A la luz ardiente de las llamas televisadas. A la luz fría del teléfono móvil que muestra los selfies de barricada y embozo compartidas por miembros de “la generación más formada de la historia”. Desde la degradante y obscena violencia callejera pudiera parecer accesorio, frívolo o fuera de lugar hablar de cualquier otra cosa que no sea esto mismo y –sobre todo- comenzar hablando de un cuadro del museo de El Prado.
Un cuadro ante el que uno quisiera pasar sus buenos veinte o treinta minutos, hasta sentir por parte de su paciente acompañante el sutil tirón en la manga que anima a continuar la visita por las demás salas.
Grises, pardos, ocres, negro levita, negro sombrero que rueda por el suelo
Es, como el Guernica, un cuadro de muerte y barbarie sin sangre: el de Picasso se hace en negros, blancos y grises –sin rojo-. Éste tiene una paleta más diversa pero en la que también prevalecen los tonos apagados (y no por ello menos elocuentes). Grises, pardos, ocres, negro levita, negro sombrero que rueda por el suelo. En la obra de la que hablo sí hay, sin embargo, unas pocas pinceladas de rojo que por su intensidad y por el contraste general parecen reclamar al espectador.
Lo diré: en “El fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga” hay un patriota que espera la muerte con barretina. Como los demás personajes del cuadro, esquiva con su mirada la del espectador. Clava sus ojos oblicuamente en el suelo o en la escena inmediata, donde aparece un religioso que venda los ojos a un infeliz que aguarda en posición orante.
La cabeza tocada por la prenda roja, el rostro ligeramente ladeado y un gesto de dignidad insondable, infinito por ir más allá del arcabuzazo postrero. Por llegar hasta nuestros días y por alcanzar en su rotunda universalidad –yo creo- incluso a los bienvenidos japoneses que se agrupan en regulares oleadas frente al cuadro como los protagonistas del mismo, muy juntos, pero con audioguía. Los japoneses también saben algunas cosas importantes sobre el honor.
Ante este muro de las lamentaciones liberales españolas, simbólicamente conformado por todas las clases sociales, todas las Españas, las edades, las estéticas y las éticas al arrostrar el fatal destino, uno se acompaña mentalmente de las notas marciales y fúnebres que el maestro Enrique Granados (leridano) compuso en loor de Torrijos y sus camaradas. Y algún eco todavía del extremeño Espronceda… helos allí junto a la mar bravía… españoles llorad…y los viles tiranos, con espanto, siempre delante amenazando vean alzarse sus espectros vengadores.
Salimos de la sala y un inoportuno vistazo al móvil (generalmente desaconsejado en esta clase de templos) nos devuelve a las irritantes poses de la barricada y la inflamación. En las fotos llenas de “likes” se ven también algunas barretinas, pero estas forman parte de un vulgar atrezzo historicista y populista (como cuando los nobles se disfrazaban de manolos y chisperos en las noches del Madrid cortesano). No dan el pego.
Y pienso que esos jóvenes catalanes integrantes de “la generación más formada de la historia” no tienen siquiera el vislumbre de una Historia común, compartida, de España.
En la hegemonía que los reduce, en la tradición política que les ahorra tener que pensar, el español dispara siempre sobre el catalán
Están muy lejos de intuir siquiera que un catalán pudiera morir codo con codo con un aragonés, un extremeño o un riojano en una playa de Málaga por la libertad de todos ellos y en nombre de la Nación Española. En la hegemonía que los reduce, en la tradición política que les ahorra tener que pensar, el español dispara siempre sobre el catalán. El catalán y el español, que son cosas distintas -quede claro- siempre están enfrente, nunca al lado. Víctima y victimario: primera frontera de todo nacionalismo que aspira a ser.
De hecho, si han llegado a escuchar alguna vez juntas las palabras “nación” y “española”, seguramente les habrá saltado la alarma “antifranquista”. Es la alarma que no salta, por cierto, ante “Estado Español” (este sí, concepto oficial franquista para referirse a España).
Si bien resulta evidente la existencia de un “Estado Español”, aunque sea sólo para saber que hay que destruirlo, pese a que dejase de ser franquista muchísimo antes de que nacieran los del selfie, aceptar que algo parecido a una nación española haya podido existir (y que exista en 2019) con la plena participación y aportación de Cataluña… es sencillamente inasumible. Aceptar que ser catalán es y ha sido en la historia una de las muy diversas, creativas y fecundas formas de ser español hiere el ego de forma insoportable, aparentemente.
