En una reciente entrevista a Lourdes Palma Jiménez, profesora de español en un instituto en Barcelona, la docente contaba una anécdota interesante. Un compañero de su centro de enseñanza, al verla leyendo una Constitución Española, dijo que qué asco y que cómo podía leer eso. Teniendo en cuenta que un estudio reciente recogía que sólo el 15,5% de los españoles dice haber leído la Constitución Española, es esperable que el compañero de la profesora Palma no forma parte de ese grupo minoritario de lectores de la Constitución, pese a lo que cual siente rechazo a la Constitución votada en 1978 por casi el 90% de los votantes.
La del 78 ha permitido siete cambios de presidente del gobierno (Suárez, Calvo-Sotelo, González, Aznar, Rodríguez Zapatero, Rajoy y Sánchez) de tres partidos políticos distintos (UCD, PSOE y PP), todo ello de forma pacífica
La Constitución del 78, a sus cuarenta años, ha dado cabida a la transformación de una sociedad recién salida de la dictadura a una democracia plena, en muchos casos por delante de países de nuestro entorno según índices de reconocido prestigio. Ciertamente, no es una constitución que haya presentado tantos cambios de gobierno y hasta de régimen como su antecesora más duradera, la de 1876, pero es la única que ha creado el marco para que todos esos cambios lo sean a través del sufragio universal de los ciudadanos. La del 78 ha permitido siete cambios de presidente del gobierno (Suárez, Calvo-Sotelo, González, Aznar, Rodríguez Zapatero, Rajoy y Sánchez) de tres partidos políticos distintos (UCD, PSOE y PP), todo ello de forma pacífica; si se consideran los cambios en CCAA y Ayuntamientos, los cambios de multiplican. Pero al compañero de la profesora Palma, le da asco la Constitución.
No es el único que rechaza la Constitución. Pablo Iglesias, quien suele apelar a ganar en las calles lo que no gana en las urnas, manifiesta que la Constitución ha de reformarse de acuerdo con el clamor social. Claramente Iglesias es un intérprete apto de esa überdemocracia. Otros defienden que la Constitución ya no tiene legitimidad democrática porque hoy no alcanzaría el mismo apoyo; es decir, porque muchos de los ciudadanos que viven dentro de su marco no votaron esa Constitución. Otras propuestas pretenden feminizar la Constitución con un lenguaje inclusivo, y ya que estamos una reforma de toda la sociedad en su conjunto (¿dirigida por el gobierno?). En ese contexto, llama poderosamente la atención que dado el desapego que tienen hacia la Constitución, presente como algo negativo de VOX el ser anticonstitucional.
Los ataques a la Constitución tienen un objetivo muy concreto: minar la paz social que ha permitido a España llegar a donde ha llegado hoy y que le permitiría seguir avanzando
La realidad es que los ciudadanos desarrollan su vida sin grandes problemas constitucionales. En Gran Bretaña se han pasado más de 800 años sin una constitución escrita; no porque no tengan un marco constitucional, sino porque viene representado por una praxis legal que deciden los jueces (¡eso sí que es no haber votado la constitución!). Con todo, algo que saben bien todos aquellos que defienden la reforma o actualización de la Constitución, pero prefieren ignorar, es que los artículos 166 a 169 prevén la posible reforma la Constitución. De hecho, así ha sucedido en dos ocasiones: en el año 1992 para ajustar el texto al Tratado de Maastrich y en el año 2011 con la reforma de la estabilidad presupuestaria. Es algo parecido a las demandas para permitir referéndums; la Constitución recoge esa posibilidad en el artículo 92 y se desarrolló por Ley Orgánica en 1980. Es decir, que todas las leyes, incluida la Constitución, se pueden reformar si hay consenso suficiente. Y esa es la clave del éxito de la Constitución actual: que se logró un acuerdo por todos aquellos que querían pasar página y desarrollar una democracia estable. Los ataques a la Constitución tienen un objetivo muy concreto: minar la paz social que ha permitido a España llegar a donde ha llegado hoy y que le permitiría seguir avanzando.
Cuando se habla de la reforma de la Constitución no se está aceptando un debate abierto que permita ir en una dirección u otra. Una reforma hacia la centralización del estado, por ejemplo, se considera anticonstitucional, mientras que una federalización o confederalización del Estado se defiende como un ajuste necesario. Una femenización de la Constitución se presenta como una actualización, pero si se rechaza sustituir “españoles” por “españoles y españolas” (ya puestos, debería hablarse usando solo el femenino, como suelen hacer las diputadas de la CUP), o “españolxs” (para no discriminar contra los transexuales), se está queriendo mantener el heteropatriarcado. Al proponer la reflexión sobre la Jefatura del Estado, sólo es aceptable si la reforma es hacia la república, porque mantener la Monarquía es mantener una institución arcaica. Es decir, que no hay intento por alcanzar un consenso. Es una pantomima para imponer una visión del mundo en la que el que lo rechaza es siempre el anti-demócrata, el opresor que debe perder su poder, el retrógrado, mientras que (siguiendo el método incluso del lenguaje) lxs que lx proponen son modernxs, progresistxs, demócratxs, libertadorxs.
El reto de cada época es creer que, al haberse superado los conflictos de la anterior generación, ya no se volverá a repetir la confrontación que se dio en el pasado. A los 40 años de la Constitución se puede pensar que se han superado los conflictos de las dos Españas, como si esto fuera un problema que apareció en el 36, como si la confrontación de las visiones del mundo no fueran algo humano que se repite a lo largo de la historia. El debate por la reforma de la Constitución no es más que otra expresión de ese enfrentamiento tradicional entre los que quieren controlar las vidas de los demás y los que quieren vivir en libertad. La mala noticia es que esa confrontación entre las dos visiones de la sociedad no va a desaparecer nunca, ni aunque se vaya al otro lado del mundo. La buena noticia es que la sociedad civil puede ir ganando esas batallas. Para ello hay que tener claro que los valores de uno (uso aquí el masculino genérico) son compartidos por muchos otros, y que no hay que tener miedo ni complejos a la hora de expresar esos valores. Y que si esos valores no se defienden, el poderoso va a llenar ese espacio que se deja vacío.