Con la llegada de la primavera el Gobierno decide que ocurra un salto horario en nuestras vidas, un caso excepcional anual, valga el oxímoron.
Hay opiniones científicas que justifican lo inconveniente de esa medida. Algunos políticos de menor rango jerárquico que los que imponen el cambio en los relojes solicitan que su territorio no sufra la variación por motivos, entre otros, de interés económico.
No seré yo quien juzgue los méritos de los opositores al Ejecutivo en semejante asunto. Ahora bien, sí me atrevo a decir que más allá de las razones de los disconformes está la necesidad de la precisión horaria. Lo prioritario es tener absoluta certeza sobre qué hora es en cada momento y lugar, por muy malo que haya sido el método adoptado para fijarla.
El prestigio de la autoridad no reside tanto en el contenido de sus decisiones, como en el hecho de ser el sujeto que produce decisiones inapelables
Este sencillo ejemplo sirve para entender por qué la autoridad es buena en sí misma, más allá de la eventual polémica sobre su grado de bondad. El caso del cambio horario nos enseña que el prestigio de la autoridad no reside tanto en el contenido de sus decisiones, como en el hecho de ser el sujeto que produce decisiones inapelables.
Toda resolución firme que zanja una controversia, se haya adoptado mediante un procedimiento democrático o no, por el hecho mismo de ser inapelable se convierte en acertada y correcta durante el tiempo que esté vigente, pues en la práctica no poder ser acusado de error es lo mismo que acertar.
Hay normas que se cumplen porque son buenas y razonables, y hay otras que se respetan porque no se pueden recurrir. Pero en realidad son idénticas en una cosa, en su obligatoriedad, con independencia de su mayor o menor razón.
Quizás pensemos que sólo los actos políticos pueden imponerse de forma injusta, pero no es así. Las órdenes de los padres a los hijos menores pueden estar ayunas de razón pero se cumplen. Y qué decir de las sentencias judiciales. ¿Qué más da que éstas no sean razonables cuando un asunto adquiere la condición de «cosa juzgada», si nadie puede castigar a los jueces o revocar la sentencia por no serlo?
Volviendo al asunto del cambio horario y las decisiones políticas, ¿qué diferencia real existe para los ciudadanos que aquél haya sido promulgado por un motivo o por otro?
Puedo contestar que ninguna, porque las decisiones que pautan seguridades, que establecen una regularidad, es decir, las auténticamente políticas, tienen valor per se dado que en éstas es más importante decidir, que el contenido de la decisión.
Por tanto, el valor de la autoridad, excluyendo sus manifestaciones arbitrarias o directamente irracionales, se basa en la seguridad e infalibilidad que se deriva de tener la última palabra.
Ese traslado de la decisión última del ámbito de la política a la justicia liquida la autoridad
Viene esto a cuento porque el caso de la negativa de una Audiencia regional teutona a extraditar a España al fugado Puigdemont para que sea juzgado por el delito de rebelión es un caso paradigmático, otro más, de que el Poder Judicial se ha convertido en el soberano político, esto es, el que decide sobre el caso excepcional. Y ese traslado de la decisión última del ámbito de la política a la justicia liquida la autoridad.
A este respecto, no hay duda de que la pretensión de declarar una nueva República en una parte de un Estado supone un alzamiento, un golpe de fuerza, una insurrección… En síntesis, un hecho excepcional.
Si un juez foráneo, alemán o de Pernambuco, considera que un movimiento insurreccional en un país que no es el suyo no ha sido suficientemente agresivo o intenso, su decisión influye objetivamente en el curso de los acontecimientos del Estado al que se niega a extraditar al prófugo, pues si el Gobierno de España considerase oportuno utilizar la fuerza contra los actos subversivos dirigidos y amparados por el político golpista que un juez alienígena considera no violento, el Presidente y los Ministros del Gobierno español serán pasto de cualquier Tribunal Penal, no sólo Internacional, que tenga a bien encausarles por el sinfín de delitos que castigan el uso de la fuerza.
Por tanto, si el Poder Judicial de cualquier país se considera legitimado para determinar cuándo concurre un hecho excepcional en un Estado que no es el suyo, la autoridad de ese Estado pierde su autonomía en beneficio de los múltiples jueces que conozcan del caso, pues la decisión del Gobierno aquí estará condicionada por la previsible revisión de una miríada de entidades judiciales allá.
Esto supone un giro copernicano en los usos y costumbres de la política.
Tradicionalmente, intervenir en acontecimientos excepcionales de otro país suponía tal gravedad que los gobiernos se tentaban la ropa antes de hacerlo
Tradicionalmente, intervenir en acontecimientos excepcionales de otro país suponía tal gravedad que los gobiernos se tentaban la ropa antes de hacerlo, pues sabían que su pronunciamiento podría afectar de manera decisiva, para bien y sobre todo para mal, a la situación política del país al que se refiriesen. Sin embargo, se ha llegado al ridículo momento en que cualquier ropón con ínfulas de justiciero se considera avalado, no para realizar un mero control de legalidad formal (entrego o no al huido), sino para reservarse la decisión acerca de si ha existido un alzamiento con violencia en un país sobre el que carece de jurisdicción.
En definitiva, el máximo defensor de una nación o de un Estado, esto es, la autoridad que tiene la última palabra sobre el uso legítimo de la violencia, ve controlada políticamente su actuación a posteriori, además de por sus Tribunales o sus ciudadanos, por cualquier juez o grupo de jueces del ancho mundo. Por cualquiera.
Precisamente en la multitud de jueces que pueden impedir que una decisión política sea inapelable, reside la fuente del terrible desorden político nacional e internacional que sólo podemos intuir, pues si nunca falta un roto para un descosido, nunca faltará un juez que ampare al presunto delincuente transmutado en víctima cierta por el solemne hecho de haber cruzado una frontera.
Y la mera posibilidad de un solo juez vengador basta para que el Gobierno de turno no haga nada, temeroso ante el barrunto de que sus decisiones sean eternamente sometidas a escrutinio, y castigadas, en todo tiempo y espacio.
Por tanto, que las decisiones del Poder Ejecutivo puedan ser revisables por tribunales ajenos a nuestra jurisdicción, liquida la autoridad del Gobierno que se basa como hemos demostrado al principio en ser la última instancia decisoria, y nos deja al albur de la pura inseguridad jurídica provocada ¡oh paradoja! por la acorazada judicial.
No es de extrañar, pues, que ante la soberanía del Poder Judicial forastero Rajoy, y las decenas de «Rajoys» que se refugian en las decadentes instancias ejecutivas de los países occidentales, sea el perfecto Don Tancredo.
No obstante, la política, celosa de su autonomía, siempre se venga.
Y en el caso de los sediciosos, lo hará de una forma inopinada pero segura.