CHINA

China[1] ha puesto la guinda a la cuestión del significado de “capitalismo” con el oxímoron de un régimen nominalmente socialista: una dictadura de partido, implacable y corrupta, que ha inventado con gran éxito su propia versión de capitalismo, oficialmente llamada “socialismo de mercado”. El tiempo dirá si la ley del círculo virtuoso mayor crecimiento económicomás democracia, o como dicen Acemoglu y Robinson, más economía inclusiva ► más política inclusiva, actúa también en China o si es una descomunal excepción a la hipótesis. Nominalmente, China sigue siendo socialista pero, en la práctica, hoy es la segunda economía capitalista del mundo y con visos de llegar a ser pronto la primera.

Ni siquiera las más extrañas cábalas leninistas de periodos especiales, modalidades de transición al socialismo y nuevas economías albergaban una contradicción tan estrepitosa

Ni siquiera las más extrañas cábalas leninistas de periodos especiales, modalidades de transición al socialismo y nuevas economías albergaban una contradicción tan estrepitosa: ¿cómo y por qué un partido comunista da un giro de 180º a sus fines fundacionales para convertirse en 100% capitalista, pero sólo en el sentido económico del término? Hasta 1979 el maoísmo ofrecía una alternativa comunista más radical y puritana al modelo soviético, tachado de “capitalismo de Estado” degenerado, revisionista o burocrático, y por eso China fascinaba a la mayoría de la intelectualidad y universitarios occidentales considerados progresistas de izquierda. El Libro Rojo de Mao, las comunas populares y la Revolución Cultural estaban de moda. Los espíritus supuestamente más críticos –Jean Paul Sartre, por ejemplo- aceptaban ciegamente la propaganda china como verdades indubitables, sin la menor consideración por los hechos ni por los testimonios chinos sobre las atrocidades maoístas. Fue un caso de abducción a gran escala y renuncia voluntaria al discernimiento ecuánime digno de estudio. Para el maoísmo fue un éxito propagandístico sin parangón, aunque pocas veces se habrá encontrado un público tan entregado. Incluso el aberrante culto obligatorio al Presidente Mao parecía inocente y necesario, en la línea de la utilidad que Keynes atribuía a la “religión” soviética.

A juicio de Simon Leys[2], en su imprescindible crónica de las atrocidades y avatares de la Revolución Cultural maoísta, la admirativa respetabilidad otorgada al maoísmo tuvo más que ver con la tradición occidental de apoyar a los peores tiranos chinos, considerando el despotismo y la crueldad rasgos constitutivos de la identidad oriental, un prejuicio derivado de la profunda ignorancia sobre su cultura e historia… y de un más inconfesable culto secreto al Poder totalitario. Desde luego, es lo que uno encuentra leyendo las declaraciones de Foucault contra los “tribunales populares” que proponían los maoístas del 68 –para juzgar a la policía francesa- porque no había que conservar ni esa máscara de farsa judicial: la ejecución directa de los enemigos de la revolución, sin juicio, le parecía más adecuada como “justicia popular”[3]. El papanatismo promaoísta de los intelectuales parece más una expresión del odio a la democracia liberal y a los fantasmas del capitalismo que otra cosa.

China después de Mao

China ha sido el principal laboratorio del mundo de interacción entre ideas y economía. Hasta la caída del régimen imperial demostró que la ideología oficial y las decisiones políticas pueden frenar o suprimir el crecimiento económico. Tras la revolución, China mostró que el concepto “comunismo” podía carecer de cualquier otro significado que el de justificar una autocracia delirante y genocida. Y tras el fin del maoísmo, China volvió a demostrar que “capitalismo” puede no ser otra cosa que desarrollo regulado de la iniciativa económica privada. En los tres casos la historia china pone de manifiesto el papel fundamental de las ideas en la marcha de la economía, y la falacia de la supremacía de la economía bajo leyes propias que condicionan y mueven todo lo demás.

Mao dejó tras él mucha desolación, pero también mucho orgullo nacionalista. Sin embargo, los que él consideraba sus principales “logros” apenas le sobrevivieron debido a que no eran sino tigres de papel. La economía estaba hundida en el caos, la industria era obsoleta y contaminante, la educación estaba arrasada, la ciencia militarizada y las Comunas Populares el evidente origen de la pobreza tercermundista general. Incluso las imponentes fuerzas armadas chinas eran poco más que un trampantojo: China tenía bombas atómicas, sí, pero apenas la capacidad de lanzarlas fuera de sus fronteras por carecer de misiles, aviones y submarinos que funcionaran.

