No he enarbolado una bandera, ni española ni de ninguna otra clase, en mi vida. No lo he hecho para celebrar ninguna de las victorias de esos deportistas internacionales que tantas satisfacciones nos dan. Tampoco lo hice, y había más razones para hacerlo, en ninguna de las muchas manifestaciones a las que acudí, tanto en Madrid como en el País Vasco, cuando ETA nos asesinaba a los españoles por el hecho de serlo. No crean que me parece mal que otros agiten la bandera en estos casos, al contrario, en ambas circunstancias me alegraba mucho de ver a otra gente haciéndolo, pero a mí simplemente no me sale, como tampoco me sale gritar consignas por muy de acuerdo que esté con ellas. No creo que eso sea un problema, simplemente soy así y, al igual que hay gente que no le sale cantar aunque les guste la música, a mí no me sale agitar la bandera aunque me siento razonablemente cómodo con el hecho de ser español.
Para qué negarlo, en este país tenemos un problema con nuestra bandera
Sin embargo, para qué negarlo, en este país tenemos un problema con nuestra bandera. No habló de quienes, dentro y fuera de nuestras fronteras, odian todo lo que suene a español, ya que en ese caso el rechazo es lógico y ni necesita mayor explicación ni tiene remedio alguno. Hablo de la gente que, siendo española y no teniendo ningún problema en serlo, es incapaz de superar un cierto rechazo hacia el símbolo por antonomasia de su propio país. Ayer mismo un amigo, con el que coincido políticamente en casi todo, me confesaba que aún en estas circunstancias en las que estamos la visión de la bandera de España le provocaba incomodidad. Era algo involuntario e irracional, me confesaba, pero a una gran mayoría de los que se habían criado en alguna de las llamadas comunidades históricas y también a una parte nada desdeñable de los que lo hicieron en el resto de España les pasaba lo mismo, según me decía. No niego que sea así, de hecho sé que es así, y por eso digo que tenemos un problema.
Hemos pensado que no pasaba nada por ser así de originales, por ser el único país del mundo cuya enseña nacional levantaba sospechas entre muchos de sus ciudadanos
Durante mucho tiempo no hemos querido verlo y hemos pensado que no pasaba nada por ser así de originales, por ser el único país del mundo cuya enseña nacional levantaba sospechas entre muchos de sus ciudadanos, estaba prácticamente vetada en buena parte de su territorio, completamente ausente en los actos políticos de la izquierda y, según dónde se celebren, en muchísimos de la derecha. Pero parece que no es que fuéramos los más listos y modernos del planeta, sino que teníamos un problema y no queríamos verlo o no sabíamos afrontarlo. Porque, reconozcámoslo de una vez, las banderas son necesarias, y lo son porque forman parte imprescindible de ese entramado simbólico que consigue crear en los individuos un sentido de comunidad sin el cual ninguna nación puede sobrevivir.
Probablemente esto lo sabemos la mayoría y es seguro que todos, en algún momento, queremos sentirnos parte de una comunidad. Por ello, eso que a menudo oímos a nuestros compatriotas de que “a mí no me gusta ninguna bandera”, normalmente quiere decir “a mí no me gusta esa bandera”. Descartadas por puro sentido común las razones estéticas, parece que ese no gustar se debe a que esas personas encuentran que la bandera de España está, como si dijéramos, manchada. Y yo me pregunto: ¿hay alguna bandera en el mundo que esté inmaculada? ¿Cuál? ¿Lo está acaso algún símbolo, por ejemplo ese símbolo entre los símbolos que es la cruz y por el que aún hoy mismo hay gente que literalmente da la vida? Creo que la cruz es un buen ejemplo para entender el problema. Algunos dicen que no pueden con la bandera española por el abuso que Franco hizo de ella, pero ¿no usó y abusó igualmente de la cruz? ¿Eso ha hecho que curas nacionalistas vascos y catalanes abjuren de ella? Y a su vez, ese abuso del clero nacionalista de la cruz ¿ha provocado el rechazo de los creyentes no nacionalistas hacia su símbolo más preciado? En realidad los únicos símbolos, las únicas banderas inmaculadas son las de las naciones nonatas, y ya vemos que tampoco.
Está claro que ninguna bandera, por nueva que sea, se limita a traer a la mente simple y asépticamente a un determinado país. Todas están cargadas de otros significados, o si se quiere, de otros sentidos, y estos son tremendamente cambiantes. Por ejemplo, ante la bandera de Francia, nuestros revolucionarios vecinos de 1789 y los rebeldes argelinos en 1962 no veían lo mismo. Tampoco eran iguales los sentimientos que inspiraban las barras y estrellas en las playas de Normandía en 1944 y en las calles de Santiago de Chile en 1973. Por cierto, que en Normandía la bandera americana inspiraba esperanza, fortaleza y gratitud en millones de hombres, pero también un muy justificado temor en otros muchos que seguramente no merecían morir, no debemos olvidarlo.
