La crisis del Islam y la seguridad europea - Rafael Calduch

El primer indicador alarmante de la expansión del islamismo radical se produjo durante las elecciones argelinas de 1991, en las que el éxito del Frente Islámico de Salvación en la primera vuelta desencadenó un golpe militar y una guerra civil que duró once años y que provocó decenas de miles de muertos.  Los atentados del 11 de Septiembre de 2001, seguidos por los del 11 de Marzo de 2004 en Madrid y el 7 de Julio de 2005 en Londres, sacudieron la conciencia de los gobiernos y los ciudadanos occidentales sobre el alcance de un terrorismo islamista que operaba desde mediados de los 90 y que era capaz de golpear en el corazón de sus ciudades provocando matanzas indiscriminadas e injustificables.

Unos años más tarde, durante 2011 se desencadenaron rebeliones populares en diversos países árabes e islámicos (Túnez; Libia; Egipto; Yemen; Siria y Bahrein) que hasta ahora se han saldado con tres guerras civiles y un golpe militar (Egipto). Tan sólo tres años más tarde, en Junio de 2014, Abu Bakr al-Baghdadi proclamaba el Estado Islámico de Irak y el Levante (DAESH), asumiendo el liderazgo internacional del terrorismo islamista hasta entonces dirigido por Al Qaeda.

Hace unas semanas, tras un fallido golpe militar, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan lograba una pírrica mayoría en el referéndum que legitima las reformas constitucionales que le permitirán ejercer un poder dictatorial, gracias al cual podrá concluir el proceso de islamización social iniciado años antes, arruinando así la separación entre política y religión establecida hace casi 100 años por Kemal Ataturk, padre de la Turquía moderna surgida de la Primera Guerra Mundial.

Todos estos hechos hablan de una profunda crisis en el mundo islámico debida, en gran medida, a su dificultad para enfrentar los retos modernizadores impuestos por el proceso globalizador

Más allá de su importancia inmediata, todos estos hechos nos hablan de una profunda crisis social y religiosa en el mundo islámico debida, en gran medida, a su dificultad para enfrentar los retos modernizadores impuestos por el proceso globalizador, el fracaso de los proyectos políticos laicos de corte nacionalista o socialista de finales del siglo XX y la emergencia de un individualismo masivo impulsado por la comunicación interactiva a través de Internet y las redes sociales.  Esta crisis de la identidad religiosa islámica no sólo corroe los fundamentos de la comunidad de creyentes (Umma) sino que también contribuye a la descomposición política y social de los países donde los musulmanes constituyen la población mayoritaria, provocando su inestabilidad y, en último extremo, el conflicto violento y la guerra civil.

Pero la crisis islámica también se ha extendido a las importantes comunidades musulmanas que están radicadas en los países occidentales y muy especialmente en los europeos.

Estos grupos experimentan tres grandes contradicciones que dificultan su inserción en los países de acogida: a) el creciente conflicto entre las diversas corrientes y comunidades religiosas que coexisten en el Islam (chiitas; sunnitas; wahabitas); b) la permanente tensión entre sus raíces culturales originarias y las condiciones de vida de las sociedades occidentales donde se han establecido, y c) la necesaria discrepancia intergeneracional en las concepciones existenciales deseables en lo familiar, lo político, lo económico, cultural y religioso.

No es sorprendente que en semejantes condiciones se produzcan crisis de identidad, con su corolario de desarraigo social y frustración vital, que provocan en ciertas personas y colectivos conductas destructivas y violentas. Pero tales colectivos no sólo son minoritarios entre los musulmanes sino que suscitan valoraciones y actitudes de rechazo o desaprobación entre sus correligionarios.

En un estudio publicado por el Pew Research Center en Febrero de 2017 sobre la opinión que les merecía el DAESH (Estado Islámico) a ciudadanos de 11 países con poblaciones musulmanas, en diez de ellos (Líbano; Israel; Jordania; Palestina; Indonesia; Turquía; Nigeria; Burkina-Faso; Malasia y Senegal) entre el 60 y el 100% de los encuestados se mostraban contrarios al Estado Islámico. Unicamente en Pakistán la mayoría (62%) no emitía su opinión. (http://www.pewresearch.org/fact-tank/2017/02/27/muslims-and-islam-key-findings-in-the-u-s-and-around-the-world/ )

Frente a los dirigentes políticos y los medios de comunicación que formulan discursos populistas reaccionarios fundados en argumentos intolerantes, con frecuencia xenófobos y siempre falsos, es necesario responder apelando en primer lugar a la evidencia histórica por la que nuestras sociedades ya son diversas en su composición demográfica y cultural. Dicha realidad es la consecuencia de un proceso migratorio desarrollado durante décadas que ya no se puede invertir y que además descansa en la coexistencia cotidiana de las distintas colectividades religiosas.

Guste o disguste los europeos debemos asumir que nuestros conciudadanos musulmanes no son nuestros enemigos, pero que entre ellos existen personas y minorías que amenazan nuestras vidas y propiedades

Pero tampoco podemos engañarnos pensando que el voluntarismo idealista de una integración cultural con las comunidades islámicas se alcanzará sin pagar el precio de una violencia terrorista, que no por marginal es menos dolorosa e inaceptable, y en un breve período de tiempo. El proceso de consolidación de la tolerancia a la diversidad religiosa en nuestros países, si llega a producirse, se alcanzará poco a poco a lo largo de generaciones, con ciclos periódicos de tensiones sociales y con una violencia terrorista recurrente y duradera.  Guste o disguste los europeos debemos asumir que nuestros conciudadanos musulmanes no son nuestros enemigos, pero que entre ellos existen personas y minorías que amenazan nuestras vidas y propiedades, lesionando con ello el ejercicio de nuestros derechos y libertades. Saber diferenciar los primeros de los segundos constituye la primera condición para establecer la necesaria convivencia entre las diversas comunidades religiosas de nuestros países.

Pero también es necesario mantener la firmeza en nuestros valores y convicciones, incluidas la libertad y la tolerancia religiosa, actuando contra las personas y grupos que los amenazan, sean musulmanes o no, dentro del marco del estado de derecho y con la legitimidad que le confieren a los poderes estatales nuestras democracias.

Las sociedades europeas han cambiado cultural y religiosamente en las últimas décadas y seguirán haciéndolo en los próximos años sometidas a la presión de la globalización comunicativa y de los desplazamientos masivos de poblaciones. Nuestros países gozan de sólidos fundamentos políticos y económicos para hacer frente a estos retos sin renunciar a sus propias identidades culturales. Por ello tan erróneos son los discursos catastrofistas, como el que en su momento lanzó Samuel Huntington sobre el choque de civilizaciones, ya que alimentan políticas populistas de odio religioso y violencia social, como los mantras idealistas que propugnan políticas de apaciguamiento social a partir de la renuncia de nuestras propias raíces culturales y religiosas.

El Islam está en una profunda crisis y corresponde en primer término a los propios musulmanes el enfrentar sus retos históricos para superarlos. Sin embargo aquí y ahora esta crisis del Islam afecta ya a nuestros países y conciudadanos y, por tanto, no podemos ignorar que forma parte de la propia crisis de la civilización occidental.