Mao vivió obsesionado hasta el fin de sus días por la amenaza de un golpe de mano que le apartara del poder. En 1966 había destituido a Liu Shaoqi y Peng Dehuai, y luego los hizo morir en la cárcel en condiciones atroces. A continuación se volvió contra su compinche Lin Biao, que murió en el intento de fuga a la URSS. También persiguió y encerró a su futuro sucesor, Deng Xiaoping; le había estigmatizado como “el segundo mayor seguidor del capitalismo” –pronto se vería que era el primero- hasta que en 1973 se resignó a rehabilitarle a falta de alguien capaz para gestionar su imperio. Llegó a tramar la perdición del fiel Zhou Enlai, su híbrido de perro de presa y zorro florentino, pero sufría un cáncer terminal y saboteó el plan muriendo en 1976, unos meses antes que Mao. Este le castigó negándole funerales de Estado, pero Zhou era muy popular. Hubo manifestaciones de duelo y protestas violentas contra la policía. Deng fue culpado de los incidentes en Pekín y cesado de nuevo. Esto complicaba todo. Zhou aún pudo cerrar una última alianza con Deng Xiaoping, su antiguo enemigo, en contra de la Banda de los Cuatro, de la que Mao tampoco se fiaba por la desmedida ambición y escasa capacidad de Jiang Qing, su fanática esposa. Mao retrasó todo lo posible nombrar un sucesor porque ninguna de las facciones satisfacía sus pretensiones. Intentó obligarles a colaborar, pero los izquierdistas eran pueriles e incapaces mientras que Deng no quería saber nada de la Revolución Cultural, que Mao consideraba lo mejor de su legado. Incluso intuyó que los revisionistas se encaminarían por el “camino capitalista” cuando muriera, y en esto acertó plenamente. El PCCh invistió sucesor a Hua Guofeng como solución de compromiso. Entre tanto, Deng se había escondido en Cantón, protegido por sus partidarios.

Una consecuencia afortunada de las dudas seniles del Gran Timonel fue dejar expuestos a sus verdaderos incondicionales de la Banda de los Cuatro (denominación peyorativa del propio Mao), quizás por temor a darles demasiado peso en el complicado castillo de naipes sucesorio[4]. Así Hua Guofeng pudo arrastrarlos al banquillo como chivos expiatorios de las peores atrocidades del maoísmo sin tocar la figura de Mao. Pero quien recogió el fruto maduro del posmaoísmo fue, sin embargo, el astuto y paciente Deng Xiaoping, desde 1979 líder supremo.

el veloz crecimiento económico resultado del fin de la colectivización fue definido como “economía socialista de mercado”, incongruencia que no preocupó a nadie

Bajo la batuta de Deng Xiaoping el PCCh inició uno de los giros ideológicos más espectaculares de la historia. En síntesis, el Partido preparó la adopción del capitalismo sin renunciar a la retórica comunista. De un modo muy orwelliano el capitalismo pasó a denominarse socialismo, y el veloz crecimiento económico resultado del fin de la colectivización fue definido como “economía socialista de mercado”, incongruencia que no preocupó a nadie. Nian Guangjiu, un empresario de éxito que pasó varias estancias en la cárcel durante el maoísmo, no veía paradoja alguna en afirmar: “Deng Xiaoping fue un sabio. Perfeccionó el socialismo. Antes de Deng el socialismo tenía muchas imperfecciones.”[5]

Se dio prioridad a mejorar la calidad de vida abriendo China a multinacionales americanas llenas de simbolismo. A finales de 1978 Deng cerró un gran contrato con Boeing, y Coca Cola fue invitada a instalarse en el país. El nuevo lema de moda encandiló a los gobernantes pragmáticos del mundo. Databa de 1960 y a Deng le valió la acusación de derechista irredimible: “da igual que el gato sea blanco o negro, lo importante es que cace ratones.” La fórmula “un país, dos sistemas”, inventada para garantizar que el retorno de Hong Kong no perjudicaría a las poderosas empresas del enclave británico –fórmula desmantelada en la actualidad por la negativa de Pekín a mantener la autonomía política de la excolonia, provocando allí grandes protestas democráticas-, dejó claro que el socialismo o el capitalismo pasaban a ser algo accesorio, en realidad irrelevante. Lo importante es que fuera chino y bajo control único del Partido.

