Quizás 2017 sea recordado como el año del “descubrimiento” o “nacimiento” de Tabarnia, el país imaginario de la parte de la sociedad catalana, harta de nacionalismo y de la política tradicional, que propone constituirse como nueva Comunidad Autónoma del Reino de España. La idea presenta suficientes posibilidades como para que haya sido tomada en serio en sesudos análisis políticos. Que sea un “territorio imaginario” no es tan importante pues, en realidad y como mostró Benedict Anderson, todas las naciones y entidades políticas nacen como comunidades imaginadas. Y Tabarnia, con 3.110.000 resultados en Google mientras escribo esto, ya es una boyante realidad en el mundo de las comunidades políticas imaginadas.
Tabarnia, una alternativa a la parálisis política
Tabarnia propone separar de iure, en dos territorios autónomos, las dos partes de facto de Cataluña
La idea de Tabarnia ya tiene algunos años de recorrido. La idea es sencilla: trazar una frontera entre la Cataluña interior más nacionalista y el gran área metropolitana Barcelona-Tarragona, que incluye la mayor parte del litoral mediterráneo catalán, la mayoría de la población de la comunidad, la economía más grande y dinámica, y la sociedad menos nacionalista. Resumiendo, Tabarnia propone separar de iure, en dos territorios autónomos, las dos partes de facto de Cataluña. Se ha observado con acierto el parecido de esta propuesta con otras muy semejantes a lo largo y ancho del planeta, proyectos que proponen “independizar” políticamente las metrópolis ricas, abiertas y progresivas, de los territorios del entorno más pobres, atrasados y dependientes. En Londres propusieron algo semejante tras el resultado del Brexit. Luego veremos este aspecto del asunto.
En principio, el éxito popular de Tabarnia se debe a que representa una salida para esa mitad y pico de catalanes hartos del separatismo, pero carentes de los instrumentos adecuados (partidos competentes y representativos) para derrotar en urnas e instituciones a los Puigdemont, Junqueras, Gabriel y compañía. Es una posibilidad de salida para tener voz, según el célebre modelo de Hirschman para las sociedades sin verdadera representación política. El bando separatista tiene gran parte del mérito, pues ha demostrado que, si bien sigue ganando elecciones gracias al regalo de una Ley Electoral a su medida (la LOREG), tampoco podrá sacar adelante sus agresivas ambiciones unilaterales sin chocar con el Estado y el rechazo internacional.
Pero Tabarnia también representa una huida de la incompetencia del débil bloque constitucionalista
Pero Tabarnia también representa una huida de la incompetencia del débil bloque constitucionalista. Como decía en estas páginas Ramón de Veciana, en Cataluña la vida sigue igual tras las elecciones del 21D, y podemos añadir que quizás menos igual tras la inevitable pero patética aplicación homeopática del artículo 155 CE por el alelado Gobierno de España. En Cataluña se ha instalado el bloqueo político-electoral: los separatistas no pueden perder ni ganar, pero sus contrarios tampoco consiguen derrotarles. Y este atasco sólo se desbloqueará, o no, en crisis y elecciones anticipadas sucesivas.
En estas condiciones no es de extrañar que muchos ciudadanos hartos depositen sus esperanzas en un cambio radical de escenario: ejecutar su propia secesión autonómica con la creación de Tabarnia.
Tabarnia también es una revancha humorística que devuelve su propio veneno al separatismo y su legión de fanáticos
Tabarnia también es una revancha humorística que devuelve su propio veneno al separatismo y su legión de fanáticos, pues los argumentos empleados para promover la secesión tabarnesa son irónica, paródica y deliberadamente simétricos a los separatistas: si una mayoría social con identidad y cultura propia fundamentada en una larga historia particular (Barcelona y Tarragona son muchos siglos anteriores a la aparición de Cataluña) quiere separarse ejerciendo su derecho a decidir, ¿qué habría de malo en ello? Las razones para que Tabarnia venga al mundo no son menores ni menos “reales” que las invocadas para la República Catalana, y desde luego son mejores y más justas porque Tabarnia no pretende imponerse a la posible Cataluña residual restante, sino sólo seguir caminos separados, algo que debería encantar al separatismo.
Tabarnia, una idea emergente
Quizás lo más fascinante del caso Tabarnia sea su naturaleza de fenómeno emergente: no tiene nada que ver con el establishment, surge en los márgenes de la política, cristaliza tras las frustrantes elecciones del 21D, ofrece una alternativa inesperada y constructiva, rompe de modo disruptivo el discurso hegemónico. Ni los grandes medios de comunicación y preceptores de opinión, ni los poderes económicos y partidos políticos (pese al descarado intento de alguno de hacerse gratis con la patente, como es habitual) estaban en el asunto, despachado como la chaladura de cuatro frikis.
