La experiencia y el fracaso vasco en el caso de ETA[1]
Hay dos grandes expectativas respecto a la educación: esperarlo todo o no esperar casi nada. Ambas son exageradas, pues la experiencia demuestra que la educación es muy importante pero nunca una panacea, y también que ignorar la importancia de la educación se acaba pagando muy caro. La idea de la educación omnipotente radica en los socorridos mensajes acerca de que superar tal o cual problema –de la mera ignorancia a la “violencia de género”, pasando por el cambio climático- es ante todo, y a veces sólo, “cuestión de educación”: el terrorismo va en ese lote de graves problemas encomendados a una educación mejor. Y sin duda la prevención y lucha contra el terrorismo necesita de una educación específica, pero es ingenuo esperar que la educación baste para acabar con esa lacra.
En España, uno de los países occidentales más castigados por el terrorismo de todos los colores, pero especialmente por el nacionalista vasco de ETA, era muy frecuente escuchar que con el terrorismo se acaba en las aulas. Por supuesto, muchos lo decían con la mejor intención, pero también se decía a menudo para eludir el hecho de que acabar con el terrorismo es, sobre todo, un asunto legal, policial y judicial. La parte del combate contra el terrorismo que le toca a la educación no es suplir a la policía o los tribunales, sino convencer a los escolares de que el terrorismo es un crimen sin justificación posible en una sociedad democrática[2]. Algo muy fácil en la sociedad víctima de los atentados, pero bastante más difícil en la que apoya al terrorismo con diferentes justificaciones, como ha venido sucediendo en buena parte de la sociedad vasca en los últimos cincuenta años con respecto a ETA. ¿Qué puede hacer la educación ante un desafío semejante? Quizás debamos comenzar examinando los fallos preventivos de la educación en esta historia en particular.
La batalla por la educación sentimental (1970-1977)
Para introducirnos en el tema, permítanme una pequeña licencia autobiográfica. Por mera casualidad, casi nací el mismo año que ETA y en una de las ciudades donde cometió más crímenes, obtuvo más apoyo y recibió más rechazo: 1959, San Sebastián; sin la más mínima pretensión asistí al inicio, auge y fin (relativo) de ETA desde una cercanía privilegiada. ETA se popularizó a partir del célebre Consejo de Guerra de Burgos de 1970: hasta entonces fue poco más que un grupo bastante precario de revolucionarios nacionalistas aficionados, como explicó muy bien en sus memorias uno de los juzgados y condenados a muerte en Burgos, Mario Onaindia, y han relatado también Teo Uriarte, Jon Juaristi y otros activistas de primera hora que vivieron personalmente el proceso.
En 1970 la banda sólo había logrado matar a 3 personas, y puede que sólo con premeditación al inspector de policía de Irún Melitón Manzanas. Las discusiones sobre adoptar o rechazar la vía terrorista seguían siendo objeto de encendidos debates y causa de escisiones de la banda (como las de las IV y VI asambleas, que adoptaron versiones del marxismo revolucionario y abandonaron ETA). Sin embargo, el régimen franquista percibió un enemigo peligroso en la incipiente banda armada y decidió dar un escarmiento ejemplar, quizás porque percibía su inminente final y trataba de reafirmar su propia justificación política como valladar, básicamente militar, contra la violencia revolucionaria y el separatismo, al igual que en julio de 1936.
Mis primeros y vívidos recuerdos de manifestaciones, revoloteo de octavillas prohibidas, pintadas subversivas, saltos, carreras y policías de gris reprimiéndolas a porrazos y tiros, huelgas y rumores escuchados en radios clandestinas, se remontan al Estado de Excepción decretado ese mismo año. Esa fue una de las consecuencias de las protestas contra el Proceso de Burgos, y sin duda la primera victoria propagandística de aquella ETA incipiente. Durante los años siguientes, y a pesar de que ETA incrementó sus atentados hasta despejar cualquier duda de que era una banda terrorista y no un movimiento romántico de resistencia contra la dictadura militar, gran parte de mi generación, y desde luego casi toda la de mi entorno, vivió subyugada por la justificación sentimental de los atentados de ETA como respuestas de “legítima defensa” contra una dictadura asesina.
El paroxismo de dicho clima de irresponsable simpatía juvenil coincidió en mi caso con el curso de COU en Colegio Larramendi, dependiente de la diócesis y con buena reputación de centro progresista, moderno y netamente vasquista (con el atractivo añadido, en mi caso, de una excelente biblioteca). Otra casualidad no menos fascinante, vista retrospectivamente, es que en mi curso de adolescentes coincidiéramos importantes militantes de ETA, el escritor Fernando Aramburu (sobre cuya obra trataré brevemente más adelante) y un servidor. Los etarras en cuestión eran José Luis Álvarez Santacristina, alias Txelis, futuro dirigente de ETA e impulsor de la escalada de terror conocida como “socialización del sufrimiento”, y un compañero de mi edad con quien tenía buena amistad. Txelis era mayor que nosotros, no asistía apenas a clase porque era seminarista y cursaba una especie de COU a distancia como parte de su carrera clerical. El otro compañero huyó un día para no volver en todo el curso: resultó que militaba en ETA político-militar y había participado en la preparación del asesinato del empresario Ángel Berazadi, de conocidas simpatías nacionalistas.
