la psicopatia hispana

Jack Swingert y Jim Lovell, astronautas del Apolo XIII pronunciaron la famosa frase “¡Houston, tenemos un problema!” cuando comenzaron a brillar las luces del cuadro de mandos indicando varios fallos en cadena. Tras llegar a tierra, afortunadamente los astronautas salvaron su vida, se hizo un serio estudio de las causas del “problema” detectando errores en las pruebas del tanque de oxígeno previas al vuelo y el indebido uso de teflón en el compartimento. Gracias a ese análisis los errores se pudieron corregir logrando así que la siguiente misión del Apolo XIV alunizara con éxito.

En España hace muchos años que empezaron a encenderse las luces de advertencia de fallos sistémicos, pero hemos venido ignorándolas con denodada contumacia

El ejemplo del Apolo nos sirve para analizar lo que está pasando en nuestro país. En España hace muchos años que empezaron a encenderse las luces de advertencia de fallos sistémicos, pero hemos venido ignorándolas con denodada contumacia. No asumimos los errores ni hacemos autocrítica, más allá de buscar algún chivo expiatorio a quien hacerle culpable de todos nuestros males. Sería como si los ingenieros del Apolo XIII se hubieran conformado con echar las culpas a la atmósfera, a los propios astronautas o incluso al peso del éxito del Apolo XI, que les había impedido innovar. Si no detectamos “todas” las causas de nuestros problemas actuales, cualquier proyecto o plan de futuro que planteemos estará condenado al fracaso.

Se ha hablado mucho de la falsa gripe “española” que no tuvo su origen aquí, pero esta patología psico-cultural sí llega a su cumbre en estos lares pues gran parte de nuestros problemas se deben a una grave distorsión en la percepción de la imagen colectiva española. No se puede hablar de un pueblo sin hablar de su espíritu (Volksgeist, dicen los alemanes), de lo que le mueve a actuar de una manera y no de otra. Como decía Salvador de Madariaga: “la manera de ser de un pueblo es la misma en psicología que en la política”. La psicología de los grupos no es algo nuevo, y de hecho hay cátedras de psicología social que se ocupan de ello (ver el libro A. Blanco, A. Caballero y L. de la Corte, Psicología de los grupos, ed. Pearson, 2005, o el de José C. Sánchez, de igual título, McGRaw-Hill, 2002). Este enfoque no niega la importancia de la psicología individual, pero destaca asimismo la influencia determinante de los grupos en los que “vivimos, nos movemos y existimos”. Es decir, parafraseando a Ortega “yo soy yo y los grupos en los que me integro”, o acudiendo al refranero: “Dime con qué grupo andas y te diré quién eres”.

Para el psicólogo social Theodore Newcomb: “es francamente escasa la conducta social que permanece inmune a la influencia grupal”. No obstante, P. Zimbardo, profesor emérito de Standford, ha explicado que en todo proceso de cambio colectivo aparecen: los que incitan, los que les siguen acríticamente y los que se resisten, a los que no duda en calificar de verdaderos héroes. Es decir, siempre existe un 20% que se resiste al grupo —aquellos que mantienen el espíritu crítico—, un 20% que tira del grupo y el resto 60% que tiende a ir de la mano de los que consideran vencedores. Es lo que he llamado “la constante argenta” y que se fundamenta en los trabajos de los psicólogos Zimbardo y Milgram, así como en el principio de Pareto o la curva de Gauss.

Sin embargo, el caso de España constituye un “hecho singular” (este sí verdadero) pues, aunque como en botica haya de todo —incluidos héroes y heroínas que se resisten— predominan algunas constantes psicológicas colectivas que nos llevan al desastre. No se trata sólo de identificar los caracteres predominantes en un pueblo, aunque el propio Rafael Altamira ya dedicara a esta cuestión el libro Psicología del pueblo español, donde se preguntaba, entre otras cosas: “¿Qué consecuencia seria cabe deducir (…) en lo relativo a nuestra supuesta idolatría del Estado, que nos lleva a esperarlo todo de los poderes públicos, ahogando las funciones y la iniciativa de la sociedad?”. Por otra parte, ya he tratado los “enemigos psicológicos internos de España” resumiéndolos en tres: una ingenuidad galopante, un sectarismo patológico y un localismo (egoísmo) extremo.