Eso sí: en la historia fragmentaria que memorizan, en la historia segregada de facto y de iure de la del conjunto de España, la nación catalana sí aparece como una evidencia, como un concepto redondo, rotundo, unitario, natural e incuestionado que va de suyo y que trae su propia trayectoria desde el amanecer de los tiempos, si acaso, imbricada en ese otro concepto de “Estado Español” (nunca en la Nación Española) pero siempre por las vías de la violencia, la fuerza y la invasión.
Recordar que “per salvar a Espanya” fue la segunda razón de Jaime I para contribuir a la Reconquista –sólo después de “per Deu”- sería algo como de Vox, amén de medio islamófobo
Si acordamos que estos tiempos recios no parecen los mejores para hablar de cuadros, menos lo serán para hablar de otras cosas todavía menos presentes. Por ejemplo, de trazar la historia de incorporaciones, contribuciones, fundaciones, ‘synoikismós’ (no Anschluss) en que han consistido desde sus primeros pasos la sociedad y el pueblo español. Arrancar en la Hispania visigoda sería visto como un despropósito. Recordar que “per salvar a Espanya” fue la segunda razón de Jaime I para contribuir a la Reconquista –sólo después de “per Deu”- sería algo como de Vox, amén de medio islamófobo. Ni un breve decir tuvo Jaime para “los países catalanes” en su Llibre dels feits.
Ineficaz apuntar que sobre el territorio peninsular se formó tempranamente uno de los primeros estados modernos de Europa cuyos reyes eran llamados fuera y dentro sencillamente “reyes de España”. Inútil volver a decir que, del mismo modo que Jaime I no fue una especie de protoemperador catalanista, Rafael de Casanovas no fue un líder secesionista en el siglo XVIII sino un partidario austracista que coronaba sus bandos con vivas a España. Para qué entrar en más detalles mientras nos queden el mito, el agravio y el foso de las moreras.
O que tiempo después hubo un episodio nacional de nuestra nación titulado “Gerona”, por algún motivo situado entre “Zaragoza” y “Cádiz”, no demasiado lejos de “Bailén”. Que 17 diputados catalanes firmaron la Constitución de 1812: la constitución que introduce la soberanía nacional, la noción de ciudadanía, la separación de poderes y la igualdad formal. Firmas que aparecen desordenadas, sin jerarquía ni agrupación territorial junto a la de los demás representantes provinciales y de ultramar.
En unos institutos en los que el español es una lengua tan extranjera como cualquier otra, sugerir que poetas catalanes o valencianos escribían en español con naturalidad no ya antes de 1714 (esa especie de “año cero” para la mitología nacionalista) sino con anterioridad incluso al matrimonio de los Reyes Católicos –es decir, hace más de 550 años- puede parecer difícil de creer.
la Cataluña “selfie”: un proyecto de ingeniería social dirigido desde arriba por y para ricos
Lo difícil, lo contraintuitivo, es llegar a albergar una mínima noción de lo común, de lo compartido, de cualquier cosa que trascienda de tus engreídas narices si has sido criado en la Cataluña narcisista, autorreferencial y encantada de sí misma de las últimas décadas. En la Cataluña “selfie”: un proyecto de ingeniería social dirigido desde arriba por y para ricos, insolidario, de bases etnolingüísticas, indigerible desde cualquier perspectiva progresista y que ha conducido a la ruptura interna de la sociedad catalana antes que a la implosión del Estado.
Aquí hemos hablado un poco –casi nada- de historia a los solos efectos de ejemplificar situaciones en las que los catalanes han sido libres, siervos, felices o infelices a la vez que el resto de los españoles y junto a ellos. Produce verdadera lástima comprobar que es precisamente ahora: con “la generación más formada de la historia”, en el periodo de la historia en el que todos podemos ser más libres, más iguales, más prósperos, más ciudadanos del mundo, más despreocupados de todo esencialismo; en el periodo en el que la propia región catalana ha alcanzado las más altas cotas de autonomía y reconocimiento a todos los niveles, cuando se produce este salto al vacío que tiene más de suicidio que de proyección épica.
Un camino excluyente, perfectamente estéril y desgraciado que termina en ninguna parte y, además, coronado por la triste violencia. Una violencia que sin ser explícita y descarnada como ahora, se ejercía ya a través de condenas a muerte en lo civil, señalamientos y sambenitos contra los enemigos del pueblo. Botiflers, colonos, espanyols, fuerzas de ocupación. Será trabajo de décadas reconducir la situación, pues son muchas las estructuras dañadas por la excepcionalidad separatista.
Mientras escribía me he convencido de que igual sí merece la pena e igual no está tan fuera de lugar comenzar por explicar en los institutos –en los de toda España, por si acaso- qué pintaba esa barretina en esa pintura. Contra qué (absolutismo, arbitrariedad, atavismo) y por qué (libertad, igualdad, soberanía nacional) luchaban los del cuadro codo a codo con todos sus hermanos.