Cruzada o Reconquista - Antonio Castillo

Para Jaime, de su tío

Las cosas, antes que buenas o malas, son. Urge preguntarse qué es cada realidad nueva o disfrazada que se nos presenta, qué es de verdad. Ese partido llamado VOX no es fascista, ni nazi, ni falangista, ni siquiera franquista; quienes lo afirman dejan entrever que ni conocen lo muy diferentes que son estos términos entre ellos, ni les acaban de importar el rigor terminológico ni su amiga, la verdad. Decir que son populistas no es decir gran cosa. Por un lado, ese “populismo” es la neolengua para “demagogia”: decirle a la gente lo que quiere oír para llevarla adonde no querría ir si de verdad pensara.

Están afectados de demagogia todos los partidos menores o nuevos, como si fuera el síndrome del alegre divorciado

Están afectados de demagogia todos los partidos menores o nuevos, como si fuera el síndrome del alegre divorciado, que concede a sus hijos cualquier capricho, dejando al cónyuge responsable el crudo papel de recordar los deberes, la ley, la justicia, y la implacable realidad. De hecho, todos los partidos se han contagiado de la demagogia que transmite el virus del “marketing político”. No se quiere convencer, y nadie quiere que lo convenzan –se considera ofensivo–; porque convencer es apelar a tu yo más íntimo para que, tras haber pensado y buscado la verdad, te sientas corresponsable de lo que se lleva a cabo: llamar a la responsabilidad y su consorte, la libertad. Hoy el votante odia que lo convenzan por lo mismo que teme la libertad y la verdad. “Se creen en posesión de la verdad”, dicen los “moderados” frente a los demagogos comunistas de Podemos, creyendo que así son razonables; no saben que el relativismo es el padre del totalitarismo. El ciudadano no quiere que lo convenzan sino que lo dominen y lo manipulen, para olvidarse de sus deberes y, a última hora, poder culpar a otros.

Comparar el nazismo con el franquismo es disparatado: Hitler era el mal, Franco solo era cínico, mediocre, y de patriotismo muy ralo; basten dos notas al respecto: aunque perversamente, Franco era cristiano, los hitlerianos odiaban a Cristo; Franco era todo menos racista, lo mismo que sus –no se olvide– a menudo enemigos, la falange: existía “la falange morena” en Guinea, y Franco era particularmente amigo de su guardia mora. La falange era radicalmente socialista y anticapitalista. Nazismo, fascismo, falangismo, y franquismo eran rabiosamente antisemitas, socialistas, colectivistas, nacionalistas (ahora veremos qué es esto), amigos del orden y enemigos de la ley (solían asociar la sumisión a la ley a los odiados “liberales”); eran justicieros y amaban el orden, un cierto orden que solían imponer tras haber provocado ellos mismos el desorden porque eran, ante todo, violentos, amigos de eso que se llamó “acción directa”, frente a la “acción legal”. Esta consiste en el imperio de la ley, el estado de derecho (para entendernos); aquella, en utilizar la violencia en las calles, en la violencia como primera razón, por sistema. La “acción legal”, por su parte, solo recurre a la violencia (que no es buena ni mala, sino legítima o no: es decir, con justo título o sin él), como “ultima ratio”, y sólo por medio de los que tienen el monopolio legítimo de la violencia: las fuerzas y cuerpos de seguridad, bajo supervisión judicial y con arreglo a las leyes.

