Cortezas de azúcar y vainilla - Ruben Cervantes Garrido

En uno de esos ejemplos de televisión pública que tiende a admirar a quienes no vivimos la Transición, puede verse a una jovencísima Victoria Prego ejerciendo de moderadora en un debate entre Octavio Paz, Jorge Semprún, Manuel Vázquez Montalbán, Mario Vargas Llosa, Fernando Savater y Juan Goytisolo. Ahí es nada. El debate gira en torno al tema –hoy algo más que apolillado– del compromiso de los intelectuales, y en un momento dado se produce una pequeña discusión entre Paz y Vargas Llosa. Este acaba de elogiar los avances políticos y sociales producidos en Occidente durante el siglo XX, y Paz, visiblemente molesto, se apresura a rebatirlo. No lo hace aludiendo exclusivamente a la previsible lista de atrocidades y genocidios producidos a lo largo del siglo en el que aún viven, sino al vaciamiento espiritual provocado por el capitalismo, a la mercantilización de la vida y al envilecimiento del cuerpo, el amor y el erotismo. A una sociedad dominada por apetitos materialistas, Paz opone el siglo XVIII y asegura que existe un abismo entre su grado de civilización y el de nuestra era. A favor del XVIII, aclara.

Hay argumentos atendibles en ambos casos. El mundo que ensalza Paz es un mundo culto, refinado y estimulante, el mundo de la Enciclopedia y de los salones literarios, un lugar donde no existe conflicto entre lo espiritual, lo intelectual y lo sensual. Un mundo más intenso y más rico, qué duda cabe, dirá Vargas Llosa, pero también minúsculo, fuera del cual la mayor parte de la gente ostenta una consideración legal solo ligeramente superior a la de los animales de carga. (Por no hablar de los avances médicos: como le ha rebatido socarronamente a su amigo mexicano en más de una ocasión, Savater dice no concebir la idea de vivir en una época anterior a la invención de los remedios contra los cólicos nefríticos.) En el fondo, el rifirrafe entre Paz y Vargas Llosa forma parte de un debate puramente moderno acerca de las consecuencias de la democratización, asunto que el propio Vargas Llosa retomaría años después en La civilización del espectáculo.

En una misma persona conviven el consumidor de vino y el de cerveza, el de sushi servido en plato de pizarra y el de hamburguesas del McDonald’s, el de productos de Apple y de Primark, el forofo del fútbol y el visitante de exposiciones

Las ideas revolucionarias que dieron forma a nuestro mundo, cuyas directrices seguimos tratando de encauzar, parten de la base de que todos nacemos iguales y que tenemos el mismo derecho a buscar la felicidad. El triunfo del dinero sobre el linaje y la posterior institución de estados fuertes con responsabilidades para con sus ciudadanos no solo aumentó paulatinamente el bienestar material y los derechos civiles de segmentos cada vez mayores de la población, sino que puso a su alcance un concepto que la historia había reservado hasta entonces a una selecta minoría: el ocio. Solo en esa franja temporal y mental que llamamos «tiempo libre» puede desarrollarse el ideal espiritual de Octavio Paz, cuyos recelos provenían, seguramente, de la forma en que en nuestro tiempo la cultura ha sufrido un proceso similar al de añadir agua a un buen vino. Aclaremos que Paz no se opone al reparto del vino, sino a su adulteración. Es una jerarquía basada en la calidad que difiere de la del reaccionario, a quien la sociedad posindustrial le resulta una pesadilla porque el dinero y la clase han dejado de ser discernibles a primera vista. En una misma persona conviven el consumidor de vino y el de cerveza, el de sushi servido en plato de pizarra y el de hamburguesas del McDonald’s, el de productos de Apple y de Primark, el forofo del fútbol y el visitante de exposiciones.

