Crisis de la democracia - Carlos Martinez Gorriaran

En España sabemos bastante de rescates cívicos de la democracia atacada. La reacción de la sociedad civil vasca contra ETA y el nacionalismo obligatorio hundió a la banda terrorista (aunque luego la vieja política corrupta volviera al rescate de sus aliados nacionalistas al precio de blanquear a ETA y marginar a sus víctimas), y en Cataluña lo único eficaz hecho contra el golpe separatista también está siendo la movilización social. Pero este tipo de crisis que enfrentan política con movimientos cívicos[1] no son, ni mucho menos, una particularidad nuestra.

Un noviembre francés

El movimiento francés de los “chalecos amarillos” (gilets jaunes) vuelve a demostrar que nuestro vecino del norte es una de las principales factorías políticas del mundo. Es particularmente interesante que los Chalecos Amarillos representen una especie de antítesis del Mayo del 68, justo cuando aquella mitificada revuelta universitaria ha cumplido los cincuenta años. Y, para sorpresa de muchos dogmáticos que reservan a “la izquierda” tales talentos y capacidades, este movimiento de automovilistas cabreados (de ahí la idea de identificarse mediante el chaleco reflectante obligatorio) demuestra que la llamada clase media también es capaz de organizarse, movilizarse, arrinconar al Gobierno y paralizar todo un país en una protesta claramente política, pero –importante novedad- sin liderazgo político ni ideología compartida.

Mayo del 68 fue básicamente un movimiento de protesta elitista, protagonizado por estudiantes e ideólogos del anticapitalismo (los esfuerzos por incorporar obreros apenas fructificaron). En cambio, este noviembre francés es casi lo contrario

La comparación ofrece jugosas enseñanzas: Mayo del 68 fue básicamente un movimiento de protesta elitista, protagonizado por estudiantes e ideólogos del anticapitalismo (los esfuerzos por incorporar obreros apenas fructificaron). En cambio, este noviembre francés es casi lo contrario: lo protagoniza la clase media “de provincias” (circunstancia que allí tiene una connotación más bien peyorativa de gentes conservadoras de pequeñas ciudades y pueblos rurales), carece de propuestas reconocibles más allá de la indignación con el establishment político-mediático de París, y no tiene nadie parecido a teóricos estelares como Sartre, Marcuse o Debord. El rojo Mayo del 68 nació en los campus universitarios entre libros, panfletos, pintadas ingeniosas, asambleas interminables y feroces debates entre las diversas sectas izquierdistas; el amarillo Noviembre del 18 surge de las redes sociales y sin ningún debate teórico sobre cambios revolucionarios de sociedad y de sistema. Los estudiantes de La Sorbona querían vivir una revolución cultural al estilo maoísta (y fracasaron, por suerte para ellos); los chalecos amarillo que cortan las autopistas de peaje e invaden los Campos Elíseos reclaman con furia un sistema político que les represente y se acuerde de ellos para algo más que freírles con impuestos. No veo mejor expresión de los cambios sucedidos en este medio siglo y no ya en Francia, sino en las democracias occidentales.

Si Mayo del 68 fue un enfrentamiento con el establishment nacionalista surgido de la posguerra y representado por el general De Gaulle, y también la expresión imaginativa del deseo de un nuevo estilo de vida ligado a la revolución sexual y al auge del feminismo, el Noviembre del 18 expresa algo más grave: desesperanza en que los procedimientos habituales de la democracia resuelvan problemas materiales como llegar a fin de mes o el empleo precario y mal pagado, y representen realmente a las mayorías sociales llamadas “silenciosas” (hasta que estallan), marginadas de la toma de decisiones. Porque las decisiones importantes siguen en manos de los viejos lobbys político-financieros, pero ahora se han incorporado nuevos lobbys de ecologistas, ideología de género, gais y diversas minorías, de veganos y animalistas agresivos a musulmanes fundamentalistas, pasando por los pensionistas y grupos profesionales (esos que en España el podemismo llamó “mareas”).

