Clara Campoamor - Esperanza Fernandez Acedo

Entre los personajes valiosos de nuestra historia, ocupa un lugar destacado Clara Campoamor. Su figura se agranda a medida que se libera del doble afán de silenciarla por parte de cada uno de los bandos de la guerra civil. Es el sino de los independientes de criterio en una sociedad con tendencia a la generación de bloques. Frente al sectarismo y la polarización de la época, se la podría ubicar en lo que Madariaga llamó la tercera España que representaba la parte más libre de dogmatismos en un tiempo, el de la II República y la Guerra Civil, en el que personajes como ella o como Manuel Chaves Nogales no abrazaron la causa de ninguno de los dos extremos y, por ello, su condena fue el olvido durante muchos años; no eran franquistas y tampoco los reivindicaron como suyos los antifranquistas.

Es probablemente la fuente más antigua sobre esos primeros meses de la guerra y su testimonio es de gran importancia, por haber sido testigo directo de los hechos y voz autorizada para juzgarlos

En abril de este año vio la luz la 6ª edición de su libro “La revolución española vista por una republicana”, traducido del francés, editado y comentado por Luis Español Fouché *, que se publicó por primera vez en francés en 1937, probablemente traducido a su vez de un original en español desaparecido. El libro tuvo escasa difusión hasta que en 2005 apareció esta traducción, ahora ampliada y revisada. Incluso no aparece citado por ella misma en la relación de sus trabajos. Lo escribió en Lausana a finales de 1936, tras salir exiliada en septiembre de 1936, con la colaboración de su amiga Antoinette Quinche, abogada suiza. Según señala el editor de la obra, es probablemente la fuente más antigua sobre esos primeros meses de la guerra y su testimonio es de gran importancia, por haber sido testigo directo de los hechos y voz autorizada para juzgarlos. La escasa difusión durante muchos años se debe a que ella mandó retirar el libro de la editorial para no perjudicar el nombre de la República cuando algunos de sus amigos le hablaron de las atrocidades que se estaban produciendo también en la zona controlada por los sublevados. Pero el silencio que ha rodeado la obra encuentra su explicación, sobre todo, en que, por un lado, el bando gubernamental no sale bien parado y en el de los sublevados no se podían sentir inclinados a dar pábulo al libro de una republicana.

Conocemos a Clara Campoamor, sobre todo, por su lucha denodada y efectiva en favor del voto femenino, que cuajó en el reconocimiento del mismo en el año 1931, pese a la oposición con la que contó dentro de su propio partido, el partido Radical, partidario de un aplazamiento, y del Partido Socialista, que tuvo en la diputada socialista Victoria Kent a una firme detractora. La misma posición tuvieron Margarita Nelken y la mayoría de los socialistas, que votaron en contra. Indalecio Prieto declaró al salir del Congreso ese 1 de octubre de 1931 que la aprobación del voto femenino era “una puñalada trapera contra la República”. Ella diría en una carta escrita en 1959: “Creo que lo único que ha quedado de la República fue lo que hice yo: el voto femenino”, según citan Concha Fagoaga y Paloma Saavedra, sus biógrafas. Lo cierto es que su lucha por el sufragio universal, así como las demás leyes progresistas a las que contribuyó, como la del divorcio y el matrimonio civil, la sitúan como uno de los personajes más clarividentes y positivos de ese periodo. De esa lucidez es buena muestra este libro, que merece ser difundido, por su testimonio de esos primeros meses de la guerra en Madrid y de los precedentes desde la victoria del Frente Popular en febrero, así como por el análisis que realiza de las causas que llevaron a la guerra civil.

Describe las causas que llevaron a esta ruptura del orden institucional y las enmarca, como punto de referencia general, en la errónea dirección política de las masas y el deficiente estado de madurez de las mismas

Partiendo de la base indudable de que la sublevación se realiza contra un Estado de derecho establecido a raíz de unas elecciones, describe las causas que llevaron a esta ruptura del orden institucional y las enmarca, como punto de referencia general, en la errónea dirección política de las masas y el deficiente estado de madurez de las mismas, concepto que alude a la medida en que son capaces o no de entender las consecuencias de su actividad electoral. Además, destaca que España no es un país de partidos sino de opinión. La afiliación es muy escasa y esa falta de organización lleva a grandes coaliciones lo que, a su vez, llevaba a elaborar programas electorales de circunstancias con muchas promesas que difícilmente se podían cumplir.