La democratización de los derechos trajo consigo una democratización, si no del lujo, sí de lo superfluo. Superado el umbral de la pura supervivencia, uno descubre que lo que se halla más allá de las necesidades básicas es lo que hace que la vida merezca tal nombre. Disponer de un hogar propio y dedicarnos a acondicionarlo es un ejemplo. Cada mueble de Ikea que montamos en nuestras casas, cada lámina que enmarcamos y colgamos de la pared es un eco del interiorismo sofisticado y excesivo de las damas y los señores del rococó. No importa si la estantería es de madera noble o de conglomerado, ni si el cuadro que enmarcamos es un cuadro auténtico o una reproducción digital. No es una cuestión de calidad, sino de mera condición de posibilidad: igual que los nobles del siglo XVIII, también nosotros podemos decidir en qué emplear el tiempo de ocio que nos corresponde por ley, cómo vestirnos, cómo alimentarnos, cómo decorar nuestras casas; confeccionar, en definitiva, nuestra propia imagen. Los burgueses, primero, y las masas, después, fueron arrebatándole a la vieja aristocracia la capacidad de autorrepresentación, incluida su habilidad para ocultar tras una fachada glamurosa un interior vulgar y financieramente precario. Abolida la antigua aura que la nobleza conservaba hasta bien entrada la era moderna, los condes y las duquesas sobreviven hoy en el mundo del cotilleo, aunque es solo cuestión de tiempo que también allí queden definitivamente desplazados por empresarios filantrópicos, cantantes desintoxicados y futbolistas chabacanos.

Es muy posible que alguna de las láminas que cuelgan en el salón de nuestra casa o una de las prendas de vestir que más nos gusta exhibir sea un souvenir de un viaje reciente. A través de ellos constatamos la democratización del que quizá sea el lujo aristocrático por excelencia, el turismo. Seguramente no exista un fenómeno que exprese mejor la manera en que el buen vivir ha sido paulatinamente arrebatado de las manos exclusivas de los condes y las duquesas. Tanto es así que buena parte de sus antiguas residencias palaciegas se mantienen hoy en pie gracias a que los descendientes de las amas de llaves y de los jardineros pagan por visitarlos. Hay ciertos paisajes urbanos que no se entienden hoy sin los turistas, sin cuya presencia se tornan de pronto desconcertantes, anuncios de una tragedia o una pandemia, como tristemente hemos comprobado en estos últimos meses. Los autóctonos de los grandes bulevares decimonónicos no son ya los niños y las niñeras de Proust, sino familias anónimas vestidas de sport camino del siguiente monumento en su itinerario. Cuando se juntan en cantidades suficientes, los turistas alteran el significado y la función misma de los sitios que visitan, como esos lugares de culto cuyos dueños se ven obligados a establecer horarios para que los pocos que aún se acercan a ellos a rezar o confesarse puedan hacerlo con el recogimiento necesario. Arrebatamos merecidamente el privilegio de viajar al aristócrata y al plutócrata, pero en muchas ocasiones ha sido a costa de aguar –de envilecer, siguiendo a Octavio Paz– la esencia misma del viaje.

Con la ceguera parcial que produce la avalancha diaria de datos (generalmente funestos) sobre la marcha del mundo, podemos olvidar que ciertos fenómenos no son inventos de ahora mismo. En el caso del turismo de masas, puede sorprendernos leer un pasaje de La vuelta a Europa en avión, el genial libro de viajes en el que Manuel Chaves Nogales documentó un accidentado recorrido por Europa que realizó en 1928 para el Heraldo de Madrid. En Venecia, última etapa de su viaje, reflexiona agriamente sobre los efectos dañinos que los turistas ejercen sobre la ciudad, hasta el punto de imaginar qué le diría a uno de ellos si él fuera un veneciano autóctono. Cogiéndole de las solapas, le espetaría:

Caballero, esto que hace usted es indigno. ¿No le remuerde la conciencia? ¿No se avergüenza de estar aquí con ese aire estúpido extasiado ante la fachada de San Marcos o embobado con el Campanile? ¿Cree usted que esto es serio? ¡Venir aquí a repetir los mismos tópicos admirativos que han repetido ya todos los millones de turistas del mundo, decir una vez y otra que todo es «interesante», «muy interesante», y a creerse de veras que su alma de cántaro se ha conmovido en presencia de las grandes obras de arte cuando hay en el mundo tantas cosas serias que ver, que admirar y que sentir! ¿No comprende usted el daño que hace con su estúpida superstición?