Nadie nos representa: la proletarización política de la gente corriente

Es un fenómeno común a muchas democracias: las antes llamadas “clases medias”, empobrecidas por el auge de la desigualdad social, se sienten (y lo subrayo porque lo importante son las percepciones sociales de corte emocional) abandonadas, burladas y excluidas de grandes decisiones como la política y la fiscalidad energética (el disparador de los Chalecos Amarillos ha sido el nuevo impuesto al diesel, similar al anunciado por Pedro Sánchez), que afectan directamente a sus debilitados bolsillos y, también, a su vapuleada autoestima ciudadana. No es un fenómeno francés, en absoluto: malestares similares están detrás de las victorias de Trump y Bolsonaro, del Brexit inglés y del auge de los populismos en Italia, Alemania o España.

Lo políticos, cada vez más personalistas, piden el voto a esas “clases medias” y, como hizo Macron en Francia, lo hacen en nombre de la superación de la vieja política, pero lo demostrado es que una vez ocupado el poder las promesas se desvanecen en el aire y la retórica, por brillante que sea, resulta incapaz de cambiar las enormes inercias y fuerzas incontrolables del mundo real. Si es que lo intentan siquiera. Por ejemplo, Macron ha sido incapaz de reducir la elefantiásica, onerosa e intocable administración francesa; un informe reciente revelaba que sólo en el Ministerio de Economía se parapetaban 600 altos funcionarios con sueldos en torno a los 100.000 euros anuales. Aunque Macron ha anunciado planes para suprimir algunos miles de plazas de funcionarios, es más sencillo dejar en paz los privilegios de la élite del Estado y aumentar los ingresos por la vía fiscal invocando nobles causas como la lucha contra el cambio climático, en este caso a través de un impuesto a los contaminantes vehículos diesel que usan esas clases medias y populares de provincias.

Quizás uno de los fenómenos menos atendidos de este último medio siglo es lo que podríamos llamar la “proletarización política”

Quizás uno de los fenómenos menos atendidos de este último medio siglo es lo que podríamos llamar la “proletarización política”. En la antigua Roma llamaban proletarios a los ciudadanos cuyo único capital eran sus hijos o prole (de ahí lo tomó Marx), y ahora puede decirse que un “proletario político” es aquel ciudadano que sólo tiene su voto como toda arma política: la inmensa mayoría. Pero los votos han ido perdiendo importancia decisiva a medida que el juego de lobbys sustituía a la democracia representativa. El voto deja de contar cuando la alternativa política se reduce a una alternancia de partidos turnantes (como la de PSOE y PP de los últimos treinta años), y cuando las decisiones se toman de antemano en la trastienda política, de modo que los representantes políticos se convierten en meros administradores de la voluntad de quienes deciden, y esos no son los votantes de clase media. La influencia se ha desplazado del voto a la capacidad de presión o soborno. Y quienes sólo pueden votar pero no presionar porque carecen de lobbys que les representen, pierden la capacidad de influir. Esto es lo que, intuitivamente y culpando a unos u otros (los políticos en general, los periodistas manipuladores, la gran banca), ha terminado pensando mucha gente corriente en muchos países. Gente que ahora está conectada y puede organizarse y movilizarse a través de internet, la gran novedad que la vieja política y el viejo periodismo sigue ignorando o despreciando.