Sobre la situación previa al golpe de Franco, va desgranando los errores cometidos por el Gobierno desde el triunfo del Frente Popular en febrero. Para empezar, el adueñarse de la más alta magistratura del Estado al quitar a Alcalá Zamora de presidente de la República sin base legal, hecho grave que condujo a que la opinión pública perdiese el respeto a la ley y las instituciones. Otro error importante que señala es la amnistía para los detenidos de la revolución de 1934, lo que entrañaba la liquidación de medidas legales del anterior gobierno. Ahí radica la gravedad del asunto, piensa, y ello pese a que se muestra muy crítica con la forma en que el gobierno de Lerroux-Gil Robles condujo la respuesta a esa revolución. Pone esa amnistía de 1936 en contraste con lo ocurrido en el bienio derechista, cuando el presidente de la República, Alcalá Zamora, evitó que el gobierno amnistiase a los militares que se alzaron contra el régimen en 1932. Estas cesiones al anarcosindicalismo y a los más extremistas del Frente Popular eran victorias para estos que les iban dando un control cada vez mayor. Lejos de calmarlos, los envalentonaba mientras que los partidos republicanos, minoritarios en la coalición, se desprestigiaban con estas cesiones pues los extremistas celebraban su triunfo con incendios, huelgas y actos ilegales como si luchasen contra un gobierno hostil. A esta debilidad gubernamental y falta de control atribuye una responsabilidad esencial en la tragedia de la guerra a la que califica de ”lucha fratricida torpemente provocada por la debilidad del Frente Popular ante el desorden, lucha frívolamente iniciada por los militares”.

Analiza, asimismo, la falta de medidas encaminadas a neutralizar el peligro de alzamiento militar, imperdonables dado que era uno de los escenarios previsibles. A diferencia de Alcalá Zamora, que había puesto trabas constantemente al ejército y contaba con muchos y fieles amigos entre los generales que se sublevaron más tarde, bajo la presidencia de Azaña esta sintonía con el ejército se pierde y esto favorece la insurrección. Por otra parte, señala otros errores militares como el de no destituir a todos los mandos de Marruecos. El Gobierno ya había utilizado a estas fuerzas en dos ocasiones: en 1932, contra el alzamiento de Sanjurjo, y contra el movimiento revolucionario de 1934. Por eso, conocía que eran las unidades más entrenadas para cualquier intervención y constituía una negligencia el no haberse asegurado su lealtad.

Peca de ingenuidad al pensar que, con la sublevación franquista en marcha, cabía una transacción para haber evitado la guerra después del golpe del 17 de julio

No obstante, peca de ingenuidad al pensar que, con la sublevación franquista en marcha, cabía una transacción para haber evitado la guerra después del golpe del 17 de julio. Una vez decidida la sublevación, Franco no tenía más objeto que la victoria para instaurar una dictadura militar y, más aún, conociendo ya el apoyo con que contaba en las distintas regiones militares y las deficiencias de la resistencia militar del gobierno, que la autora describe muy bien. Esto no quita relevancia ni veracidad a su testimonio de los hechos ocurridos en esos meses y a su análisis de los factores que llevaron a la guerra civil. Considera una ocasión perdida el Gabinete de conciliación Martínez Barrio, que no llegó ni a constituirse formalmente, y un error el haber armado a las milicias de los partidos o, más bien, completado su armamento pues, desde 1934, muchas armas estaban en poder de los partidos de izquierda. Pero se sabe que Martínez Barrio sí intentó esa conciliación en conversación con el general Emilio Mola y este rechazó esa posibilidad. Esa sería la causa de la dimisión, ademas de su negativa a entregar armas al pueblo. A continuación Azaña encargaría a Giral formar gobierno, solo con republicanos de izquierda y apoyado por el partido socialista, que toma la decisión de armar a las milicias. Lo que sí trata con gran conocimiento y agudeza es el proceso de cesiones a la parte más extremista de izquierda del Frente Popular por parte de los republicanos, la heterogénea composición de ambos bandos, sus luchas internas y el confuso carácter ideológico de la sublevación. Por tratarse de una testigo cualificada, su visión ayuda a una comprensión mucho más certera de las causas que llevaron a la guerra.