España representa el único proyecto político que aquí y ahora tenemos para enfrentarnos al totalitarismo, el integrismo y la locura identitaria que nos acecha
No sé ustedes, pero yo no creo en las esencias eternas de las naciones. Lo que es cada país, lo que significa para sí mismo y para el resto, cambia con la historia y el punto de vista, y eso es algo difícilmente discutible salvo que uno sea nacionalista. La pregunta por tanto sería qué sentido tiene España, y con ella su bandera, en este momento para nosotros. Solo puedo responder por mí mismo: España representa el único proyecto político que aquí y ahora tenemos para enfrentarnos al totalitarismo, el integrismo y la locura identitaria que nos acecha. Si alguien conoce otro mejor, que lo diga. Quizás alguno piense en Europa pero nadie negará que es un proyecto menos consolidado, por decirlo suavemente, además de imposible si se rompen en pedazos los estados miembros, aunque yo desde luego me apunto a él para el largo plazo.
Esos hombres y esa bandera yacían allí no por lo que eran, sino por lo que representaban, el marco de convivencia plural y libre que ETA no estaba dispuesta a aceptar
Desde luego, lo que cada uno ve en una bandera es personal e intransferible y no porque alguien diga que ve tal cosa, otro la tiene que ver igual. Esas percepciones tienen su evolución y sus puntos críticos y probablemente, a juzgar por esa cantidad nunca antes vista de banderas de España que asoman en los balcones de mi ciudad, estamos ante uno de ellos. Yo recuerdo muy bien cuando cambió mi percepción de la bandera de España. Si bien es cierto que, como decía, nunca tuve problemas con ella, la verdad es que era algo que me dejaba bastante frío hasta que empecé a verla cubriendo los féretros de los policías y guardias civiles que ETA asesinaba, día sí y día también, en los ya lejanos años 80. Creo que capté perfectamente el mensaje que nos mandaban los terroristas: esos hombres y esa bandera yacían allí no por lo que eran, sino por lo que representaban, y eso que representaban no era ninguna esencia eterna, sino el marco de convivencia plural y libre que ETA no estaba dispuesta a aceptar.
Quizás haya quien piense que, a pesar de todo, la emoción por la bandera siempre implica algo de chauvinismo, de exclusión, de nacionalismo al fin y al cabo. No es así, lo sé con seguridad, y lo sé porque, como tantas otras cosas, el cine me lo enseñó. La primera vez que me di cuenta de ello fue viendo Beau Geste, una de las películas más abstractas que conozco, tan abstracta como el inmenso desierto en el que tiene lugar la mayor parte de su historia, un desierto que es una inmensa nada en la que hay un fuerte perdido en medio del cual, en lo alto, hay una bandera, la bandera de Francia. Se diría que esa bandera no significa nada para los soldados del fuerte pues casi ninguno es francés y, sin embargo, sorprendentemente, algunos están dispuestos a morir por ella. Tanto es así que uno de los protagonistas, que es inglés hasta la médula y ni ha estado nunca en Francia ni tiene ningún interés en ese país, pide que cuando muera cubran su cuerpo con ella. Cuando vi la película de niño lo entendí perfectamente y no le di más vueltas, pero cuando volví a esa película de adulto ya no lo entendía hasta que, simplemente, volví a pensar como un niño, que es como en gran medida piensan los protagonistas de la película, que no parecen haber dejado nunca de jugar a ser caballeros de la tabla redonda o reyes vikingos. Por eso, ya adultos, en medio del desierto con la muerte acechando, para seguir hasta las últimas consecuencias con su juego, cogen lo que tienen a mano, la bandera de un país extranjero, y lo convierten en el emblema mismo de la lealtad, el compromiso y el compañerismo. Es algo un poco loco, en el sentido quijotesco del término, pero creo que hay mucha verdad en eso de que debemos coger el símbolo que tenemos a mano y, por costoso que sea, darle el sentido que queremos que tenga. Es, sin duda, una de las dos mejores historias cinematográficas sobre banderas que conozco.
A mí, que soy español, se me erizan los pelos todas y cada una de las veces que veo esa escena de Casablanca, porque la emoción que nos arrastra a todos no es Francia, es la libertad
La otra es aún más famosa y mucho menos loca y abstracta. Es de Casablanca, la secuencia de La Marsellesa, que se me dirá que es un himno y no una bandera, a lo que contesto que qué es un himno sino una bandera que se canta. Probablemente no hace falta, pero la recuerdo aquí: estamos en el café de Rick, los nazis están con sus cánticos de marciales, los clientes y el personal les escuchan entre indignados y aterrorizados cuando Victor Lazlo, un checo, pide a la orquesta que toque La Marsellesa. Rick, un americano, hace una seña a los músicos para que lo hagan, estos empiezan y clientes de todas las nacionalidades, incluida la alemana, se levantan a cantar. El valor vuelve a ellos, los ojos se llenan de lágrimas, las voces vibran como si fueran a quebrarse, pero consiguen apagar los canticos nazis. Ilsa, la mujer de Lazlo, que es sueca, se da cuenta de que ese es el hombre al que ama y a mí, que soy español, se me erizan los pelos todas y cada una de las veces que veo la escena, porque la emoción que nos arrastra a todos no es Francia, es la libertad.