Seguidamente trataremos de realizar un diagnóstico psicopatológico del pueblo español, identificando sus principales conflictos, ansiedades, traumas y formaciones reactivas. Estos rasgos pueden considerarse como verdaderas “patologías psicológicas” que amenazan la convivencia o dificultan el funcionamiento eficaz y armonioso como grupo y que se manifiestan en un “síndrome del español acomplejado, masoquista, ingenuo y dividido contra sí mismo”. Un caso único en el mundo de disonancia cognitiva a nivel colectivo:

Baja autoestima colectiva, complejo de inferioridad y virus de la ingenuidad

Decía Gregorio Marañón, en su obra dedicada al Conde-Duque de Olivares: “Los médicos sabemos el papel fundamental que el sentimiento de inferioridad juega en la creación de una parte importantísima de las neurosis y psicosis, que inutilizan para el progreso a centenares de hombres bien dotados”. Sustitúyase “hombre” por “países” y tendrán la clave de lo que le ha ocurrido a España. Para Julián de Juderías uno de los males españoles es que tendemos a engrandecer lo que hacen los demás y minusvalorar lo que hemos hecho nosotros. La adoración de nuestra derecha por el mundo anglosajón y de nuestra izquierda por el mundo galo (el extraño halago al galo que nos desprecia) lo atestiguarían.

El psiquiatra Juan José López Ibor, escribió un libro en los años cincuenta, con el siguiente título El español y su complejo de inferioridad. ¿Se imaginan el mismo libro, cambiando “español” por “francés”, “alemán”, “italiano” o “inglés”? ¡Imposible! López Ibor detectó un verdadero “complejo de inferioridad” de los españoles que al ser mal digerido nos habría llevado a una conducta neurótica. Y ¿en qué momento el paciente España se quedó anclado en este estado cataléptico del que no ha sabido evolucionar?, ¿por qué han fallado sus capacidades adaptativas a lo largo de la Historia?, ¿cómo pasó de ser un Imperio en el que no se ponía el sol a un país en proceso de auto-destrucción? López Ibor situaba ese momento en La España defendida de Quevedo al albur del surgimiento de la leyenda negra (siglo XVI), otros lo sitúan posteriormente en la pérdida del Imperio grande (1820) y otros en la pérdida del Imperio pequeño (1898). Pero lo cierto es que el resto de países europeos han pasado por similares procesos y no han reaccionado igual (e.g. en 1870 Francia perdió Alsacia y Lorena y su reacción popular e intelectual fue opuesta a la de la generación de 1898). El trauma no fue la pérdida del Imperio, que se daba en realidad por descontada, sino cómo se percibió esa pérdida sobre la base de un relato victimista fruto de diversas alucinaciones colectivas y conflictos exagerados. Tal vez en ello influya que, entre muchas cosas, también fuimos los primeros en contar con un hospital psiquiátrico en el mundo; se fundó en Valencia en 1409, al que seguiría el de Zaragoza poco después.

Si Colón hubiera encabezado tres carabelas inglesas o francesas, ¿hablaríamos de “nada que celebrar” el 12 de octubre? Si Elcano hubiera sido inglés, alemán, francés o norteamericano (si existiera esa nación entonces, que no existía, aunque haya quien defienda que los EEUU son más nación que España) ¿admitirían compartir protagonismo de esta aventura con Portugal, a pesar de haber hecho todo lo posible para que fracasara? Si la Escuela de Salamanca hubiera sido la Escuela de Cambridge, París o Frankfurt, ¿no estaría bordado con letras de oro el siglo y medio donde dominó el pensamiento europeo desde Vitoria a Mariana? Si los siglos XVI y XVII (Calderón muere en 1681), hubieran sido la edad de oro de las letras y artes inglesas, francesas o alemanas ¿alguien duda que habría quedado fijado como el momento clave en que surgió la modernidad?

Esa baja autoestima no es baladí pues se manifiesta en la tendencia masoquista a dejarse engañar reiteradamente por jetas irredentos

Esa baja autoestima no es baladí pues se manifiesta en la tendencia masoquista a dejarse engañar reiteradamente por jetas irredentos o a prestarse a ser mandados por cualquiera que dé apariencia de confianza en sí mismo (de lo que carecemos como colectivo) aunque sean “incompetentes prepotentes”. Parecido espíritu masoquista se manifiesta cuando, de todas las versiones posibles de la Historia, aceptemos siempre como cierta la que más nos divide y daño nos hace. Como también decía López Ibor: “lo que distingue siempre al hombre vulgar del inteligente es su sumisión o rebeldía frente al tópico”. Se ve que España es país de hombres vulgares e ingenuos, más que envidiosos. Por ejemplo, cuando Carlos se convirtió en emperador de Alemania, los propios españoles asumieron que el “emperador” era Carlos V y que Carlos I era “simplemente” rey de España. Y sin embargo…, si propiamente se podía hablar de “imperio” era gracias a los territorios que aportaba la corona de España, ya que los que correspondían en esa época al Imperio romano-germánico resultaban ridículos en comparación. ¿Qué habría ocurrido si Alemania hubiera llegado primero a América? ¿Habrían sido tan ingenuos como nosotros?