Queda claro que hace por lo menos cien años que existe ese personaje tan propio de nuestro tiempo que es el turista sonámbulo, buscador atolondrado de asombros y cosas que fotografiar. Sería interesante comprobar qué diría Chaves si le fuera permitido viajar a nuestra época de aerolíneas de bajo coste. Quizá se tiraría de cabeza al Gran Canal, pero sería más por una cuestión de cantidad que de calidad. En esencia, el turista al que cogería por las solapas no sería muy distinto al que hoy le quitaría de las manos el teléfono omnipresente.

Darse una vuelta por la sección de comentarios de ciertos monumentos en Trip Advisor revela que existe un tipo de turista que espera lo mismo de la basílica de San Marcos que de un electrodoméstico

Desde hace por lo menos un siglo, Venecia y otras ciudades se han convertido en una especie de lista de éxitos. Darse una vuelta por la sección de comentarios de ciertos monumentos en Trip Advisor revela que existe un tipo de turista que espera lo mismo de la basílica de San Marcos que de un electrodoméstico. Como quien lleva leído un manual de instrucciones, sabe en qué detalles debe fijarse y ante qué asombrarse, qué mosaicos no puede dejar de ver y cuáles puede pasar por alto. Todo lo que se salga de ahí será no cumplir con la palabra dada, una pequeña estafa por parte de los autores de la guía o la web consultada. El turista que se comporta exclusivamente como un cliente invierte el sentido original del viaje: espera que sea la ciudad y los monumentos los que se amolden a él, a las expectativas traídas de casa. La vida entera puede expresarse ya en términos de puntuación por estrellas.

Lo cierto es que incluso a quien viaja dispuesto a sorprenderse y aprender puede resultarle difícil enfrentarse con ojos limpios a ciertos monumentos. La irrealidad de la realidad, la forma de fotografía (de espectáculo) que adopta, se ha convertido en un lugar común de la posmodernidad. Como casi todos los hábitos sociales de la actualidad, sin embargo, se trata de un fenómeno de largo recorrido que solo cuando desborda ciertos límites se convierte, primero, en objeto de teorización académica y, después, en carne de tertulia televisiva. Es interesante, en este sentido, leer lo que decía un turista atento como Josep Pla en los años 30 del siglo pasado. Durante un trayecto en tren por la campiña romana, fijada idílicamente en el imaginario colectivo a través de litografías y postales, reflexiona sobre la capacidad de ver lo que se tiene delante de los ojos sin un velo de expectativas previas. «Es casi imposible romper, en ciertos lugares célebres», dice, «la corteza de azúcar y vainilla pegada a la realidad exterior». Dirá algo parecido de Atenas, decepcionado por no encontrar un reflejo armonioso y coherente de la Grecia clásica, sino el desorden de cualquier ciudad moderna salpicada de monumentos sin relación aparente entre sí. «La culpa, naturalmente, es de los atlas fotográficos», concluye. (Que cada cual sustituya atlas fotográfico por la versión actual que más le guste.)

¿Qué vemos los turistas? ¿Calibramos lo que vemos en función de lo que vemos realmente o de lo que vamos dispuestos a ver? Para romper la corteza de azúcar y vainilla de Pla se requiere una contemplación atenta, un lavado de ojos para el que no siempre se tiene tiempo. También es verdad que muchos ni siquiera se lo plantean. De hecho, para quienes viven experiencias con el único fin de fotografiarlas y enseñarlas, cuanto más aspecto de monumento tenga el monumento, mejor. De nuevo, nada nuevo. Tres páginas después de la cita anterior, Chaves Nogales sigue martirizando al pobre turista anónimo:

A usted, señor fabricante de Chicago o comerciante de París, le traen completamente sin cuidado las preocupaciones espirituales. […] Viene usted aquí únicamente para poder algún día tomar la palabra en su club y decir: ‘Una noche en Venecia paseábamos por el gran canal…’. ¿No es eso? Pues no sea usted tonto. Porque diga eso ya nadie le tendrá por más culto, ni por más espiritual, ni por más sensible. Ya no se engaña a nadie con esas cosas.

