarse encerrados en un cuerpo equivocado, ni el sufrimiento que ello les genera. No discuten que la disforia de género sentida sea un hecho real, sino cómo se ha hecho real. Diversos problemas característicos de la infancia y la adolescencia pueden estar involucrados en la disforia de género, de modo que sería conveniente considerar cada caso antes de emprender la transición fármaco-quirúrgica (transitar de varón a hembra o viceversa mediante terapia hormonal y cirugía de reasignación sexual). El apoyo incondicional al autodiagnóstico del niño o del adolescente es una insensatez que puede contribuir a empeorar el problema que se pretende aliviar. Quienes aceptan sin más la interpretación que las personas dan de su disforia de género pasan por alto -señalan los autores- al menos tres conocimientos establecidos en psicología: la importancia de la evaluación, la influenciabilidad social y la inestabilidad de los sentimientos, sobre todo en la infancia y la adolescencia.
Lo que los autores cuestionan es que la única solución sea la transición fármaco-quirúrgica, lo cual no significa que ésta no sea una solución satisfactoria para algunas personas; y cuestionan los conocimientos, cuando no las intenciones, de quienes la ofrecen como única opción sin importar ni edad ni circunstancias. Y no dudan de la mala fe de quienes intimidan y apresuran a los padres para que elijan para sus hijos la solución fármaco-quirúrgica (“cuanto antes mejor”) e intentan convencer a los afectados de que quienes ofrecen otras opciones lo hacen porque los odian. La alternativa a tanto disparate, aseguran los autores, empieza por romper el entorno hostil creado por el activismo queer a costa de la evidencia científica y, lo más grave, a costa de las personas con disforia, sobre todo de niños y adolescentes.
El sexo femenino existe, y porque existe es por lo que existe el feminismo como proyecto filosófico-político. Existía hasta que el “delirio queer” (así lo llama Amelia Valcárcel en el prólogo) sentenció que “el sexo no tiene existencia real, sino que es un constructo más específicamente, un constructo performativo”. Tal delirio, señala Valcárcel, es un síndrome que afecta a colectivos sociales caracterizado por integrar una creencia como si fuera un hecho objetivo. El hecho objetivo, sin embargo, es que desde hace seiscientos millones de años existe un binarismo sexual implacable: no hay espermatóvulos ni ovulozoides, no hay situaciones intermedias entre fecundar y gestar. La función de la sexualidad binaria es reproductiva. La ciencia es absolutamente coherente con la distinción funcional (sexual/reproductiva) entre hombres y mujeres que venimos haciendo desde que hablamos. Distinción, insisten los autores, que es universal (no hay cultura que no la practique) no porque el cisheteropatriarcado lo sea, sino porque el lenguaje recoge distinciones relevantes, funcionalmente útiles, tan universalmente relevantes como día/noche, frío/calor, vivo/muerto y, claro está, hombre/mujer.
Otra cosa es el género, que la teoría queer confunde con el sexo, borrando a la mujer como sujeto político en lo que podríamos llamar “vuelta del revés del feminismo”. “Género” es uno de los mayores hallazgos conceptuales del feminismo. En contraposición al sexo, que viene determinado por la naturaleza, el género es la construcción social y cultural que define los diferentes comportamientos que cada sociedad asigna como propios y naturales de hombres y mujeres. Así, cuando se dice “ha sido un niño”, se constata (no “asigna” el cisheteropatriarcado hecho carne en una matrona, como si el bebé viniera sin sexo e hiciera falta nombrarlo para que lo tuviera) que en la reproducción aportará un gameto pequeño y móvil que se introducirá en el cuerpo de otro progenitor para fecundar el otro gameto; pero también se determina que a la criatura se le asignarán (ahora sí) unos estereotipos sexuales (el género), unos modos de comportarse “apropiados” a su sexo que, si bien no son naturales, no son arbitrarios.