Un relato dominante compuesto de creencias limitantes que hemos interiorizado

El catalán Fernando Díaz-Plaja haría famoso el lema “Spain is different”. Pero si existe un hecho diferencial de España en relación a otras naciones es la facilidad con la que asumimos como verdaderas las falsas creencias implantadas arteramente por propios y extraños. Somos un pueblo aquejado de múltiples “creencias limitantes” (“fake-beliefs”). El Pew Global Attitudes Survey de los años 2012-2013, sobre la opinión de los nacionales de unos países sobre otros (Grecia, Italia, Alemania, Inglaterra, Francia y España), mostraba que los españoles somos los que peor consideración tenemos de nuestro propio país (-16 puntos sobre 100) —incluso Grecia en pleno rescate de la UE se valoraba con 67 puntos—, mientras España era considerada por el resto como el primer o segundo mejor país extranjero con entre 69 y 27 puntos positivos (http://www.economicpolicyjournal.com, diciembre de 2014).

en términos históricos o culturales, algo se convierte en verdad no por serlo sino por ser tenido por tal por la mayoría de una sociedad dada

Y sin embargo…, en términos históricos o culturales, algo se convierte en verdad no por serlo sino por ser tenido por tal por la mayoría de una sociedad dada. El relato que nos contamos sobre nosotros mismos determina nuestra mirada y acción, interna y externa, aunque se fundamente en “fake-stories”. De esta suerte de alucinación colectiva ya alertaron Quevedo, Gracián, Valera, Azorín, Pardo Bazán, Juderías (o incluso en Argentina Rómulo Carbia), pero hemos preferido hacer caso a otros y otras.

La negación del ser y matar al padre

No nos negamos a nosotros mismos y tomamos nuestra cruz para seguir al Mesías, sino que negamos nuestra misma existencia y orígenes, lo que se convierte en nuestra cruz. Mientras otras naciones mucho más modernas y discutibles, como los Estados Unidos —13 colonias de ingleses blancos que arrasaron con los pueblos indígenas y que ocupaban apenas un tercio del territorio actual cuando surgió su “nación”—, han conseguido crear y recrear un relato vencedor en torno a la exaltación hasta la apoteosis (así se llama un cuadro del Capitolio) de sus “padres fundadores” (la mayoría sin embargo millonarios y esclavistas, significativamente George Washington y Thomas Jefferson), nosotros negamos la propia existencia de España y el valor de los padres y madres de nuestra patria. Sin entrar en otros posibles orígenes más remotos (que nos llevarían a Leovigildo y Recaredo, y una interminable discusión sobre si eran galgos o podencos), no cabe duda que la España que hoy conocemos encuentra una base firme en los cinco grandes reyes del siglo XV-XVI: Isabel, Fernando, Carlos, Felipe y el Cardenal Cisneros (a quien cabe considerar el quinto rey de esa gran época). Todos fueron grandes gobernantes y diseñaron un marco institucional moderno y eficaz que duraría más de 300 años (hasta el siglo XIX donde curiosamente otros centran el nacimiento de la “nación” española). Dicho modelo incluía instituciones tan innovadoras y modernas como el “juicio de residencia”, una mujer pionera en considerar a los indígenas vasallos iguales en derechos y no esclavos, un Fernando considerado prototipo del “príncipe” ideal por Maquiavelo, un César Carlos (emperador de Europa y América), un Felipe que pudo aspirar a ser monarca universal, y un Cardenal mucho mejor que Richelieu, culto e inteligente, creador de la Biblia políglota.

Antes era común honrar a los antepasados, estuvieras de acuerdo o no con ellos. De hecho, a pesar del virus de la postmodernidad, algunas culturas como la japonesa o la china sigue haciéndolo y de ahí derivan su fuerza. Es lo que da continuidad a una cultura y un pueblo. Sin embargo, en España se ignoran y se desprecian, con singular y ciega contumacia, no sólo a los héroes y heroínas que ya quisieran para sí otras culturas, sino a los propios padres. Pero, no solo sorprende que no queramos aprender del ejemplo de los grandes personajes del pasado, por ejemplo en la escuela, sino que los más radicales antifranquistas provengan de familias falangistas y los más fieros separatistas tengan origen charnego. En este sentido, se produce una traslación de conflictos y problemas familiares y de identidad internos no resueltos a la esfera pública para ver si así a costa de una sobreactuación que llega al ridículo conseguimos superar (o negar) nuestros propios complejos y carencias afectivas.