Tanto Txelis como el compañero huido disfrutaban de la máxima popularidad y admiración en el colegio; Txelis la mantuvo mucho tiempo después en la Universidad del País Vasco, donde conocidos catedráticos protegían su carrera en Filosofía augurándole un gran futuro en la profesión, incluso después de que huyera al sur de Francia para incorporarse a la sanguinaria dirección colectiva de la banda conocida como “Artapalo”, desarticulada en 1992. Pero, volviendo a la época de mi COU, en el curso 1975-76, es pertinente recordar que transcurría el año de la larga y dolorosa agonía y muerte de Franco.
Asistimos al comienzo del fin del régimen que tan torpemente convirtió a una banda juvenil que soñaba con emular al Che Guevara y leía al teórico de la insurgencia Franz Fanon en una auténtica banda terrorista, destinada a convertirse no en su pesadilla, sino en la de la posterior democracia española, contra la que ETA perpetró el 95% de sus atentados y asesinatos tras haber estado a punto de desaparecer los años inmediatos a la muerte de Franco (por qué no ocurrió algo tan probable tras la generosa amnistía de 1977 sigue siendo un enigma a investigar). Naturalmente, la pregunta que viene al caso en lo que combatir al terrorismo se refiere es qué hizo y para qué sirvió el sistema educativo del País Vasco.
Como cuestión previa debo recordar que nos transformamos de escolares españoles más bien normales y corrientes, no muy distintos a los de Madrid o Barcelona, nacidos y crecidos en una sociedad urbanizada y desarrollada, en escolares profundamente hostiles a todo lo que sonara a español, identificado con franquismo y dictadura. Y esto pasó en muy pocos años.
Hoy puede sorprender que antes de los años setenta muchos consideraran el euskera un pintoresquismo rural, cuando no algo propio de paletos que era mejor disimular (casi como ser emigrante gallego o extremeño); de hecho así actuaban los pocos compañeros euskaldunes que recuerdo (inevitablemente llamados caseros o aldeanos). Sin embargo, en muy pocos años esos mismos escolares se fueron imbuyendo de nacionalismo y de un odio al régimen pronto trasladado a España como totalidad; la transformación se produjo entre 1970 y 1977. Los detalles, momentos y liturgias de este proceso darían para un extenso trabajo, por ejemplo el rito de paso de la vasquización del nombre propio, cuando los “Jorge” pasaban a ser “Gorka” y las “Ana”, “Ane”. O la asistencia a las primeras manifestaciones políticas, las primeras pintadas con espray del “Gora ETA”, la compra (o hurto) de los primeros libros marxistas y todo lo demás.
La educación que se impuso fue una educación sentimental alternativa, surgida extramuros de los centros escolares
Como es obvio, tamaña transformación, con su inversión de valores, no fue una consecuencia de la educación que recibimos, anclada en valores tradicionales y en el método del palo antes que la zanahoria, inmersa en la despolitización absoluta y en el elogio o soslayo de la dictadura, en cualquier caso aceptada como cosa inevitable. Esa educación cosechó un rotundo fracaso con nosotros, escolares de clase media nacidos en España y lanzados a combatirla como causa de todos los males. La educación que se impuso fue una educación sentimental alternativa, surgida extramuros de los centros escolares –la mayoría de ellos, centros católicos privados- al calor de la oposición al franquismo, una educación sentimental favorable al nacionalismo vasco que comenzamos a descubrir entonces con ingenua admiración y poquísima información, y también favorable en parte a la extrema izquierda comunista. Debo decir, porque lo viví, que la Iglesia vasca no hizo nada por oponerse a ese proceso, sino todo lo contrario: intentó encabezarlo, aunque finalmente quedara desplazada por completo y sustituida por la religión política del nacionalismo vasco en sus diferentes sectas, de la “moderada” a la terrorista, que vació los seminarios mientras engrosaba las nuevas parroquias políticas.
El régimen franquista, en sus estertores, no hizo nada efectivo para frenar la extensión de esa educación sentimental proabertzale y revolucionaria. Tampoco podía, porque cualquier cosa que viniera de él estaba condenada de antemano y automáticamente deslegitimada. De hecho, la deslegitimación y el rechazo de España como nación fue una consecuencia reactiva de la estrecha identificación de dictadura franquista con nación española. El hueco de identificación política y cultural así creado fue colmado en muchos casos por la educación sentimental antifranquista que aprobaba el terrorismo como “resistencia legítima” del oprimido pueblo vasco a invasores foráneos y brutales.
