Mejor no hagas nada - Carlos Martinez Gorriaran

En mi caso, siempre que me pregunto sobre el porqué profundo, no coyuntural o azaroso, de la mala calidad de la democracia española (de su política, de sus élites, de muchas de sus instituciones, e incluso de muchos de sus votantes y ciudadanos) llego a la misma conclusión: llevamos siglos cultivando la pasividad y el cinismo moral y político, y eso no se cambia en un par de intentos, quizás ni en un par de generaciones.

A pesar del escepticismo sobre el concepto de “mentalidad social”, o mentalidad popular, esta existe y ejerce una influencia poderosa

A pesar del escepticismo sobre el concepto de “mentalidad social”, o mentalidad popular, esta existe y ejerce una influencia poderosa. Es lo que Max Weber llamaba “ethos”: el “modo de ser” y de actuar que una sociedad inculca en sus miembros a través de las costumbres, la educación, la experiencia y su sentido común. El sentido común español es pesimista y partidario de la pasividad: del “no te metas”, “no hagas nada que es peor”. Y esa actitud generalizada, contra la que poco pueden los esfuerzos aislados por meritorios que sean, alimenta y mantiene las causas de su propio pesimismo: si estamos seguros de que todo irá mal y nos abstenemos de hacer algo para impedirlo, seguro que todo irá mal. O peor.

La pasada semana ha estado presidida por dos casos de corrupción política: el extremo de la fuga de Puigdemont y la frustrante decisión de la justicia alemana de negar la extradición de este golpista por el delito alemán de alta traición (equivalente, se suponía, al español de rebelión), y el más costumbrista de la polémica en torno al máster que según todos los indicios la Universidad Rey Juan Carlos habría regalado a Cristina Cifuentes falsificando documentos. Ambos comparten, pese a sus diferencias de gravedad, una raíz común: son el resultado de la pasividad, la contemplación y la negativa a actuar cuando y como se debía haber actuado. Inacción que también es una especie de complicidad moral.

Alberto el del bar y la sabiduría ancestral

Aquí puede venir al caso una pequeña anécdota autobiográfica. En mis años de Diputado por UPyD era muy normal acabar la jornada a las tantas, y buscar un bar hospitalario donde picar algo y cambiar de caras y conversación. Era muy corriente que tres o cuatro amigos (y sin embargo compañeros) siguiéramos ese plan hasta las doce de la noche o así, aunque más de una vez me quedaba solo mientras los demás se retiraban a su casa o al hotel. Un bar ideal para esa fase de recuperación era el Patio Andaluz, ya cerrado; estaba al lado de la sede y del Congreso de los Diputados, y a diez minutos de mi apartamento solitario. Ofrecía buena cocina andaluza, ambiente hospitalario y un barero inolvidable, Alberto.

Alberto era sevillano; en su juventud había trabajado en la industria de Suiza y Estados Unidos, hasta que logró su sueño juvenil de picar toros bravos en las plazas más reputadas. Con lo que ahorró abrió ese bar tan añorado. Cuando se iban los últimos clientes era habitual que Alberto y su mujer, una salvadoreña aún más viva que él si fuera posible, cerraran y vinieran a acompañarnos un rato. Les caíamos bien, nos invitaban a otra ronda, no nos trataban como a políticos. Hablábamos de lo divino y lo humano, y por supuesto de la trastienda de la política y su basura escondida.

Alberto escuchaba, preguntaba, añadía sus anécdotas (muchas descacharrantes, de cuando la UCD tuvo la sede nacional encima de su bar y las conjuras contra Suárez iban servidas de raciones de jamón de su barra), y por supuesto opinaba.

No creo que en todos aquellos años dijera menos de cien veces lo que sigue, como compasiva conclusión de algún razonamiento, historia o perorata: “Rosa y ustedes son gente decente y honrada, y por eso mismo no tienen nada que hacer en la política. Se lo digo yo, España no es para gente honrada. Aquí ganan los sinvergüenzas. Van a hundirles y dejar de votarles enseguida.” Así fue; quizás fue un error no contratar a Alberto como estratega político desde el principio, aunque su visión era inevitablemente la del “mejor es que no hagas nada” dicho con toda la simpatía posible, y hacerle caso significaba retirarse de cualquier empresa política decente.