Pero no es solo que matemos “psico-culturalmente” a nuestros padres y madres, sino que permitidos con singular ingenuidad que “otros” maten “físicamente” a nuestros mejores gobernantes, dando por buenas versiones que carecen de toda lógica. El criminólogo Pérez Abellán ha demostrado que el origen de los disparos de nuestros grandes magnicidios del siglo XIX (Canalejas, Dato, Prim, Cánovas) provenía de París o de otras capitales extranjeras, y no de unos pobres anarquistas, cual lobos solitarios oportunistas. Incluso existen muertes muy sospechosas, nunca bien investigadas, de grandes personajes que pudieron cambiar nuestra historia [La osada gesta de Méndez Núñez en El Callao, el marino más patriota que pudo ser rey de España]. Por no hablar de los múltiples atentados sufridos por Alfonso XIII, algunos ciertamente curiosos. No solo es que matemos a nuestros padres, es que dejamos sin respuesta que nos los maten, aunque seamos nosotros mismos los muertos y en números escandalosos (e.g. atentado del 11M).

ignoremos y despreciemos a los nuestros, mientras estudiamos y adoramos los de los demás

Pero nada, ignoremos y despreciemos a los nuestros, mientras estudiamos y adoramos los de los demás: a los fundadores norteamericanos y los revolucionaros franceses, famosos estos por cortar cabezas incluso entre ellos. España al parecer nunca ha sido (ni puede ser) más que un conjunto inconexo de reinos como si el resto de naciones que conocemos hubieran sido en parecido tiempo y lugar algo muy distinto. Sólo por fruto del mero capricho al parecer el primer nombre de una isla en América fue “La Española”, el primer Virreinato se llamó “Nueva España”, la primera historia “nacional” de un país fue la elaborada por Alfonso X en el siglo XIII dedicada a España (¿Una historia sin sujeto?) e incluso mucho antes, en el siglo VII, un tal San Isidoro de Sevilla escribió su famosa “Laus Hispaniae” (¿una loa sin objeto?). Pero nada que Guillermo Tell (personaje de ficción de la independencia suiza) y la historia de la manzana son más reales porque así lo dice… el cine.

El problema no es “el ser” de la nación política, social o histórica española (que solo los propios españoles discuten), sino el trastorno cognitivo e histérico que sufre la nación psico-cultural.

Tendencias auto-destructivas y al auto-odio

España se parece mucho a una mujer maltratada que perdona repetidamente al maltratador con quien comparte casa, interiorizando el relato victimista de que si es maltratada es por su culpa, porque no es suficientemente sumisa con su/s maltratador/es, muchas veces sus propios hijos. Aquí no existe ninguna ONG al rescate. Esta madre maltratada es al mismo tiempo una madre consentidora que ha creado un mundo blandiblú postmoderno (una suerte de plastelina moldeable que se te escurre entre los dedos) donde sólo existen derechos, pero ningún deber: ni siquiera el de respeto y lealtad. Los hijos no tienen que colaborar en casa, sino que por el contrario cuanto más rebeldes, más agresivos, más egoístas, más despreciativos, más incumplidores de sus deberes…, más ventajas, cariños y dinero recibirán de los padres maltratados, insultados y asustados, pensando éstos que así conseguirán por fin el cariño de sus hijos.

En realidad, que España asuma el maltrato por parte de sus hijos más desagradecidos, es solo una muestra más de una baja autoestima colectiva como nación, como consecuencia de unas tendencias autolíticas/suicidas mantenidas en el tiempo gracias a un harakiri/seppuku histórico-cultural. Este harakiri exige elegir siempre la versión de la Historia que más daño hace, que más nos divide y debilita nuestra cohesión. Por eso la memoria histórica aquí se convierte a menudo en desmemoria sectaria e histérica. Que callen los nombres de las todas calles y hablen las páginas de todos los libros.