La pérdida de valor de las profesiones prestigiosas: jueces en huelga

En estos cincuenta años hemos asistido a un proceso paralelo a la “proletarización política”, aunque tenga origen en la socialización del saber: la proletarización de profesiones y cargos antaño casi aristocráticos. Médicos, profesores, científicos, jueces, arquitectos e ingenieros han pasado de desempeñar profesiones antes bien pagadas, o al menos admiradas y con prestigio social, a ocupar empleos a veces precarios, mal remunerados y sin el prestigio de antaño. Médicos, maestros y profesores son agredidos por pacientes o padres furiosos, y los jueces desprestigiados por la clase política y el periodismo de lobby. No se repara lo suficiente en el significado de que todo un poder del Estado, la judicatura, haga huelga como simples empleados públicos. ¿Imagina alguien una huelga de parlamentarios o de Ministros y Secretarios de Estado? Pues a eso estamos asistiendo: a la reducción del Tercer Poder a otro servicio público más y bastante deteriorado, casi despojado del aura y papel de poder del Estado. Esto revela algo más profundo que algunos problemas presupuestarios: es otro síntoma de la crisis de la democracia moderna.

La gente corriente abandonada, expulsada de facto de la política, puede redescubrir su capacidad de constituirse en sociedad civil y reclamar la vuelta de la democracia representativa

Por supuesto, los populismos –en España, del separatismo al izquierdista de Podemos y al derechista de Vox- son las fuerzas que se benefician en primera instancia de esta crisis, con sus promesas de acabar con los privilegios de la clase política y restaurar la prioridad de la gente corriente, pero la historia no termina ahí. En realidad, los populismos y sus falsas promesas acaban defraudando. Pero la gente corriente abandonada, expulsada de facto de la política, puede redescubrir su capacidad de constituirse en sociedad civil y reclamar la vuelta de la democracia representativa, recortando el poder del lobbysmo de las minorías organizadas que ahora protagonizan el juego político-mediático e invaden las instituciones para ponerlas a su servicio privado.

Los lobbys ideológicos han conseguido imponer su agenda. Las feministas de la ideología de género han logrado dar carácter de ley a algunas aspiraciones extremistas, como la inculpación colectiva de los hombres como género sospechoso de violencia, o la exigencia de lenguajes “inclusivos” artificiales; los ecologistas han logrado éxitos como el abandono de la energía nuclear en Alemania (bien es cierto que a costa de quemar más carbón contaminante, un problema muy serio); los animalistas han conseguido avances legislativos importantes, como la prohibición de la tauromaquia en Cataluña; y, antes de la irrupción del terrorismo islámico, los islamistas lograron abrir debates sobre su derecho a leyes diferentes en las sociedades multiculturales.

Muchas de estas causas y movimientos tienen o tenían buenas razones históricas: el cambio climático es una realidad, como lo era la marginación y minorización histórica de la mujeres o la persecución penal y social de la homosexualidad, pero su “empoderamiento”, es decir, su conversión en grupos con capacidad de bloqueo, les ha convertido en un agente más de la lucha por el poder a costa de las mayorías. Los lobbys han sustituido en buena parte a partidos, sindicatos, iglesias y asociaciones tradicionales. Pero uno de los resultados de este proceso es que los diferentes grupos sociales que antes estaban más o menos representados por estas entidades debilitadas, se han quedado sin representación real, es decir, sin capacidad de influir.

El fenómeno se ha extendido por las instituciones. En la sanidad pública no mandan los profesionales, sino gestores tecnócratas con la misión de ajustar el presupuesto; en la educación los docentes pintan cada vez menos, marginados por pedagogos de teorías arbitrarias, burócratas inútiles y padres organizados; la universidad es un coto cerrado de productores y cazadores de currículum vitae (ni Einstein podría hoy ser catedrático en España). Un repaso sistemático a la situación de las principales instituciones públicas y privadas ofrecería un panorama parecido. Estamos pues en un momento crucial: el dilema entre rescatar los principios de la democracia del lobbysmo, dándoles nuevo valor y eficacia, o si la protesta que se extiende como un incendio (véanse las movilizaciones sociales en Cataluña al margen de sindicatos y partidos) degenerará en peligrosos experimentos populistas.

[1] Aprovecho para traer a colación un libro mío sobre los movimiento cívicos vascos contra ETA que pueden servir para ayudar a entender cualquier movimiento democrático de ese tipo, surgidos de la sociedad y con los rasgos típicos de los fenómenos sociales emergentes.