Si abrimos el bíblico libro de Jeremías por su vigésimo capítulo, nos encontramos con los lamentos del profeta por los peligros, desprecios y ataques que debe afrontar al señalar las corrupciones de su tiempo. Este es el destino de todo profeta que realice con fidelidad su labor de denuncia. Un final que hace temblar al más valiente, leamos si no el relato de Jonás y su huida desesperada ante la tarea propuesta. Claro que en la cobardía y la villanía también hay grados, pues peor que huir es colaborar y dedicarse a contar a los poderosos lo que estos quieren oír. La Iglesia como institución se siente vinculada por esa tarea «profética». Sin embargo, no siempre la ha desempeñado con fidelidad.
La gran tentación para la Iglesia en su historia ha sido establecer complicidades con el poder para, en el mejor de los casos, garantizar su libertad de acción, y, en el peor, garantizar su control social. Un problema que no se limita a los siglos pasados, sino que está presente en su quehacer de los siglos XX y XXI.
El Concilio trata el ateísmo sistemático (como es denominado en la Gaudium et Spes, 19–21), pero evita la condena explícita de los regímenes comunistas así como la mención al marxismo
El siglo pasado no ha estado exento de episodios oscuros en la relación entre la Iglesia y el poder. Más allá de la controvertida figura de Pío XII, que deberá ser estudiada de modo imparcial con el paso del tiempo, resuena el silencio de Roma durante el Concilio Vaticano II y el pontificado de Pablo VI sobre las dictaduras comunistas del Este de Europa. El Concilio trata el ateísmo sistemático (como es denominado en la Gaudium et Spes, 19–21), pero evita la condena explícita de los regímenes comunistas así como la mención al marxismo. Y esto a pesar de que varios padres conciliares, por ejemplo, el cardenal húngaro Jószef Mindszenty, no habían podido acudir a la asamblea conciliar por estar presos. Un olvido de las víctimas que fue puesto de manifiesto por varios padres conciliares.
Se ha llegado a afirmar que había un acuerdo de 1962 por el que se evitaba esa condena a cambio de que el Kremlin permitiese asistir como observadores a enviados del patriarcado ortodoxo de Moscú. El contexto de este silencio son los años sesenta, en los que un optimismo exagerado estaba más preocupado de expandir un progresismo en occidente que en realizar una crítica de los regímenes comunistas basados nominalmente en el mismo marxismo que aquel. Esto afectaba también al seno de la Iglesia, la bandera de la oposición al comunismo estaba en manos de conservadores como los cardenales Siri u Ottaviani frente a prelados considerados más progresistas que preferían evitar toda condena y que habían conseguido controlar el Concilio. El problema grave era que estos prelados interpretaban la situación global desde sus seguridades occidentales, ignorando el sufrimiento de las iglesias clandestinas en oriente, como señaló a la asamblea conciliar el cardenal ucraniano Josef Slipyi en 1965. Esta posición contemporizadora fue la sostenida también por Pablo VI y su Ostpolitik, una política de distensión que conllevó el desplazamiento y aparente castigo de aquellos que habían resistido a la opresión comunista desde la clandestinidad. Y esto sin entrar en las consecuencias que tuvo esta actitud para América Latina.
La Ostpolitik de los años 60–70 del pasado siglo tiene su reflejo en el anunciado acercamiento a la República Popular de China de este año 2018. Desde la fundación de la República Popular en 1949, las religiones debían estar bajo el control del partido y el estado. Esta disposición fue fuente de choques y enfrentamientos que, tras la ruptura de relaciones diplomáticas en 1951, culminan en 1957 con la fundación de la Asociación Patriótica Católica China, separada de Roma. Desde entonces, nos encontramos con una iglesia oficial con sus obispos, y una iglesia clandestina en comunión con la Santa Sede, perseguida y oculta. Es cierto que la situación es compleja, en casos hay alguna colaboración entre oficialistas y fieles a Roma e, incluso, obispos que tienen el doble reconocimiento. A comienzos de este año parecía que el acuerdo definitivo estaba cerca: parte del mismo suponía apartar a los obispos clandestinos en las diócesis que tienen nombrado un obispo oficialista, así monseñor Vicente Guo Xijin de Xiapu-Mindong o monseñor Pedro Zhuang Jianjian de Shantou. En palabras del cardenal Parolin, secretario de estado, «si se pide un sacrificio hay que aceptarlo». Estas palabras son de una cruel ironía: pedir sacrificios a quienes son perseguidos y han sacrificado sus vidas, su libertad y sus bienes. Una vez más se quiere pasar por encima de las víctimas en pro de un acuerdo con las autoridades que lleve a una unidad basada en la sumisión. El cardenal Joseph Zen, arzobispo emérito de Hong Kong ha denunciado estos intentos que ignoran, una vez más, a las víctimas.