El viaje como ejercicio de vanidad, pues, no es un invento de Instagram. Por supuesto, enseñar las fotos de un viaje no tiene por qué ser una muestra de autobombo ni una manera de provocar envidias ajenas. Puede haber en ello un genuino deseo de compartir la felicidad propia con los demás, como cuando se recomienda un libro o una película. Que uno lo haga mandando fotos por Whatsapp o revelando un carrete es lo de menos. Con lo que sí parece estar acabando la inmediatez actual es con cierta solemnidad de las experiencias, con ciertos rituales que las envuelven de una significación especial. Hasta hace poco (me consta que a principios de este siglo seguía sucediendo) no era raro que uno le dijera un amigo: «Tienes que venir a casa un día de estos para que te enseñe las fotos de mi viaje a Italia». Y se hacía. El amigo iba a casa, se le ofrecía una cerveza y algo de picar y se procedía a apagar las luces, encender el proyector y ver ampliadas sobre una sábana o una pared blanca las fotos que el anfitrión había hecho en Italia. Quizá echar en falta la mística de estas experiencias es como la morriña del cinéfilo que se lamenta por la decreciente afluencia de público a las salas de cine.

En cualquier caso, hay que tener cuidado. La morriña es legítima pero muchas veces linda con el esnobismo, un esnobismo que lo lleva a uno a autoproclamarse «viajero» para distinguirse de los turistas gregarios con los que se ve obligado a mezclarse en ciertos lugares icónicos. A veces, hay que reconocerlo, la tentación es grande. Al amante del arte, por ejemplo, puede resultarle difícil reprimir accesos de irritación en algunos museos. Hay quien parece acudir a ellos no para descubrir nuevas fuentes de disfrute, sino para tachar de una lista imaginaria una serie de obligaciones culturales. En ese momento, cuando la visita a un museo se convierte en un avistamiento de celebridades, la contemplación de obras de arte deja de ser un encuentro, en el sentido literal de la palabra, y se convierte en una relación unidireccional, como la que uno establece con cualquier objeto de consumo. El cuadro de Van Gogh y la escultura de Bernini no sirven para interpelarlo a uno, sino para exhibirlos como trofeos. En ciertos museos, limitarse a mirar las obras de arte se ha convertido en una extravagancia.

Si nos tomamos en serio el noble ideal progresista de poner la alta cultura al alcance de todos, debemos asumir que las decenas de personas con las que hacemos cola para entrar a ciertos monumentos comparten nuestro mismo interés genuino

Sin embargo, todos estos juicios apresurados pueden ser también injustos. Para evitar caer en la fea costumbre de arrugar la nariz ante la masificación de los templos de la cultura –otro lujo aristocrático heredado–, no hay más remedio que concederle a todo el mundo el beneficio de la duda. Si nos tomamos en serio el noble ideal progresista de poner la alta cultura al alcance de todos, debemos asumir que las decenas de personas con las que hacemos cola para entrar a ciertos monumentos comparten nuestro mismo interés genuino. Ese beneficio de la duda parece estar ausente en expresiones como «turismo depredador», con su perezosa atribución de consciencia a procesos sociológicos y económicos complejos. Porque, ¿cómo se distingue a primera vista al turista ilustrado y al borrego desconsiderado? ¿Haciendo exámenes de idoneidad en las aduanas? ¿Exigiendo cartas de recomendación?  ¿Requisando los palos de selfie o, directamente, los teléfonos a la entrada de los museos? (Reconozco que, en mis momentos menos tolerantes, esta última opción no me desagrada.) Lo cierto es que nadie, ni siquiera el turista más «consciente», está a salvo de algún tipo de criba. Nadie nos impide convertirnos en un cliché a ojos de los demás, en otro miembro anónimo de la misma turba a la que un minuto antes nosotros mismos maldecíamos.