Una vez desatada la contienda, la debilidad gubernamental se hace patente. Su opinión es que se debe a tres causas: la carencia de técnica, la ausencia de disciplina y la desmoralización de la retaguardia. Esta última la atribuye a los excesos de las milicias y la ineficacia o desinterés del gobierno en controlarlas. Critica duramente al Gobierno, incapaz de mantener el orden en el campo y en la ciudad en la zona bajo su control y describe los atropellos que se producían en Madrid. Explica la ausencia en su texto de lo ocurrido en la zona bajo control de los insurrectos explicando que “las acusaciones de crueldad parten de los dos bandos…Pero del lado gubernamental quiso la suerte que fuese yo testigo más o menos directa de los excesos cometidos”. Al preguntarse por qué el gobierno republicano se abstuvo de tomar medidas efectivas contra las atroces acciones de los milicianos (las checas, los paseos, los fusilamientos en las tapias de la Casa de Campo y otros lugares, incluso de personas de partidos no perseguidos por el régimen, algunos de los cuales pedían al Gobierno que los pusiera a disposición de la DGS para protegerlos), concluye que no era impotencia pues cuando se vio en peligro, por ejemplo cuando entraron en las embajadas de Venezuela y Reino Unido, sí tomó medidas contra las milicias, tan fáciles como encomendarle su vigilancia a la Guardia Civil, cuerpo que hasta ese momento se había resistido a utilizar porque no despertaba simpatías entre los partidos de izquierda del Gobierno. Al tolerar los atropellos, este perdía legitimidad entre el pueblo, según sus palabras, “republicano pero pacífico, liberal pero amante del orden, demócrata pero temeroso de la anarquía…todos aquellos que no miran la vida sobre el plano histórico sino tal como se presenta día a día comprendieron el peligro que suponía para ellos ese terror ejercido por una chusma rencorosa, envenenada por una odiosa propaganda de clase”. Tras los primeros meses de actuación de las checas, el Gobierno nombró tribunales populares intentando dar a sus excesos una apariencia de justicia regular y limitarlos.

Al preguntarse si la lucha era fascismo contra democracia, se responde sin dudar que en absoluto, pues ni el fascismo puro ni la democracia pura alentaban a los dos adversarios

Al preguntarse si la lucha era fascismo contra democracia, se responde sin dudar que en absoluto, pues ni el fascismo puro ni la democracia pura alentaban a los dos adversarios. Por el lado de los sublevados, la composición era diversa y el tiempo ha demostrado que la dirección que se impuso aspiraba a una dictadura militar quedando los fascistas puros (Falange) en posición supeditada a los militares. En el gubernamental, el predominio absoluto era el de los partidarios de proyectos totalitarios. En cuanto a los republicanos, que aspiraban a una democracia pluralista frente a dos proyectos totalitarios, eran minoría y, por ello, opina que si triunfara el Gobierno, esa victoria no traería un régimen democrático pues ya no contaban nada en el Gabinete. Por ello insiste en que “… lo que ahora nos interesa subrayar es que palabras como democracia o fascismo que se pretende inscribir en las banderas de los gubernamentales o de los insurrectos son del todo inadecuadas y no permiten explicar los objetivos de la guerra civil ni justificarla”. También descalifica, por improbable, la opinión de los simpatizantes de la sublevación según la cual esta se realiza para adelantarse a una prevista revolución social-comunista prevista para el mes de agosto, ya que los partidarios de esa revolución no tenían razones para hacerla pues Azaña iba progresivamente cediéndoles poder que les permitiría introducir la dictadura del proletariado sin enfrentamientos, pese a que las ideas del presidente de la República eran, según él decía, antimarxistas.