Mucho se habla de nuestra última guerra civil, pero mucho menos de las cuatro guerras civiles del siglo XIX

España es tierra de rencor entre españoles, de enfermos de auto-odio, porque el desprecio a otro español es también odio a sí mismo. Mucho se habla de nuestra última guerra civil, pero mucho menos de las cuatro guerras civiles del siglo XIX: la de los afrancesados frente a los patriotas y las tres guerras carlistas, entre foralistas y liberales. No es posible comprender la decadencia que experimentó España en ese “maldito” siglo sin entender la raíz de esos enfrentamientos. Incluso cabe considerar otra guerra civil a la guerra de la independencia americana que enfrentó a españoles contra españoles, y donde más indígenas había era en el ejército realista…

Tendemos a equivocarnos de enemigo. Frente a la Historia que une (“la unión hace la fuerza”) elegimos la Historia que separa (divide et impera”). El mayor enemigo de un español es siempre otro español, como ya destacarían dos catalanes (Bartrina y Estanislao Figueras) y un italiano (Amadeo de Saboya), y todo ello bastante antes de la última guerra civil y del fantasma del franquismo. En España (y por extensión el mundo hispano) somos especialistas en echar las culpas sobre los hombros de cualquier otro que consideremos no es de “los nuestros”, aunque compartamos origen y apellidos. Odio y rencor entre españoles que creen que en España (nuestra familia), pero amor y perdón a los españoles que quieren destruirla sobre bases supremacistas.

Una España bipolar y esquizofrénica, o simplemente sectaria

Los españoles tienden a sufrir cambios extremos de estado ánimo (bipolaridad), que pueden ir frecuentemente de la euforia (en los deportes) a la depresión (política y económica). Pero ello es también consecuencia de que interpretan la realidad de manera distorsionada por una combinación de alucinaciones, delirios y trastornos (esquizofrenia), lo que les incapacita para actuar unidos, con sensatez y equilibrio, y poder así tener éxito. En el fondo, estas dos patologías psicológicas se funden en el sectarismo cainita que nos preside, al menos desde hace más de siglo y medio, y que nos lleva a la euforia desmedida cuando ganan los nuestros y a la depresión exagerada cuando vencen los otros, aunque unos y otros formen parte de la misma entidad: España.

No obstante, este “relato familiar y colectivo” de las dos Españas comienza a sonar impostado. En todos los países hay personas de izquierda y de derechas, pero solo en España “ser” de izquierdas o de derechas es más importante que “ser” españoles. No hay dos Españas sino una sola pero donde conviven los que respetan al que piensa distinto porque aceptan que al mismo tiempo existe algo más importante que les une a todos, y aquellos a los que sólo les interesa España si mandan ellos y solo ellos, y si no es así prefieren romperla en trozos, con tal de que en alguno de esos pedazos puedan mandar sólo y siempre ellos. En realidad, las dos Españas son las que ya proclamaba Antonio Machado (“El mañana efímero”): una España de charanga y pandereta y otra de cincel y de la maza, de la rabia y de la idea.

En resumen, España padece un importante déficit psicocultural, y probablemente los demás déficits vengan de éste. No habrá una nueva España (Apolo XIV) que tenga éxito si no hemos identificado claramente los errores que han conducido al fracaso de la vieja (Apolo XIII), pero sin caer en la desmoralización negando que antes fuimos los primeros en llegar a la Luna (Apolo XI). Si no afrontamos este problema, no seremos nunca capaces de crear un proyecto vital ilusionante y generador, quedándonos encasillados en el actual bucle auto-referencial castrador y conflictivo. España es un barco de un tamaño y trayectoria razonable para poder sortear con éxito las complejas olas de la globalización y los retos tecnológicos o pandémicos. La única condición es que rememos todos juntos bajo una competente tripulación. Si nos dedicamos a darnos golpes con los remos o a tratar de hacer boquetes en el casco, ya sabemos dónde acabará nuestra aventura

España tiene pasado, presente y futuro. Basta con no negárselo nosotros mismos

El filósofo Gustavo Bueno proclamó que «El problema más grave que tiene España es la estupidez» (cfr. entrevista en El Mundo, del 8 de diciembre de 2005). Un país que crea y cree en fantasmas y leyendas negras no pueden conquistar ningún futuro prometedor. Abandonemos las falsas creencias, el auto-odio, la ingenuidad y la estupidez, y las cosas nos irán sin duda mucho mejor. España tiene pasado, presente y futuro. Basta con no negárselo nosotros mismos.

Ensayista y escritor. Autor de “La Conjura contra España”, “La leyenda negra: Historia del odio contra España” y "La guerra cultural. Los enemigos internos de España y Occidente"