El argumento era más o menos así:

Mejor no hacer nada porque todo el mundo intentará engañarte y abusar de lo que hagas, de manera que al final tampoco servirá para nada.

Mejor no hagas nada porque todo lo que pueda salir mal saldrá mal, y no podrás hacer nada para arreglarlo cuando ya no tenga remedio.

Mejor no hacer nada porque todo está organizado de tal modo que cualquier cosa que intentes será inútil, contraproducente o dañina para ti.

Mejor que no hagas nada porque no debes fiarte de nadie; casi todos mienten, y si la cosa sale bien te envidiarán y calumniarán, y todos creerán solamente a tus detractores. Y si sale mal, la culpa será solo tuya.

Mejor no hacer nada porque al final ocurrirá inevitablemente lo que tenga que pasar. Lo inteligente es preverlo y ponerse a cubierto.

Todas estas advertencias acumulaban sin duda generaciones de experiencia y observación de un país con una historia social muy triste. Pero también el prejuicio inevitable de toda profecía autocumpliente. Si España padece Zapateros, Rajoyes y Puigdemones, y también Iglesias y Riveras es, precisamente, porque la aceptación fatalista de que no se puede hacer nada y hacer algo es peor deja abierta cualquier carrera a los peores, a los pícaros y parásitos, mientras expulsa a los mejores.

Picaresca y quijotismo

Cuando volvía del exilio a la tenebrosa España de Franco en 1942 (siendo republicano, huyó de los rojos para salvar la vida, como Ortega y Gasset o Clara Campoamor), Gregorio Marañón, gran intelectual liberal, escribió un prólogo para una nueva edición de Lazarillo de Tormes. Tras alabar sus cualidades literarias, Marañón concluía con una melancólica reflexión acerca del negativo efecto de la picaresca en la mentalidad española y la imagen del país: “Mucho mal nos han hecho estas historias picarescas, en las que el ingenio inigualado de sus autores dio patente de corso a la bellaquería, y creó en las gentes el desaliento que produce la injusticia entronizada, y ante el mundo engendró la falsa idea de una España desharrapada y cínica”, escribió.

El reconocimiento de la picaresca como un valor positivo no es otra cosa que el rechazo de la virtud cívica como posibilidad: una vida decente y virtuosa es imposible

El reconocimiento de la picaresca como un valor positivo no es otra cosa que el rechazo de la virtud cívica como posibilidad: una vida decente y virtuosa es imposible. Por tanto, para poder vivir lo práctico es aprovecharse, aceptar corruptelas y practicarlas, evitar todo enfrentamiento con la “injusticia entronizada”, es decir, con el poder que pasa de mano en mano sin cambiar de naturaleza aunque cambie de peinado.

Así, la carrera delictiva de Puigdemont y del separatismo catalán con su corrupta clase política es completamente incomprensible al margen del gobierno de la vieja máxima del “mejor no hagas nada”. Durante decenios, los separatistas catalanes no sólo han hecho públicos sus planes, sino que han avanzado en su cumplimiento sin otra oposición que algunas críticas cívicas rápidamente remitidas al limbo de los muertos civiles.

Los separatistas compraban voluntades mediante sobornos y apartaban a los raros insobornables mediante la coacción y el ostracismo, mientras los gobiernos y el establishment español creían que, a su vez, estaban comprando la complicidad de sus aliados favoritos, seguramente por venales, con más poder, más dinero y más tolerancia de sus atropellos sistemáticos. El Lazarillo y el quevedesco buscón Don Pablos convertidos en los estrategas e intelectuales de la democracia española, eso hemos tenido.

Es el propio sistema político español el que ha alentado, facilitado e incluso financiado el intento de golpe de Estado

Es el propio sistema político español el que ha alentado, facilitado e incluso financiado el intento de golpe de Estado a través de transferencias del FLA (Fondo de Liquidez Automática) y deuda pública. El dinero destinado a pagar sueldos públicos y facturas ha ido a un enorme tinglado de Estado alternativo cuyo fracaso no puede ocultar el hecho de que se organizó a la luz del día y con el conocimiento de todos. A los separatistas se les puede acusar de muchas cosas, pero no de ocultar sus intenciones. Y al Gobierno español también, pero no de ignorar lo que estaba pasando ante las propias barbas de Rajoy. ¿Entonces, cómo es posible que haya ocurrido esto?