Tabarnia emerge de dos rupturas simbólicas: en primer lugar con el nacionalismo, pero también con la política tradicional de apaciguamiento y cesiones ilimitadas al nacionalismo
Tabarnia representa una salida para ese 50% -y no sólo de catalanes- que han perdido toda esperanza en cualquier acuerdo constructivo con los nacionalistas, y que tampoco esperan gran cosa de los poderes tradicionales del Estado y del establishment, corresponsables del abandono de la educación y la cultura al nacionalismo, de la corrupción, de la fractura social y de la esterilidad de la política. Así que Tabarnia emerge de dos rupturas simbólicas: en primer lugar con el nacionalismo, pero también con la política tradicional de apaciguamiento y cesiones ilimitadas al nacionalismo.
En puertas de una reforma constitucional provocada por la creciente fractura territorial, no debería haber obstáculos insalvables para permitir que Tabarnia fuera la 18 Comunidad Autónoma española
¿Tiene futuro Tabarnia? El debate jurídico-administrativo sobre si una Comunidad Autónoma puede dividirse es el menos importante, aunque el hecho de que se plantee dice mucho del éxito de Tabarnia, y también del agotamiento del “Estado de las Autonomías”. En puertas de una reforma constitucional provocada por la creciente fractura territorial, no debería haber obstáculos insalvables para permitir que Tabarnia fuera la 18 Comunidad Autónoma española. Al fin y al cabo, el actual mapa autonómico se improvisó en el periodo constituyente sobre el mapa provincial creado por los gobiernos liberales isabelinos para racionalizar el puzle territorial español. Cambiarlo por tercera vez no parece ningún imposible. La provincia decimonónica ya es un anacronismo que distorsiona la voluntad electoral, y la Comunidad Autónoma va camino de serlo por varios motivos, algunos de ellos intempestivamente puestos sobre la mesa por la invención de Tabarnia, por ejemplo que la nación decimonónica nacionalista, que subyace al modelo autonómico bajo la ambigua forma de “nacionalidades”, es el mayor anacronismo de todos.
Por otra parte, el nacionalismo crea demonios propios en los traumáticos procesos de secesión. Estos suelen ir acompañados de violentas fracturas internas como la división de Irlanda, la de la antigua India o las recientes de Sudán y Ucrania, sin olvidar las tensiones creadas por Quebec en su propio territorio. La expresión más trágica de este proceso fue la voladura de Yugoslavia en nada menos que diez entidades políticas de facto. Sin llegar a esos extremos, la fractura catalana pertenece a esa familia de casos. Como resumió François Mitterrand, el nacionalismo es la guerra.
El auge de las metrópolis y los espacios políticos transnacionales
Y llegamos al aspecto quizás más novedoso del proyecto de Tabarnia: el auge de las ciudades, o mejor, de las áreas metropolitanas, que son las verdaderas ciudades y no las entidades administrativas (ayuntamientos) con las que a menudo se las confunde. Cataluña tiene además una hipertrofia urbana muy acusada, porque en las áreas metropolitanas de Barcelona y en menor medida de Tarragona viven las dos terceras partes de todos los catalanes.
El auge actual de las metrópolis es un fenómeno mundial que puede resumirse en el aumento de las diferencias de todo tipo entre las grandes áreas urbanas y los territorios del entorno
El concepto de civilización surge del concepto de ciudad: una auténtica civilización no es sino un sistema de ciudades. El auge actual de las metrópolis es un fenómeno mundial que puede resumirse en el aumento de las diferencias de todo tipo (atención, incluyendo la desigualdad socioeconómica) entre las grandes áreas urbanas y los territorios del entorno, comparativamente menos poblados, urbanizados e integrados en la globalización. Los centros emergentes del mundo globalizado son verdaderas megaciudades de más de quince millones de habitantes (Tokio-Yokohama, Beijing, México D.F, Mumbay, El Cairo, Gran Los Ángeles, etc), con la dimensión de auténticas “naciones”.
