Una de las mayores batallas entre la sociedad civil con sus leyes laicas y la mentalidad religiosa que pretende someterlo todo a inapelables normas divinas es la de distinguir entre delitos y pecados. El gran jurista ilustrado Cesare Beccaria se ocupó de este tema en el XVIII y a partir de él Voltaire y otros. Para el ilustrado, sólo los delitos son agresiones socialmente punibles según un código establecido de acuerdo con baremos humanos: los pecados dependen de la conciencia de cada cual y de su creencia en preceptos divinos…si es que esa fe existe. En cambio el creyente, sobre todo si tiene tendencia al fanatismo, sostiene que la sociedad debe someterse a las normas dictadas desde los cielos, que están por encima de cualquier código humano. Para ser justas, las leyes deben sancionar lo que los mandamientos divinos consideran punible y los jueces tienen que ser el brazo secular de los teólogos. En cambio, quien obra de acuerdo con la fe no puede delinquir, aunque perpetre lo que terrenalmente parecen atrocidades…
El asentamiento moderno de la democracia ha consistido hasta ahora en preservar las leyes civiles del contagio con dogmas teológicos
El asentamiento moderno de la democracia ha consistido hasta ahora en preservar las leyes civiles del contagio con dogmas teológicos. Y los grupos sociales que consideran los preceptos religiosos superiores a cualquier norma laica constituyen potenciales enemigos de la democracia y a veces un efectivo peligro para la convivencia dentro de ella. Es el caso, de ningún modo único, del islamismo radical. Pero actualmente aparecen otros planteamientos religiosos que no responden a las teologías clásicas sino a nuevas idolatrías que, a partir de preocupaciones razonables por problemas reales, crean dogmas hiperbólicos que lo arrollan socialmente todo a su paso. Destacan el ecologismo radical, el animalismo, el antimachismo, etc… Como las antiguas intransigencias teológicas, critican las leyes existentes por su lenidad o hasta complacencia con el mal, advierten de inmediatos apocalipsis, exigen un cambio de las costumbres sin admitir disconformes y señalan culpables individuales o genéricos para los que no vale la presunción de inocencia ni las habituales garantías jurídicas. En una palabra, se adueñan del espacio de la culpa, convierten las imperfecciones en crímenes y ejercen de jueces, testigos y verdugos.
Sería imposible en el breve espacio de un artículo entrar en una casuística detallada de esas nuevas inquisiciones. Sólo aportaré un ejemplo perteneciente al antimachismo, porque su protagonista es un artista insigne conocido por todos. A sus 78 años y en la cima de su gloria, Plácido Domingo ha sido acusado de haber acosado sexualmente a varias mujeres. Las acusaciones son anónimas, salvo en un caso, no han sido hechas ante instancias oficiales sino ante la prensa, se refieren a sucesos sucedidos hace décadas y no denuncian hechos propiamente delictivos o punibles sino en el peor de los casos comportamientos indebidamente atrevidos o groseros. Por lo visto el gran tenor es un ligón, se aprovecha de su fama para acercarse a mujeres que de otro modo le rehuirían y así a algunas las fastidió con sus requerimientos que en aquel momento no se atrevieron a rechazar abiertamente (otras sin duda estaban encantadas por encandilar al gran hombre). Bueno…¿y qué? Quizá Plácido Domingo tiene defectos, no es un santo…pero aún menos es un delincuente o un apestado moral. Nada de eso justifica que se le impida actuar en teatros o dirigir orquestas, cosas que hace estupendamente a pesar de sus supuestos vicios: hay que ser yanki y estar aterrado por las nuevas inquisiciones para pensar de otro modo. O padecer el mismo síndrome pero a la europea, es decir con el añadido del complejo de inferioridad.
Que hombres con posiciones de influencia y privilegio las aprovechen para acosar indebidamente a mujeres es algo indecente y será una buena noticia saber que esos comportamientos son universalmente rechazados. Pero aceptar que la presunción de inocencia se desvanezca para dar gusto a formas semi-religiosas de histerismo colectivo y manía persecutoria es algo mucho más grave. Nos devuelve a la caza de brujas medievales, aunque ahora sean «brujos» los acusados y brujas las denunciantes. Las acusaciones contra Plácido Domingo equivalen a que un denunciante anónimo nos acusase a cualquiera de nosotros (bueno, a ustedes, en mi caso estaría justificado) de habernos visto frecuentemente borrachos por la calle y sin más ni mejor argumento se nos sometiese obligatoriamente a una cura de desintoxicación, además de retirarnos por si acaso el permiso de conducir. Pero me callo, no quiero brindar ideas a los nuevos inquisidores…