¿Qué quiere decir “nacido en un cuerpo equivocado? Que hay un alma independiente del cuerpo y que algo o alguien la insufla en un cuerpo que no le corresponde. Esto supone aceptar el tradicional dualismo alma/cuerpo (o mente/cuerpo o cuerpo/cerebro), lo cual, por supuesto, no hace la muy progresista y rompedora teoría queer. Sin embargo, esta es la explicación preferida por el público en general y, sobre todo, por las propias personas con disforia de género. Insisten los autores en que no es discutible la sinceridad de quien dice haber nacido en un cuerpo equivocado; lo discutible es el concepto mismo, el cual comporta un dualismo inaceptable que -esto es muy significativo- sólo se acepta para explicar la disforia de género porque de él se puede concluir que la única solución a la disforia de género es el “ajuste” fármaco-quirúrgico del cuerpo a la mente (al alma o al cerebro).
También se puede querer decir que el ser humano es una tabla rasa que se puede modelar por completo, sin limitación alguna. Es lo propio del constructivismo radical posmoderno, de donde sale la teoría queer, cuya falla fundamental, en lo que respecta a la disforia de género, son las flagrantes contradicciones que “repugnan a la razón y al sentido común”: 1) Si somos una tabla rasa, si todo es construido socialmente, ¿cómo es posible la existencia de un “yo real” innato -la identidad sentida- atrapado en un cuerpo equivocado? 2) Se insiste en la despatologización de la disforia de género al mismo tiempo que se patologiza al máximo al considerar como su única solución la vía farmacológica y quirúrgica; solución que, por otra parte, no puede ser total, puesto que siempre quedarán “residuos equivocados”, como, por ejemplo, la imposibilidad de gestar o de producir espermatozoides. 3) El “yo real” es distinto del cuerpo y a la vez el cuerpo ha de sustentar al “yo real” (o dicho de otro modo: si no son los caracteres sexuales primarios y secundarios lo que nos hace hombre o mujer, la transición, que consiste precisamente en modificar esos caracteres, no debería ser la única solución a la disforia). 4) Si el sexo no es binario, ¿por qué promueve la transición de un sexo a otro? ¿Por qué es de vital importancia adquirir los caracteres sexuales primarios y secundarios determinados por el binarismo sexual. 5) Decir que basta sentirse hombre o mujer para serlo supone definir “hombre” o “mujer” ignorando el primer requisito de una definición, esto es, que no se puede incluir lo definido en la definición, lo que ocurre cuando se define “mujer” afirmando que es mujer quien se siente mujer (circularismo que permite la inversa: ¿quién se siente mujer? Las mujeres). En puridad, no es una definición, sino una contraseña que identifica a los “políticamente despiertos” (woke). 6) Se repite machaconamente que debemos luchar contra los estereotipos sexistas (cosa justa y necesaria) a la vez que se establecen como medida de nuestro “yo real”. Se elaboran protocolos de obligado cumplimiento para los centros educativos en los que se pide al profesorado que identifique comportamientos de género socialmente inesperados para detectar una posible disforia de género. Uno de ellos, el elaborado por el Gobierno Vasco (advierten los autores que es completamente representativo de los elaborados por otras trece comunidades autónomas), ordena que cuando se observen en un alumno comportamientos no coincidentes con los que se espera de su sexo asignado, se comunicará al equipo directivo del centro, quien valorará hablar con el alumno y se reunirá con los representantes legales del menor, a fin de contrastar y valorar la información. Es decir, que si una niña prefiere jugar al fútbol con los niños hay que hacerle un seguimiento por si esto fuera un síntoma de disforia de género. Buena forma de luchar contra los estereotipos sexistas: en lugar de normalizar el comportamiento “varonil” de una niña, nuestras administraciones educativas autonómicas ordenan al profesorado ¡cuestionar el sexo de una niña porque hace cosas que consideran propias de niño!