Por ejemplo, la megaciudad china Guangzhou – Shenzhen tiene una población estimada en más de 48 millones de habitantes, superando a la de la mayoría de los Estados miembros de la ONU. Las megaciudades concentran cada vez mayor porcentaje del PIB, y son la sede de la economía y la cultura más dinámicas. Viven del entorno que suministra materias primas, alimentos y energía, pero transfieren riqueza en forma de comercio, servicios, rentas fiscales y subvenciones a los más atrasados y desfavorecidos. Todo apunta a que la globalización está configurando una red mundial de megaciudades con sus propios intereses, a veces divergentes del resto del país. Lo han puesto de relieve el Brexit, las últimas elecciones en Francia y, en general, la creciente polarización electoral entre metrópolis y resto del país, ilustrada en Estados Unidos con la elección de Trump. Si consideramos Tabarnia en este contexto, deja de ser un asunto político local.
Las megaciudades han comenzado a diluir y traspasar las fronteras nacionales. El corazón transnacional de la Unión Europea, el triángulo formado por Holanda, Bélgica y la región alemana del Ruhr, puede considerarse una inmensa megaciudad; el eje de la UE es la densa cadena de ciudades que enlaza el Mar del Norte con el norte de Italia atravesando los Alpes (un eje multisecular formado en la Edad Media, por cierto).
En España, el territorio real también consiste en una veintena de áreas metropolitanas (Madrid, Barcelona, Valencia, Málaga, Sevilla-Guadalquivir, costa de Galicia, triángulo central de Asturias, Bilbao…) conectadas que dejan grandes zonas vacías, casi despobladas. Todo invita a suponer que este proceso va a intensificarse, diluyendo las divisiones autonómicas (e intensificando las protestas de los territorios cada vez más marginados, y la oposición de la vieja clase política provincial). El área metropolitana de Madrid, la tercera connurbación más grande de Europa, desborda los límites de la Comunidad para adentrarse en Guadalajara, Segovia y Toledo. A caballo de la frontera hispano-francesa ya existe de iure y de facto una mediana euro-ciudad vasca formada por el área urbana donostiarra y la BAB (Bayonne, Anglet, Biarritz) francesa; el verdadero obstáculo para que se desarrolle es la fundada desconfianza hacia el nacionalismo vasco.
Las diferencias más evidentes son económicas y demográficas: las metrópolis no sólo están mucho más pobladas con densidades muy altas, sino que son mucho más ricas, y no sólo porque en ellas se concentra más riqueza absoluta y relativa en forma de más empresas y rentas, sino porque reúnen más talento al atraer más capitales y, sobre todo, más recursos humanos innovadores. Viceversa, y como está ocurriendo en Cataluña, el localismo excesivo y la coacción nacionalista debilitan la red de ciudades conectadas y ponen en fuga a empresas, recursos humanos y talento. La aparición de Tabarnia puede entenderse como una reacción emergente contra la provincialización de esa gran ciudad que, para sobrevivir y desplegar su potencialidad, reclama una identidad política separada.
Si las metrópolis son más ricas es porque son más abiertas y dinámicas, y esto porque son más grandes. La economía de escala influye: las mayores oportunidades atraen más personas más abiertas y dinámicas (buena parte de la población de las metrópolis ha nacido en otro lugar), y por tanto resultan más cosmopolitas y creativas. Pero el conflicto de estas ciudades con los poderes territoriales provinciales también está servido.
Consideremos por ejemplo lo que sucede en Estados Unidos: en desacuerdo con las políticas de cierre y antiglobalización de la administración Trump, cuya base electoral es de tipo “provincial”, las principales ciudades amenazan con suspender u obstaculizar en su ámbito la ejecución de las políticas medioambientales o de inmigración del gobierno. En el Reino Unido, la decisión del Brexit produjo un conato de independencia de Londres de la provincia británica: como escribió John Carlin, para muchos londinenses Inglaterra es otro país.
El mundo está cambiando velozmente y son las grandes ciudades las que protagonizan y lideran ese cambio, pero sin auténtica dirección política
Es un fenómeno al que vamos a asistir cada vez con más fuerza: el mundo está cambiando velozmente y son las grandes ciudades las que protagonizan y lideran ese cambio, pero sin auténtica dirección política. La “primavera árabe”, rápidamente sofocada, fue un fenómeno nacido en ciudades como Túnez y El Cairo, protagonizado por jóvenes de cultura digital sin proyecto ni representación política. En China, la protesta contra la dictadura tiene un perfil similar. Tabarnia pertenece a esta casta. La insistencia nacionalista en relativizar y frenar el proceso, poniendo el foco en pequeñas comunidades y supuestas tradiciones ancestrales a defender a costa de todo y todos, acabará siendo barrida como lo fue el carlismo, por poner un ejemplo doméstico. Es cosa de tiempo, inteligencia y perseverancia.