Ahora es fácil lamentar la decisión de un juez regional alemán que decidía sobre la euroorden de extradición emitida por otro juez español (como soy uno de los pocos que ignoran casi todo sobre el Código Penal y la jurisprudencia alemana no entraré en los aspectos judiciales del caso), pero es inevitable ponerse en la piel de este juez de Schlewig-Hosltein y preguntarse qué consistencia puede tener la acusación del peor crimen de Estado contra un golpista que sale de España como un turista más, y al que el Estado del que huía y le reclama había tolerado todas sus tropelías ilegales hasta el acto de ruptura final, la declaración de independencia de Cataluña que duró ocho segundos. Parece más un payaso entre otros cómicos que un traidor con las manos manchadas de sangre.

Hemos cambiado, pero no en esto: un país de pasivistas

En contra del optimismo de la voluntad, la observación objetiva revela que nada cambia tan despacio como las sociedades, a pesar de la velocidad de los cambios tecnológicos, económicos y geopolíticos. Es cierto que, contra toda previsión, la sociedad española protagonizó al final del franquismo una revolución ética de las costumbres que la han convertido en una de las más tolerantes y abiertas de Occidente en materia sexual o de creencias, pero sin embargo no ha sido capaz de erradicar el lastre de que, ante los problemas activos, la consigna siga siendo “mejor es no hacer nada”.

La extendida precaución de abstenerse por sistema o vivir en la pasividad ante los problemas de tipo político explica que una sociedad por lo demás comparable a la mejor en materia de moralidad privada haya soportado, y soporte, una clase política lamentable: corrupta, incompetente, provinciana, pasiva, cainita (un día sabremos de qué “familia” del PP ha salido la filtración del falso máster de Cristina Cifuentes).

El problema no se limita en absoluto a la llamada clase política, sino que se extiende al conjunto de las llamadas élites, en realidad grupos endogámicos de corte oligopólico, es decir, que mantienen su negocio a base de impedir o dificultar la competencia de terceros que puedan desplazarles, nuestro acreditado “capitalismo de amiguetes”. Lo mismo que decimos de la mayoría de políticos puede decirse de grandes empresarios de todos los sectores, líderes sindicales y patronales, periodistas y académicos influyentes, de supuestos intelectuales y artistas, y de otros grupos con relevancia y poder. Todos ellos surgen y se constituyen mediante la selección negativa, es decir, escogiendo a los peores (que además emparentan entre ellos constituyendo una apellidocracia), pero esta selección sólo es posible debido al principio de “mejor es no hacer nada”, que aparta de la competición a las personas altruistas, competentes y capaces.

“Mejor que no hagas nada” implica una máxima secundaria: y si alguien hace algo, es sospechoso

“Mejor que no hagas nada” implica una máxima secundaria: y si alguien hace algo, es sospechoso. En efecto, si lo prudente es no hacer y ser pasivos, la persona activa será que o persigue fines inconfesables, o sencillamente no comprende la realidad, y es un Quijote. Junto al pícaro, el Quijote completa (quizás con el Don Juan) el gran retablo clásico español de los arquetipos existenciales en materia social: se puede vivir al modo de Lazarillo, o malvivir vapuleado como un Quijote. Sólo un loco puede elegir el vapuleo sinsentido.

Los activistas no gustan, los buscavidas se imitan. Los ganadores son sospechosos, los perdedores, el modelo. No deja de ser elocuente que nadie se haya molestado todavía en escribir una verdadera biografía (no un resumen para escolares) de un gran activista y triunfador de vida apasionante: Juan Sebastián Elcano, del que este año se conmemora el quinto centenario de su vuelta al mundo. Eso lo dice todo de un país y de la imagen negativa que tiene de sí mismo.

Y sin embargo tiene remedio: bastaría son asumir, de verdad, que siempre es mejor hacer algo. Total, la derrota o el no ya lo tienes

Desconfía de los elogios que insisten en el quijotismo de los activistas comprometidos porque connotan más conmiseración que apoyo. Uno puede comprometerse con gente que admira, pero no con alguien compadecido por una conducta de grandeza estética, sí, pero delirante y carente de sentido común. El problema del consejo popular “mejor no es hacer nada” es que produce una nación y sociedad de derrotados antes de haber luchado en nada. Y sin embargo tiene remedio: bastaría son asumir, de verdad, que siempre es mejor hacer algo. Total, la derrota o el no ya lo tienes.