En cuanto al éxito de un discurso tan antirracionalista, relativista, subjetivista e individualista como el de la teoría queer, los autores lo atribuyen a dos circunstancias
En cuanto al éxito de un discurso tan antirracionalista, relativista, subjetivista e individualista como el de la teoría queer, los autores lo atribuyen a dos circunstancias. Por un lado, al fanatismo de la “Santa Inqueersición” y la “transfobofobia” que ésta inspira (el miedo a que le endilguen a uno el sambenito “tránsfobo”). Que la teoría queer sea asumida por buena parte de la sociedad se debe, en efecto, a un feroz activismo y al interés comercial de un producto de moda que juega con una ventaja, la que concede un feroz activismo que fuerza a comprarlo. Por otro lado, a la “inesperada convergencia entre la izquierda y la derecha”. La izquierda identitaria ha sustituido las condiciones económicas y sociales (los trabajadores) por las identidades (nacionales, de género, raza, sexo, especie, etc.), y al hacerlo trabaja en la producción de sujetos cuyos deseos satisface el capitalismo neoliberal.
Una de las tesis fundamentales del libro es, pues, que el individualismo extremo y el narcisismo de la sociedad neoliberal han hecho posible el éxito de la teoría queer y del generismo. Pero hay una única manera en que el individualismo extremo puede compatibilizarse con el identitarismo: resolviéndose colectivamente, lo que ocurre cuando los individuos buscan seguridad y amparo en colectivos uniformados e impermeables a otros colectivos e individuos que les ofenden y agreden con otras formas de pensar. Justamente eso es lo que está pasando y lo que los autores no han visto: atentos a esa “convergencia izquierda-derecha”, no se fijan en que el individualismo extremo y el identitarismo convergen políticamente en el populismo y no en el neoliberalismo. El individuo narcisista agrupado en colectivos necesita de un populismo (enemigo de un neoliberalismo que en buena parte inventa) que atienda a sus demandas; necesita a la izquierda identitaria que, como dicen los autores, sustituye las condiciones económicas y sociales por las identidades (sólo el identitarismo nacional y étnico es propio de una derecha no precisamente liberal… y de una izquierda nacionalista que en España conocemos muy bien. Poco liberalismo por este lado).
Y el populismo necesita a esos colectivos resentidos que demandan lo que él ofrece, por eso estimula en ellos la irracionalidad, el sentimentalismo y el victimismo.
Y el populismo necesita a esos colectivos resentidos que demandan lo que él ofrece, por eso estimula en ellos la irracionalidad, el sentimentalismo y el victimismo. El identitarismo y el populismo se retroalimentan, no son nada el uno sin el otro. Lo esencial del populismo es que apela a la voluntad popular como pretexto para imponerse. Y esa voluntad popular la encarnan individuos agrupados en colectivos que demandan derechos colectivos específicos. Nada que ver con los individuos distintos pero iguales de la democracia liberal que exigen derechos individuales para todos; derechos garantizados por una legalidad que no puede quebrarse pretextando los deseos de una voluntad popular distribuida en colectivos. “Neoliberal”, además, se ha convertido en un rótulo del que se abusa hasta el punto de llamar “neoliberales”, por ejemplo, a los Estados de la Unión Europea que controlan directamente la mitad del PIB nacional, los mismos Estados que hacen leyes de género y financian políticas de género, Estados cada vez más extractivos y entrometidos. ¿No están los autores a favor de políticas liberales que conceden en asuntos tan delicados más capacidad de decisión a las personas afectadas y a los psicólogos y menos a los políticos metomentodo y a los lobbys feroces? Precisamente esa es una de sus propuestas.
“Nadie nace en un cuerpo equivocado”. Un título provocativo. Un libro que analiza la identidad de género y la teoría queer a contracorriente, es decir, sin concesiones a la corrección política, valioso por su contenido y también por su mera existencia, índice de que no hay teorías indiscutibles ni proyectos sociopolíticos incuestionables.
NADIE NACE EN UN CUERPO EQUIVOCADO
José Errasti y Marino Pérez Álvarez. Prólogo de Amelia Valcárcel.
Deusto, 2022, 296 páginas.