VOX llama a tener armas en casa para “defenderse”, como si España fuera Oklahoma, pero no son muy amigos de las leyes (es funesto e ilegítimo que hayan hecho como los comunistas y jurado sus cargos en el Parlamento andaluz sin respetar las fórmulas solemnes y legítimas), y quieren (como le gustaba decir a José Antonio en sus discursos) que todo se haga “sin contemplaciones”. Los de VOX no son ni de lejos tan amigos de la “acción directa” como sus contrarios comunistas de Podemos y sus organizaciones afines, ni se sabe que hayan ocupado aún las plazas públicas como los del infame 15M. No puede negarse tampoco que VOX tiene tras de sí –en otro paralelismo con Podemos, independentistas y batasunos– movimientos de cachorros con soflamas disparatadas y agresivas, vinculados en no pocas ocasiones al fútbol, las discotecas que acaban las “sesiones” de menores de edad pinchando el “remix” del Cara al sol, y demás nichos de inmadurez: no veremos a los líderes de VOX desautorizándolos. También hay que decir que el fascismo y sus primos nacen del fracaso de la democracia liberal, y como estamos a un paso del mismo, crecen estos hongos en el suelo político. Pero los de VOX son capitalistas e individualistas; incluso lo son demasiado: esto debería hacer sospechar a cualquiera con un mínimo olfato político. Si de algo son hijos es de la clase media materialista y en el fondo descreída, fruto del desarrollismo franquista, que lo único que tenía en común con el franquismo mismo era un cinismo de grado diverso.

Los de VOX quedan en evidencia donde todos: en su propia salsa. Saquemos pan y mojemos a discreción

¿Qué es VOX entonces y cómo verlos si uno ama a España y tiene principios al menos inspirados en el mensaje cristiano? Esta pregunta me la hacen no pocos alumnos y amigos. Los de VOX quedan en evidencia donde todos: en su propia salsa. Saquemos pan y mojemos a discreción. ¿A nadie le extraña, para empezar, ver la bandera que algunos hemos jurado, símbolo de la nación, de su unidad, y de todos los españoles, convertida en pulserita, collar de perro, o tirantes, sobreimpresionada con el logo de un partido o con el escudo de un equipo de fútbol? A quien esto escribe le produce repugnancia, dolor. Casi tanto como ver la cruz de Cristo hecha pendientes, duplicada y multiplicada en estampados, de lentejuelas o, incluso, invertida; solo cabe cruzarse con ellos y pensar: “Señor, perdónalos porque no saben lo que se hacen”. La bandera es de todos, no cabe que sea de un partido, un club de fútbol, una forma de ver la vida; ni siquiera, lo recordaba hace poco el profesor Otero Lastres en ABC, es de la Monarquía; Domínguez Ortiz explica en su España, tres milenios de historia cómo un error mayúsculo de la Segunda República fue cambiar la bandera, usarla para dividir, que no fuera la bandera de todos los españoles; Franco hizo lo mismo con ella, y sólo gracias a los triunfos de la selección de fútbol hace una década empezó a serle simpática a las nuevas generaciones, sin distinción de color político. Algo que VOX (y ahora Ciudadanos y el PP) ha vuelto a poner en serio peligro con su españolismo.

El patriotismo es al nacionalismo lo que la regeneración celular es al cáncer

Este es, como todo “-ismo” en política una hinchazón infecciosa. Hay que ser social, no socialista; varón –macho–, no machista; mujer –fémina–, no feminista. Español y patriota, no españolista. ¿Es esto nacionalismo? Se parece terriblemente, igual que se parece aún más al provincianismo (es condición muy digna, por contra, ser “de provincias”, como quien esto firma), pero no es igual; y hemos hecho promesa de ser fieles a la realidad con el concepto preciso. Ser nacionalista (según Ortega y Julián Marías) es sobre todo “no querer ser el otro”, mucho más que amor a uno mismo, o a la patria de uno. El patriotismo es al nacionalismo lo que la regeneración celular es al cáncer. El nacionalista catalán quiere, ante todo, no ser español ni francés; así que más que amar, teme; y por ese resquemor patológico está dispuesto a sacrificar lo que sea: la verdad, la prosperidad, e incluso el bien de su región (a la vista está de nuevo estos días en Cataluña). Que detrás de estas infecciones ideológicas se escondan muchos cínicos oportunistas, que sólo buscan el medro o la impunidad de sus crímenes, no hace menos reales estos morbos políticos. El nacionalismo es propio de las “no naciones”: de ahí el catalán, vasco, o el de los Balcanes o de la propia Alemania en el siglo XX. Es también colectivista, tradicionalista, y, en buena medida, racista. “Racista” y “xenófobo” son, obviamente, dos cosas distintas: el racismo se refiere a la etnología, es biológico; el de los nacionalistas es también, no pocas veces, lingüístico y clasista. La xenofobia del nacionalista, su desconfianza paranoica, se concentra en los vecinos. Son siempre imperialistas (baste pensar en los “Països catalans”) e insaciables: jamás se van a contentar porque viven de irrealidad y de queja.

