El 29 de octubre, con el 100% de los votos escrutados, El País titulaba así la victoria en las elecciones brasileñas de Bolsonaro: El ultraderechista Bolsonaro gana las elecciones y será presidente de Brasil. Teniendo en cuenta que Echenique nos aclara que «En España, Bolsonaro es Casado, Rivera y Vox», es normal que uno se pregunte si Bolsonaro es derecha, extrema derecha o extrema extrema derecha. En lo que sí que parecen coincidir muchos de los consultados es que el nuevo presidente de Brasil es populista. Un populismo de carácter mundial (dado que Bolsonaro parece entroncar con Matteo Salvini, Viktor Orban y Trump) que tiene en común dos elementos: la política del miedo y el derechismo. Lo que queda claro es que el verdaderamente malo es el populismo de extrema derecha. El populismo de izquierda (o de extrema izquierda, o extrema extrema izquierda) no es una amenaza. Por eso Andrés Manuel López Obrador, el presidente electo de México, no está incluido en esa “lista del mal” pese a sus acciones demagógicas sin haber tomado posesión; tampoco se incluye a Daniel Ortega, presidente de Nicaragua; ni a Evo Morales, presidente de Bolivia; ni por supuesto a Nicolás Maduro, presidente de Venezuela. Rafael Correa, mientras estuvo en el gobierno de Ecuador, sólo recibió el beneplácito de famosos “luchadores por la libertad”.
Resulta irónico que al hablar de populismo se utilicen, precisamente, herramientas populistas
Resulta irónico que al hablar de populismo se utilicen, precisamente, herramientas populistas. Si entendemos populismo como un sinónimo de demagogia, que en el fondo es lo que se está queriendo decir la mayor parte de las veces, tenemos que al tratar la amenaza del populismo se está utilizando maniqueísmo y se está intentando infundir miedo a los votantes para que voten a su opositor. Así, al hablar de Bolsonaro, las menciones a la corrupción rampante en Brasil, delincuencia y los problemas económicos de Brasil durante el gobierno del Partido de los Trabajadores del candidato alternativo, se hacían de forma tangencial. La situación de Brasil era una anécdota. En su lugar, lo importante para el sector “antipopulista”, o buenista, era operar en clave de características indeseables: ultaderechista, paramilitar, homófobo, apoyado por los evangelistas y así sucesivamente. Es decir, que al final es difícil determinar dónde termina el populista (malo) y empieza el antipopulista (bueno).
Cuando Maduro soluciona los problemas económicos con la máquina del dinero, Iglesias dice que hay que «poner fin a la excepcionalidad» en Cataluña y plantear y asumir que los conflictos «se tienen que resolver por vías democráticas» (es decir, referéndum de independencia en Cataluña), o Sánchez vuelve a sacar a pasear – dialécticamente – el cadáver de Franco (siguiendo la senda de Zapatero, que presumo heredará el próximo presidente socialista después de Sánchez), no estamos ante la amenaza del populismo, sino ante la dictatura del buenismo de los antipopulistas.
Cuando el gobierno socialista negocia sus presupuestos con un acusado de rebelión porque hay que operar con normalidad democrática, se está intentando que el votante se sienta incómodo en su sistema constitucional
Como es sabido, populismo, entendido como demagogia política, ha existido siempre porque es innato al electoralismo. Un político quiere captar votos y a tal efecto hace promesas que suenen bien a su electorado, pero sin interés real en cumplirlo. La diferencia es que los populistas y antipopulistas actuales no sólo usan el cuñadismo hacia los problemas y sus soluciones, sino que instigan un cambio de régimen. No es un cambio de régimen golpista, sino uno que se produce con convicción del votante; tal y como ocurre con Winston Smith en 1984. Cuando Trump promete que acabará con el problema de la inmigración ilegal construyendo una muralla con México y los promotores de Brexit defienden el mismo resultado saliéndose de la Unión Europea, se apela a preocupaciones reales de la población que se pretenden solucionar de una forma drástica y negligente, pero con satisfacción revanchista. Pero de la misma manera, cuando desde Podemos se nos dice que la Constitución española no es suficientemente feminista y que por lo tanto hay que cambiarla, porque el país sigue siendo machista, y cuando el gobierno socialista negocia sus presupuestos con un acusado por rebelión porque hay que operar con normalidad democrática, se está intentando que el votante se sienta incómodo en su sistema constitucional (¿quién está orgulloso de ser machista o de tener en prisión a quien tiene que aprobar las cuentas del país?) y acepte encantado las propuestas de los antipopulistas über-democráticos.
Los discursos de VOX tienen más carácter de partido de extrema derecha que de populismo, al menos por el momento
En este contexto surge VOX. Un partido que propicia la reubicación del resto de partidos y que recibe con orgullo los descalificativos que le lanzan porque son conscientes de que les consolida en una posición de defensor del pueblo frente a la élite. Es decir, gracias a la campaña en su contra VOX se convierte en un partido populista, porque en realidad los discursos de VOX tienen más carácter de partido de extrema derecha que de populismo (coincido con Dudda en este punto), al menos por el momento. VOX puede limitarse a seguir captando votos descontentos con la cesión hacia el separatismo y la ambigüedad hacia ciertos asuntos de los otros partidos de centro derecha, pero todavía no actúa como un partido que busque un cambio de régimen.
Muchas veces se ha dicho que los partidos políticos deberían ser más claros en sus soluciones a los problemas para que los votantes no se inclinen por partidos populistas. En realidad, eso parte de la premisa de que los partidos, de hecho, están en contra del populismo. El caso español desmiente esa idea: fue el Partido Popular el que ayudó al ascenso de Podemos para dividir el voto de izquierda, como es el PSOE el que promueve ahora a VOX para dividir el voto de la derecha. El miedo a Podemos ayudó a Rajoy en su última elección y Sánchez confía en que el miedo al extremismo (todo lo que queda a la izquierda del PSOE) refuerce su posición. Es más, si el voto de la derecha está dividido, entonces queda vía libre para captar el voto de izquierda, extrema izquierda y extrema extrema izquierda.
Por todo ello, la única solución contra el populismo, y el antipopulismo, no puede venir de los partidos políticos. Tiene que venir necesariamente de la sociedad civil. Una sociedad civil que causó el final del terrorismo de ETA y que significó el principio del fin del golpe de Estado en Cataluña. Es decir, una sociedad civil que no delega su responsabilidad política en los políticos, sino que manifiesta su parecer y se organiza para expresar su opinión.