La mayor peculiaridad del capitalismo chino es que el PCCh retiene el monopolio político absoluto y un extenso control legal e ilegal del mundo económico

La mayor peculiaridad del capitalismo chino es que el PCCh retiene el monopolio político absoluto y un extenso control legal e ilegal del mundo económico. En realidad, el Partido es la mayor empresa de China y la más opaca y secreta. La matanza de 1989 de los estudiantes demócratas de la plaza de Tian’anmen demostró que no iba a tolerarse ningún desafío a la dictadura de partido único, como los que acabaron con la URSS y sus satélites europeos. En cierto modo, Deng y los suyos reprodujeron a escala gigantesca y velocidad frenética un cambio semejante al de la dictadura española de Franco hacia 1957: olvidar la ideología manteniendo la retórica, y conceder libertad para enriquecerse, pero sin ninguna libertad política. En España esa fórmula creó una amplia clase media, permitió modernizar el país y las mentalidades –en buena medida gracias a la emigración, el turismo, la relación con Europa y la tradición democrática-, y tras morir el dictador desembocó en la transición a la democracia en 1976. Pero en China, en situación muy distinta, no pasó nada semejante.

El giro chino al capitalismo surge de una conjunción de circunstancias. En primer lugar, el vaciado de sentido de la ideología comunista, útil para mantener el monopolio político pero sin influencia en la economía; de facto, el “pensamiento Mao Zedong” ha sido suplantado por un neo-confucianismo contemporáneo oficioso -semejante al de Singapur-, cada vez más presente en el discurso oficial y compatible con un capitalismo autoritario sin democracia. En segundo lugar, la urgente necesidad social de paz y prosperidad, recuperando el estilo de vida basado en los valores de orden, disciplina y laboriosidad. Y en tercer lugar, la simpatía y alivio del mundo capitalista por ese inesperado socio de gigantesco tamaño, liberado de veleidades revolucionarias y únicamente preocupado por atraer inversiones, exportar sus productos y ganar todo lo posible, aunque sin renunciar en absoluto a su ambición de potencia hegemónica. Uno de los resultados de este giro es que China sea hoy uno de los mayores defensores del libre mercado mundial y de la globalización, oponiéndose a las tentaciones proteccionistas de los países occidentales y en especial de los Estados Unidos de la era Trump. Obviamente es un “libre mercado” a la medida de China, no tan libre. El Partido explotó la crisis de 2008 para imponer a los países europeos y a Estados Unidos, necesitados de apoyo financiero urgente, importantes condiciones políticas para comprarles deuda, como el reconocimiento de la soberanía china en el Tíbet o la aceptación de sus intereses geopolíticos en Asia.

La democracia sólo parece interesar de momento a grupos reducidos de intelectuales, científicos, artistas y estudiantes, reprimidos sin piedad cuando se considera necesario, como el astrofísico Fang Lizhi, exiliado a Estados Unidos desde 1990, donde murió en 2012, Liu Xiaobo, Premio Nobel de la Paz muerto en la cárcel en 2017, o el artista Ai Weiwei, exiliado en Europa desde 2015. Lo mismo cabe decir de la represión implacable, recurriendo a métodos maoístas, de las minorías no asimiladas, como los tibetanos y uigures. Sólo en Hong Kong encuentra una resistencia política general. Pero China es un socio económico demasiado poderoso para desairarlo con sanciones por vulnerar los derechos humanos, así que la oligarquía del PCCh prácticamente disfruta de manos libres. Su control creciente de los flujos financieros mundiales y de alta tecnología como las telecomunicaciones 5G inquietan mucho más que la brutalidad de su dictadura, a pesar de que ésta puede representar a medio y largo plazo una amenaza para el equilibrio geopolítico mundial, del que hay visos en la disputa por las aguas internacionales del Mar de China Meridional que consideran suyas pese a la oposición de Vietnam, Filipinas, Malasia y otros países ribereños.