El españolismo de VOX, y cualquier otro, es el de los que, a decir de Ortega, “no son ni más ni menos españolistas que los demás, por ejemplo que yo, pero han abierto un puesto de españolismo”; y añadía que esa visión mezquina de España propia del españolismo era “un rebajamiento de lo español”. Yo añadiría que, en la versión actual, son una traición a España, a la esencia española. De modo que frente al españolismo, patriotismo.

No puede el españolismo ser propiamente nacionalismo porque España sí es una nación plena desde hace siglos. Razón de más para que el reduccionismo tradicionalista y castizo de VOX sea un hacer de menos esos tres milenios de historia. Es aquí, en las proclamas historicistas, que no históricas (la historia está viva; el historicismo saca cadáveres putrefactos a pasear), donde los nuevos españolistas dejan que se les vean más las vergüenzas. La más azorante ocurrencia fue “exigir” que el día de Andalucía se cambiara al de la conmemoración del fin de la Reconquista.

Dejemos aparte la indigencia política, moral, e histórica que supone reducir una hazaña española y europea (“el primer héroe europeo” decía don Ramón Menéndez Pidal de El Cid) al ámbito andaluz, y lo que esto conlleva de darles pábulo a los ridículos andalucistas en su exaltación de al-Andalus. En pura contradicción y soberano cinismo, la empresa de ocho siglos que consistió en ser el único país islamizado que perseveró en la lucha para seguir siendo cristiano (que en aquella época equivalía a ser “occidental” y “europeo”), queda reducida a un obsceno particularismo antimoro.

Desde mi posición totalmente ajena a la leyenda de las tres culturas que convivían en un al-Andalus poético y ajardinado, déjenme que les recuerde un episodio de la Reconquista, justo en su punto de inflexión, que hizo que cayera del lado cristiano

Desde mi posición totalmente ajena a la leyenda de las tres culturas que convivían en un al-Andalus poético y ajardinado, déjenme que les recuerde un episodio de la Reconquista, justo en su punto de inflexión, que hizo que cayera del lado cristiano. Para la Batalla de las Navas de Tolosa, Alfonso VIII consiguió convencer al Papa de que dictara bula de cruzada. Por primera y única vez vinieron a la península los tramontanos, sobre todo franceses, dispuestos a combatir al infiel. Los cruzados tomaron al asalto una primera ciudad; luego sitiaron el castillo de Calatrava. Los moros capitularon antes de que tomaran la plaza los cristianos; Alfonso VIII se dispuso a dejarlos marchar con sus vidas y enseres personales; tal propósito escandalizó a los tramontanos, que exigían degollarlos a todos, según solían. No lo consintió el Rey ni había sido nunca costumbre en siglos de Reconquista. Como explica Julián Marías en su España inteligible –libro capaz de curar tanto el odio a España, como el amor ciego (que nunca es verdadero)–, el español había aprendido a vivir con el otro, a tratarlo como persona: a veces mal, a veces matándolo; otras, enamorándose, otras sometiéndolo a tributo. Por eso en América el español supo ver al indio –al otro absoluto– como “persona” cuando, una vez acabada la Reconquista, siguió españolizando, europeizando, occidentalizando el Nuevo Mundo.