Sostiene que el triunfo de uno de los bandos no resolverá la situación por la composición heterogénea de los mismos y un partido acabaría por implantar una dictadura sobre los demás, tanto si triunfaba los sublevados como si se imponían los gubernamentales. No se equivocó tampoco en eso. Con el tiempo veríamos que en el bando ganador Franco optó por la solución de unificar en un partido único a todos los partidos participantes en la rebelión. En el seno de la coalición gubernamental también predice el desplazamiento y represión que sufrirían los republicanos y la lucha entre comunistas y anarquistas por imponer su modelo de sociedad en el caso de que ganaran la guerra. Sin llegar a ganarla, poco después se vio, en el curso de la misma, esta lucha entre los anarquistas, partidarios de hacer la revolución al tiempo que la guerra, con los comunistas, partidarios de ganar la guerra y después la revolución, lucha que se saldó con el triunfo de los comunistas que, cada vez más influyentes por su capacidad de organización y el apoyo soviético, lograron que el Gobierno acabase con las colectividades de Aragón, último reducto de poder de los anarquistas. Y no solo entre comunistas y anarquistas sino también entre aquellos y los trotskistas del POUM, perseguidos por el PCE y cuyo líder, Andreu Nin, fue secuestrado y asesinado por agentes soviéticos.

A propósito de los soviéticos, en su relato no falta la ironía, especialmente cuando describe la actuación estelar de Rosenberg, el embajador de la URSS, que llegó a tener una influencia decisiva en el Gobierno de Largo Caballero, al que, entre otras actuaciones, hizo desistir de la idea de declarar la dictadura del proletariado, etiqueta que nada convenía en esos momentos ni al Gobierno soviético ni al español.

Destaco las similitudes con el presente que he encontrado en algunos de los hechos que relata, tales como el intento de eludir los procedimientos legales o las cesiones a los que quieren romper las reglas del juego

De las reflexiones que me ha suscitado la lectura del libro, destaco las similitudes con el presente que he encontrado en algunos de los hechos que relata, tales como el intento de eludir los procedimientos legales o las cesiones a los que quieren romper las reglas del juego, la democracia o el país; similitudes inquietantes porque sugieren que podemos estar condenados a que se repitan los acontecimientos, ante lo que solo nos queda confiar, por un lado, en que la situación de España, en todos los aspectos muy diferente a la de los años 30, no sea caldo de cultivo para un desenlace similar y, por otro, en que al menos se cumpla la sentencia marxiana y, si llegan a repetirse, ahora no sea como tragedia sino como farsa.

Clara Campoamor deja Madrid a principios de septiembre de 1936. Según explica, debido a la anarquía que reina en la capital ante la impotencia del Gobierno y la absoluta falta de seguridad personal. Los peligros “incluso para los liberales -o quizás sobre todo para ellos-me impusieron esta prudente medida…Se sabe también que los autores de los excesos, o los que han tolerado que se cometan, siempre encuentran excusas aunque solo consistan en pretender que hay que juzgar las revoluciones en su conjunto y no en sus detalles, por elocuentes que sean. ¡Y yo no quería ser uno de esos detalles sacrificados inútilmente!”. Tras frustrarse otro intento, consigue, junto a su madre y su sobrina, embarcar en un barco alemán hacia Génova. En ese viaje hacia el exilio, se pone de manifiesto también esa característica del personaje que se desenvuelve entre dos fanatismos; huyendo del extremismo de izquierdas, se tiene que enfrentar en la travesía al de derechas. Cinco falangistas, sabedores de que viajaba en el barco la diputada republicana responsable de la ley del divorcio, tramaron arrojarla por la borda y, al comunicarlo al capitán, este los disuadió alegando las responsabilidades en las que él incurriría. Entonces decidieron enviar un radiograma a Génova para alertar al comité español fascista y a la policía italiana para que la detuvieran al llegar al puerto. Así lo hicieron, por lo que estuvo retenida por la policía italiana en Génova antes de partir para Suiza. A lo largo de sus años de exilio, hasta su muerte en 1972 en Lausana, intentó varias veces volver a España pero el hecho de estar fichada por el Tribunal de Represión de la Masonería se lo impidió. El mejor tributo que podemos hacerle es leer sus escritos y, entre ellos, este libro que nos ilustra con perspicacia sobre hechos de nuestro pasado que no debemos olvidar, menos en estos momentos en que algunos de los errores de esa época que retrata comienzan a reproducirse.

* Clara Campoamor “La Revolución española vista por una republicana”. Edición 
de Luis Español Bouché. Ediciones Espuela de Plata. 6ª edición: abril de 2018