Hay quienes recomiendan formas de viajar más sosegadas y menos basadas en los atracones de monumentos, algo a lo que me he vuelto más sensible gracias a una experiencia reciente. El año pasado tuve la suerte de pasar varios meses en Florencia y descubrí una ciudad muy distinta a la que conservaba en la memoria después de una visita apresurada de tres días, realizada años antes. Podría decirse que esta vez la vi de verdad, y lo que me llevé de vuelta a España no fueron postales mentales, sino recuerdos genuinos: aprender a solucionar problemas cotidianos en un idioma que no se domina, vagabundear por calles poco transitadas sin la sensación de estarle quitando tiempo a cosas más importantes, tomarme un vino en un bar recogido, desplazarme a pie o en autobús a iglesias vacías que esconden joyas artísticas. Todo esto resulta muy difícil de hacer si uno solo dispone de tres o cuatro días, y poco puede reprochársele al turista que prefiera malcomer y seguir itinerarios poco imaginativos a perderse la cúpula de Brunelleschi, el David de Miguel Ángel o los Botticelli de los Uffizi. Cuando estudiaba Historia del Arte en la universidad, recuerdo la pasión con que uno de mis profesores se esmeraba en explicarnos a los alumnos la grandeza de la obra de Velázquez más allá de las obras maestras canónicas. Lo cual no le impedía decirnos: «Si un día empieza a arder el Prado y solo podéis salvar un cuadro, que sea Las meninas». Pasa algo parecido con el turismo. No podemos pretender destacar como imprescindibles (porque lo son) ciertas obras de arte y luego esperar que el visitante no especializado, que es a quien se deben los museos públicos, les dedique más tiempo a los bodegones del siglo XVIII que a los Fusilamientos de Goya.

Hace unos meses, el poeta Adam Zagajewski se lamentaba de que el moderno progreso material no había ido de la mano de un progreso cultural o espiritual. Decía: «Los reformistas sociales del siglo XIX, como Ruskin o Marx, estaban convencidos de que si un día la clase trabajadora tuviera tiempo correría a las bibliotecas a culturizarse. Nunca ocurrió». Por un lado, es fácil compartir su desazón, como la de Octavio Paz. Por otro, es indiscutible que hoy existe un acceso a la cultura como nunca antes en la historia. Que la totalidad de la clase obrera no haya abrazado la alta cultura no significa que muchas personas de extracción humilde no aprovechen a diario la existencia de las bibliotecas públicas para cultivar sus inquietudes intelectuales. ¿Acaso todos los miembros de las clases privilegiadas del mundo premoderno, que disponían de acceso a la educación más refinada, acababan convertidos en filósofos? El panorama cultural de nuestra era posindustrial se parece mucho a un enorme salon dieciochesco, donde no todos los asistentes le piden lo mismo a la cultura: a unos les mueve un amor puro y desinteresado por el conocimiento; a otros, el placer que obtienen de las artes; a otros, una formación intelectual básica y general; a otros, la adquisición de un mero barniz de respetabilidad; y a otros para lo que les sirve es para ligar. Entre un moderno san Jerónimo encerrado en su estudio y un visitante de exposiciones al que solo le interesa adornar su perfil de Instagram existe una infinidad de posibilidades, y con la democratización del turismo ocurre algo parecido.

Bien puede que la pandemia y sus consecuencias inmediatas sirvan como ensayo general de un mundo sin turismo «depredador», aunque sea por medio de una criba estrictamente económica, la más injusta, la de toda la vida

La necesidad de cierta racionalización del flujo turístico por motivos de sostenibilidad y de puro disfrute personal no parece demasiado discutible. El problema es quién reparte los carnets de viajero y en base a qué criterios. Un problema que, en los últimos meses, el coronavirus se ha encargado de resolver por nosotros, de manera severa pero igualitaria. Bien puede que la pandemia y sus consecuencias inmediatas sirvan como ensayo general de un mundo sin turismo «depredador», aunque sea por medio de una criba estrictamente económica, la más injusta, la de toda la vida.

 

Referencias:

Manuel Chaves Nogales, La vuelta a Europa en avión, Libros del Asteroide, 2013.

Josep Pla, Las ciudades del mar, Destino, 2019.

Adam Zagajewski, «Nuestro tiempo odia la grandeza», entrevistado por Elena Pita, El Mundo, 11/11/19.