CONSUMIDO

En el preámbulo a su perturbador relato breve Instrucciones para dar cuerda a un reloj, Julio Cortázar sentencia “No te regalan un reloj, tú eres el regalado”. El tiempo que todo lo devora, de forma inexorable y la muerte, como el final ineluctable, hacen del ominoso reloj el perfecto símbolo del memento mori.

La metáfora del reloj recorre los siglos, desde Cicerón, pasando por Descartes, hasta Voltaire, y trasciende al individuo cortazariano hasta constituirse en alegoría de la propia estructura del mundo, del Universo, que comienza a ser visto como un mecanismo perfectamente sincronizado cuyo perpetuo e infinito movimiento estaría garantizado por el Gran Relojero. O sea, Dios, el Deus ex-machina, que habría diseñado y mantendría en marcha ese perfecto engranaje del cual cada uno de nosotros no sería más que una insignificante pieza.

Durante muchos siglos, nuestra insignificancia ha sido asumida para permitirnos habitar el mundo de una forma humilde

La idea de insignificancia, esa letanía que repetían nuestros abuelos, “no somos nada”, suponía un reconocimiento de la fragilidad de la vida humana y de su efímero recorrido. Y qué decir tiene que esa insignificancia iba asociada a la religiosidad heredada, que se fundaba en la voluntad de Dios, mediada por la gracia. Durante muchos siglos, nuestra insignificancia ha sido asumida para permitirnos habitar el mundo de una forma humilde.

La secularización de nuestras sociedades occidentales, la muerte de Dios, como se la ha nombrado desde Nietzsche, no ha suprimido el sentimiento de insignificancia, tan sólo lo ha reprimido. El siglo XIX se erige imponente con el concepto de Zeitgeist y está dominado por el Espíritu Absoluto hegeliano. Las revoluciones industriales harán el resto, propiciando el crecimiento indefinido de las grandes ciudades y el nacimiento, ya en los albores del siglo XX, de la sociedad de masas. El Libro de los Pasajes de Walter Benjamin trata de dar cuenta de ese cambio de siglo que supondría una transformación radical en el modo de vivir y de pensar del europeo.

Las dos Guerras Mundiales acabarían de perfilar esa era de las masas: los grandes ejércitos, las montañas de muertos, las migraciones y deportaciones masivas… Gustave Le Bon, Ortega y Gasset, Freud y un poco más tarde Elias Canetti, entre otros, tratan de dar explicación al surgimiento de las masas y de prever las consecuencias de esta forma de organización. El individuo ya no está sujeto a la voluntad de Dios, sino al curso de los acontecimientos, a la Historia, el viento que arrastra al Ángel de Walter Benjamin, ilustrado por Paul Klee.

Tras la Segunda Guerra Mundial, dos grandes ideologías, que hemos dado en llamar Capitalismo y Comunismo, se reparten el mundo. Ambas buscan la gestión eficiente de las masas

Tras la Segunda Guerra Mundial, dos grandes ideologías, que hemos dado en llamar Capitalismo y Comunismo, se reparten el mundo. Ambas buscan la gestión eficiente de las masas. La sombra de Malthus es alargada pero el fantasma de la superpoblación todavía no se ha hecho sentir. Surgen las grandes corporaciones, los Mercados, y el comercio internacional experimenta un desarrollo exponencial aparentemente ilimitado. Ya no es la Historia, sino una especie de dorado presente eterno de infinitas posibilidades. El sujeto se siente insignificante ahora, manejado y dominado por el “Sistema”. Por su parte, la Guerra Fría durante casi cuatro décadas impone la terrorífica imagen de una Humanidad capaz de autodestruirse en masa. La consolatio, la catarsis helenística de sentirse un “ciudadano del mundo”, cosmopolita, en un mundo en plena descomposición ya no valía para estos tiempos en los que se experimenta la insignificancia en términos de anomía o alienación (Tönnies, Durkheim, Marx…). El antiguo cosmopolitismo fue sustituido por sendos paraísos a un lado y otro del Telón de Acero: un “paraíso del proletariado” y un paraíso del “american way of life”.

La operación capitalista ha demostrado ser más eficaz para la gobernabilidad de las masas. En un excelente documental titulado “El Siglo del Individualismo” (2002), Adam Curtis expresa muy bien la metamorfosis experimentada por el sujeto occidental tras la II Guerra Mundial: dejó de ser ciudadano para convertirse en consumidor. Se abre, en efecto, la era del consumo de masas. Y con ella, se hace necesario un cambio de subjetividad: para sostener el consumo, hay que hacerle al individuo sentirse importante, forcluir su sentimiento de insignificancia, reparar su narcisismo herido y estimularlo con nuevas ilusiones.