La miseria moral del obispo Setién mostrando siempre su cercanía por los terroristas frente a las víctimas es paradigmática. Su frase célebre, «dónde está escrito que hay que querer a todos los hijos por igual» es terrible
Si con excesiva generosidad podemos pensar que esos movimientos están animados por la intención de mejorar la situación de los creyentes bajo esas dictaduras, menos benevolentes podemos ser con los eclesiásticos que colaboran de modo activo con esos regímenes e ideologías totalitarias. No hace falta ir muy lejos para encontrarnos con estos casos: en el clero vasco y catalán, con honrosas excepciones como el P. Ignacio Beristáin Ipiña, tenemos un doloroso ejemplo de complicidad con ideologías criminales. Allí encontramos sacerdotes y obispos que dan cobertura moral y religiosa a los asesinos de ETA justificando la violencia. La miseria moral del obispo Setién mostrando siempre su cercanía por los terroristas frente a las víctimas es paradigmática. Su frase célebre, «dónde está escrito que hay que querer a todos los hijos por igual» es terrible.
En Cataluña, la estelada ha substituido a la cruz como objeto de devoción y signo de identidad. La colaboración con el golpe de estado de la Generalitat en el año 2017, y la continua cesión de tiempos y espacios para la construcción nacional más que para la construcción del Reino de Dios demuestra lo alejados que se encuentran de la misión cristiana a la que se supone que están llamados. Ante esto, no basta con una petición de perdón genérica, como recuerda el catecismo de la Iglesia (§§ 1455–1457) es necesario un examen de conciencia profundo y un reconocimiento de todos los pecados graves, además de la necesidad de la satisfacción y de un propósito de enmienda real. Nada de esto se vislumbra, solo declaraciones amplias, no un análisis demorado de la actividad de los eclesiásticos en ese tiempo, una satisfacción real de las víctimas y un intento serio por eliminar estas actitudes en el futuro (las banderas nacionalistas siguen colgadas en muchos campanarios, las homilías siguen alentando el discurso del odio y los sacerdotes que no están conformes con esto son marginados). Queda todavía un largo camino por recorrer y algunos no han comenzado a caminar.
Caso distinto, y ejemplar, es el de aquellos prelados que afrontan la denuncia, la prisión o la muerte por defender la libertad, que también los ha habido y los hay
Caso distinto, y ejemplar, es el de aquellos prelados que afrontan la denuncia, la prisión o la muerte por defender la libertad, que también los ha habido y los hay, junto con muchos cristianos anónimos que entregan su vida por los derechos humanos y el Evangelio. Hemos citado ejemplos bajo la dominación comunista en Europa y en Asia, también podríamos citar, al margen de manipulaciones de izquierda y derecha, el asesinato en El Salvador en 1980 de monseñor Óscar Arnulfo Romero por paramilitares mientras celebraba la eucaristía.
Hoy en día, en esta labor de denuncia, destaca el papel de los obispos venezolanos, por ejemplo, el arzobispo de Barquisimeto, monseñor Antonio López Castillo, y el obispo de san Felipe, monseñor Víctor Hugo Basabe, que se habían significado en la oposición a la dictadura de Nicolás Maduro y fueron amenazados por este el 15 de enero de este mismo año. Se llegó a afirmar, cosa plausible, que habían sido encarcelados, noticia que fue desmentida por la misma Iglesia con posterioridad. También son reseñables los prelados de China ya mencionados a los que podríamos añadir a monseñor Pedro Shao Zhumin, obispo de Wenzhou, secuestrado por las autoridades chinas por no pertenecer a la Asociación Patriótica para prevenir que pudiese hacerse cargo de la diócesis. O los obispos de Nicaragua que intentan facilitar la salida del gobierno de Ortega para restablecer la democracia, y que a treinta y uno de mayo del presente han roto las negociaciones, y han denunciado y condenado la violencia gubernamental contra la sociedad civil.
En definitiva, la tentación de pactar con dictaduras e ideologías totalitarias sigue, por desgracia, presente. Si en cada caso podemos encontrar colaboracionistas convertidos en sacerdotes de una dictadura o ideología, también por el contrario sigue habiendo voces que, a costa de su propia vida, elevan sus voces en defensa de las víctimas. La Iglesia debe estar siempre dispuesta a pagar este precio, el precio de la denuncia, el precio de la profecía. Pactar con las dictaduras o con las ideologías totalitarias, además de ser inmoral, pues el fin nunca justifica los medios, nunca mejora la situación de las víctimas más allá de alguna medida cosmética, solo sirve para apuntalar el poder. Esperemos que cunda el ejemplo de los obispos venezolanos, nicaragüenses o chinos frente a los amantes del apaciguamiento y la traición a las víctimas. Es de justicia.