Esa educación sentimental, en el fondo no tan alejada de la franquista en el rechazo del pluralismo y de la democracia, lo que explica en parte su fácil y rápida sustitución[3], acabó convertida en el eje ideológico implícito de la enseñanza pública vasca, de las ikastolas y de los centros católicos concertados. El relato forjado entonces, que dura ya dos generaciones, hablaba de una dictadura sangrienta que había reprimido brutalmente al pueblo vasco hasta casi los límites de la desaparición, contra la que se había alzado heroicamente un pequeño grupo de idealistas llamado ETA; había que elegir entre ser español o vasco, dos condiciones incompatibles y excluyentes; entre apoyar al euskera y la “cultura vasca” o condenarlas a muerte, etc. La fuerza de un relato tan tosco, antihistórico y violento, radicaba y sigue radicando no en su nula racionalidad, sino en su poder sentimental para tramar una nueva comunidad política segregada de la española, la nacionalista vasca.
Después de 1979, la renuncia de la democracia española a tener su propia estrategia educativa frustró cualquier puesta en valor de la ciudadanía española y de sus valores democráticos de pertenencia a la misma nación e historia inclusiva
Con las diferencias, intensidades y matices que se quieran, este esquema narrativo dominaba la percepción social de la historia reciente en el País Vasco (y parte de Navarra), y en buena medida sigue haciéndolo. El inesperado y desastroso abandono de la idea misma de construir un sistema educativo democrático español precipitó la consolidación del trueque de sentimentalismo franquista o carlista por el etarra y abertzale. La transferencia de la educación a las Comunidades Autónomas implicaba en el caso vasco y catalán regalarla a una concepción nacionalista militante y separatista. Después de 1979, la renuncia de la democracia española a tener su propia estrategia educativa frustró cualquier puesta en valor de la ciudadanía española y de sus valores democráticos de pertenencia a la misma nación e historia inclusiva. En resumidas cuentas, la educación sentimental nacida al tóxico calor del auge del terrorismo se impuso a una educación sentimental democrática española, frustrada desde el comienzo en el País Vasco (y en Cataluña). El soslayo o negación activa de España, y de la propia democracia liberal, se convirtió en clave de la educación sentimental de una generación escolarizada en la era constitucional, sin ninguna experiencia real de la dictadura pero que, por el imaginario imbuido en la educación, se sentía sumergida en la distorsionada recreación incesante de los tristes tiempos entre el Proceso de Burgos y la masacre de Vitoria de 1976: Franco seguía vivo y coleando (creencia que ha mantenido también viva la paleoizquierda antiliberal del resto de España).
En esta recreación, ETA y el terrorismo son parte necesaria y justificada de la liberación del pueblo vasco, condición necesaria de la prosperidad y libertades del presente, arrebatadas a la dictadura a pesar de España. Quizás ETA fuera anacrónica y demasiado violenta para los más moderados y pragmáticos, pero en cualquier caso depositaria de una razón de ser y necesidad histórica muy superior a la que representaban sus víctimas.
Proporcionar coartadas sentimentales para la violencia política de cualquier grado superando escrúpulos éticos y políticos: ese fue y es el gran triunfo de la educación sentimental nacionalista
Las víctimas era asignadas al campo nefando del fascismo y la represión franquista a través del mecanismo negacionista del “algo habrá hecho”: una razón lógica habrá para que lo hayan matado o secuestrado, desde ser chivato policial a un vil traficante de drogas, un empresario o político españolista, un odiado policía o militar o guardia civil. Incluso un traidor a la banda, como cuando asesinaron a Yoyes ante su hijo de tres años, en la plaza del pueblo y a plena luz del día. Proporcionar coartadas sentimentales para la violencia política de cualquier grado superando escrúpulos éticos y políticos: ese fue y es el gran triunfo de la educación sentimental nacionalista, asumida en buena medida por la izquierda, y también por la Iglesia, con escasas excepciones. Con el corolario de frustrar una educación sentimental alternativa, comprometida con la democracia española, que no llegó ni a intentarse tras el abandono de la educación al control nacionalista y, no menos importante, el abandono a su suerte y a la muerte civil de los ciudadanos vascos que trataban de oponerse al inexorable avance de ese rodillo educativo.
[1] Este artículo recoge parte de un capítulo de un libro colectivo de próxima publicación a cargo de la Fundación Villacisneros.
[2] Es inevitable aludir aquí al problema de la distinción entre terrorismo y “resistencia armada” o guerrillas contra regímenes totalitarios, dictaduras y ocupaciones militares. No es tan sencillo como pudiera parecer a simple vista. Pero como no podemos entrar aquí en ese debate, he preferido limitar el problema a la acción terrorista en una sociedad democrática, caso de ETA, IRA, BR, etc.
[3] Especialmente veloz y fácil en familias y pueblos enteros de ideología carlista, que dieron sin mayores complicaciones el salto del requeté franquista y la Santa Tradición al culto a ETA y el abertzalismo.