Por eso el desprecio que muestran los españolistas por nuestros hermanos, los españoles de Hispanoamérica –que tienen en España su madre patria y nunca son extranjeros a ojos del español que sabe que España es solo un pedazo de las Españas–, desprecio miope a los que de verdad hacen grande a España y nos definen: los españoles del Perú, de México, de Bolivia…, deja a esos patrioteros con las vergüenzas al aire. Al mismo tiempo, quieren estos españolistas que sus hijos estudien más en inglés que en español, porque ni conocen ni aman España, ni su Edad Media, ni su Renacimiento, ni su Barroco, ni su maravillosa ilustración católica y reformista, ni sus románticos o sus vanguardias.

Los cruzados tramontanos, en fin, se fueron de Calatrava y de España alegando el mucho calor, pero asqueados de esos extraños españoles y del espíritu de la Reconquista, opuesto –precisamente por parecido– al de Cruzada. Sólo quedaron para seguir hasta las Navas de Tolosa y decidir el futuro del mundo y el sentido de la historia un cruzado tramontano de origen catalán y otro de origen castellano, cada uno con su pequeña hueste de fieles. Los francos siguieron haciendo el bestia por el mundo; y los normandos imponiendo su cortedad de miras incluso a los cristianos de Bizancio, hasta convertir las Cruzadas en un “fiasco monumental”, a decir de su mejor historiador, Runciman. España lleva siglos dando ejemplo de verdadero espíritu europeo y civilizador, por mucho que los españolistas materialistas de VOX ni lo sospechen, tan acomplejados en el fondo como otro españolista cerril, que tuvo la traidora ocurrencia de declarar una “cruzada” contra sus propios compatriotas, allá por 1936.

Los de VOX no tienen otra ocurrencia que, frente al abuso de los nacionalistas y la imitación del resto de gobiernos autonómicos, negar la realidad regional que articula España (“Autonomías, no; pensiones, sí”)

“¿No eres andaluz?”, me decían cuando niño en Andalucía ante mi nulo entusiasmo en los saraos de flamenquito, mientras repetían hipnotizados: “¡Huerva, Huerva, Huerva!”. Después fui descubriendo que había otras formas, quizá más verdaderas, de ser andaluz; que es una de las formas de ser español: la de Juan Ramón, la de Federico, Góngora, y con ellos, el Barroco, tan andaluz, o el cante hondo. Españolismos, andalucismos, provincianismos, todos ciegos. Los de VOX no tienen otra ocurrencia que, frente al abuso de los nacionalistas y la imitación del resto de gobiernos autonómicos, negar la realidad regional que articula España (“Autonomías, no; pensiones, sí”): pero igual que no se es “persona” en abstracto, sino hombre o mujer; no se es español en abstracto, sino gallego, extremeño, vasco, andaluz o catalán; y, siéndolo mucho, se es muy español; que es a su vez una variedad de lo europeo: son las que Ortega llamó “sociedades insertivas”, reales y hermosas.

En España arrastramos sobre todo un problema estético, porque la vida personal y política son cuestión estética. Este problema estético, que es también mundial, lo provocan puritanos que, como tales, pretenden recortar de la realidad todo lo que les asusta, desconcierta, o tienta; en lugar de tratar de embellecer la realidad entera, al tiempo que se empapan de ella. El gusto se forma y se salva, sobre todo si se está dispuesto a aprender. A estos pocos iban, con angustiada esperanza, estas líneas.

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Epílogo para cristianos: “España primero”, claman. Jesús nos dejó dicho: “Quien ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí; quien ama al hijo o a la hija más que a mí, no es digno de mí”. Cristo es “el Camino, la Verdad y la Vida”. Sólo es cristiano amar al padre, la madre, el hijo o la patria en la Verdad y para la Verdad. Amar es por lo tanto exigir. Primero la justicia, el bien, la belleza: ellas con la patria y la patria con ellas.

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