El capitalismo moderno realizó esa fantástica operación de oclusión del agujero en el ánfora, taponando la hemorrágica “falta de ser”, de fundamento de la vida humana, con un desesperado “tener”, un insaciable poseer

El deseo humano es por definición incolmable. Ya Platón elabora la imagen del ánfora agujereada para definir la naturaleza del deseo: a medida que la llenas por arriba se vacía por los lados, de modo que siempre está dominada por la sensación potencial de vacío. El capitalismo moderno realizó esa fantástica operación de oclusión del agujero en el ánfora, taponando la hemorrágica “falta de ser”, de fundamento de la vida humana, con un desesperado “tener”, un insaciable poseer. Los llamados bienes de consumo, multiplicados hasta el infinito, para todos los gustos, se sustituyen unos a otros en una cadena infinita, siempre renovada con productos cada vez más atractivos. En su avidez, revestida del nuevo narcisismo según el cual “puedes alcanzar todo lo que te propongas” y “tú eres imprescindible para el sistema”, los sujetos se convierten en un pequeño “Yo absoluto” fichteano, alucinados con un mundo de infinitas posibilidades. En 1900 habían aparecido “La interpretación de los sueños”, de Sigmund Freud, y “Filosofía del dinero”, de Georg Simmel. Esta confluencia anticipa ya lo que Edward Bernays, sobrino del primero, haría con la teoría del sujeto deseante: la invención del marketing y de la propaganda (publicitaria y política) que hoy dominan el mundo. El conocimiento de las pulsiones será definitivamente transferido de su origen como práctica terapéutica a su destino perverso como “razón instrumental” para conducir a las masas.

Y no seamos hipócritas. Si hay una imagen que resume para mí el siglo XX y refuta todas las ilusiones ecologistas y antiglobalización de un mundo mejor, es la de la apertura del primer McDonalds en Moscú, el 31 de enero de 1990. Donde hasta hace muy poco había colas con cartillas de racionamiento, ahora se formaban inmensas filas para probar la cheeseburger. Todos queremos vivir bien, todos queremos consumir, todos queremos ser capitalistas (o al menos compartir algo de su “sociedad del bienestar”)

Ahora hemos dejado de ser consumidores para ser objeto de consumo. Somos nosotros, usuarios de las redes sociales, los verdaderos objetos de consumo

Sin embargo, la revolución informática ha revelado que faltaba una transformación. Consumir tiene la misma raíz que consumar. No es posible sostener un consumo exponencialmente infinito sin una consumación. Fukuyama habló del Fin de la Historia y su predicción no andaba desencaminada. Ya no son los Mercados los que nos controlan, son los algoritmos. Las redes sociales han pescado a los grandes cardúmenes de humanos en su invisible tela para no soltarlos jamás. Sin apenas darnos cuenta, habíamos pasado de ser ciudadanos a ser consumidores. Ahora hemos dejado de ser consumidores para ser objeto de consumo. Somos nosotros, usuarios de las redes sociales, los verdaderos objetos de consumo: tu perfil psicológico más completo, tu historia personal más íntima, que los algoritmos conocen mejor que tu psicólogo y que tú mismo, es objeto de compra y venta en los mercados virtuales. La mercancía como fetiche parece haber alcanzado, con la transformación del sujeto en objeto, su más acabada y definitiva forma.

Shoshana Zuboff ha acuñado el concepto “capitalismo de vigilancia” para definir esta nueva era. Por poner sólo un ejemplo, en 2012 el NY Times informó del caso de que los algoritmos que el supermercado Target utilizaba para la publicidad de sus productos habían “adivinado” el embarazo de una adolescente antes de que ella misma lo supiera. Las preferencias de la muchacha por champús con aromas pregnantes (ideales para atraer a los chicos) fueron sustituidos por otros con esencias más naturales. Es sabido que las mujeres embarazadas desarrollan fuertemente el sentido del olfato, y que determinados olores se les hacen insoportables. Pues bien, el cambio brusco en el patrón de compras de dicha adolescente fue detectado por los algoritmos de la cadena e interpretado correctamente. Este suceso nos da idea de que podemos ser conocidos hasta en nuestros deseos inconscientes, y que ese conocimiento es ahora el objeto preferente de compraventa. Parafraseando a Cortázar: NO ERES TÚ EL CONSUMIDOR, ERES EL CONSUMIDO.

No puedo, para finalizar, dejar de pensar en que no es casual que la fantasía apocalíptica dominante en las últimas décadas sea la de la plaga zombi. El zombi devora sin medida, es un muerto viviente, un ser vivo vacío por completo de toda subjetividad (miedos, deseos, proyectos, sentimientos, vínculos…); es el consumidor por excelencia, el devorador por antonomasia. No hay término medio: o eres el consumidor o eres el consumido. O lo que es lo mismo, podemos acabar devorándonos los unos a los otros… Shoshana Zuboff advierte de una verdad muy sencilla, y es que aún no hemos ofrecido resistencia a este gigantesco sistema, no hemos empezado, pero es posible. No es necesario volverse vegano para alterar los hábitos de consumo. ¿Estaremos a tiempo de evitar la consumición, la consumación total de la Humanidad?