La dictadura de los tecnócratas y la transformación de China

La primera etapa de reformas de Deng Xiaoping, hasta 1984, eliminó las Comunas Populares para prevenir las hambrunas. La tierra fue redistribuida en lotes familiares y la producción de alimentos aumentó de inmediato, consiguiendo abastecer al campo y las ciudades. Se permitió a las granjas y empresas industriales vender a precios de mercado la producción excedente, y los servicios adaptaron los precios a oferta y demanda. Quizás lo más trascendental fue la autorización de crear empresas privadas. Para atraer inversión extranjera se crearon “zonas económicas especiales” con una legislación favorable a la iniciativa privada.

La relajación del control continuó hasta 1993, con la privatización de algunas empresas públicas. También se concedió más autonomía económica a las autoridades locales. El sector más conservador del partido trató de frenar las reformas, pero Deng siguió adelante pese a los estallidos de protesta social como la masacre de Tian’anmen, pues el capitalismo trajo consigo sus problemas característicos de desempleo e inflación, y también esperanzas de libertad. La bolsa de Shanghái reabrió en 1992. La retórica oficial presentaba al sector privado como un “importante complemento” de una economía socialista dependiente del sector público cuando éste estaba siendo desmantelado: en 2003 ya sólo ascendía, nominalmente, al 30% del PIB, muy por debajo de la mayoría de los países europeos. China se había transformado en un modelo de capitalismo puro, si existe tal cosa.

No todos admiten estos datos por la deliberada confusión de conceptos impuesta por el Partido, pues los límites entre lo público y lo privado son ambiguos y resulta poco decoroso hablar de ellos en un Estado nominalmente socialista. También cuenta la intromisión y control del Partido en empresas supuestamente privadas, aunque para compensar grandes empresarios privados han sido admitidos en el Comité Central del PCCh[6], reforzando la transversalidad del capital. Un estudio del banco suizo UBS de 2005 concluía que el auténtico sector privado no superaría el 30% de la economía, pero también podría alegarse que los criterios suizos y chinos de propiedad privada son diferentes[7], con algunas coincidencias: las grandes fortunas amasadas en China son evidentemente privadas y no propiedad del Partido o del Estado -que son lo mismo-, salvo que decida expropiarlas (cosa que no cabe excluir). En cualquier caso el nuevo modelo económico nada tiene que ver con el del maoísta. Los resultados fueron innegables y espectaculares: de 1978 a 2005 el crecimiento del PIB fue del 9’5% anual, y en 2010 se había multiplicado por cinco el de 1950. El PIB per cápita también creció, mejorando la calidad de vida: en 1978 la pobreza absoluta afectaba al 41% de la población, y en 2001 sólo al 5%.

Deng arregló su sucesión para que recayera en reformistas económicos fervientes

Deng arregló su sucesión para que recayera en reformistas económicos fervientes. El perfil de los nuevos amos era el de tecnócratas sin otra ideología que conservar la dictadura en su propio beneficio. Jiang Zemin y Zhu Rongji siguieron ampliando la privatización del sector público, reducido a los sectores estratégicos (banca y finanzas, telecomunicaciones, hidrocarburos e infraestructuras). Desmantelaron el por lo demás débil sistema de protección social maoísta, confiando a la familia la provisión de sanidad y el apoyo a los ancianos según los hábitos confucianos. Así, los chinos socialistas tienen hoy muchos menos derechos sociales y asistenciales que cualquier europeo capitalista. Un vuelco silencioso tanto más irónico considerando que la última campaña antirevisionista urdida por Mao, en 1974, era para desacreditar a Confucio, asimilado a Lin Biao (y quizás en parte a Zhou y Jiang Qing)[8].

La generación perdida de la Revolución Cultural a causa de la destrucción académica y el cierre de la universidad era otro problema porque carecía de formación para participar en la nueva economía, y ponía al país ante el espejo de una de las más graves destrucciones maoístas. China puso en marcha la restauración educativa urgente en todas las etapas y asimiló el sistema de ciencia occidental con muy buenos resultados, a base de crear universidades y centros de investigación de élite. El resultado es que hoy también es una potencia mundial en ciencias e investigación aplicada (I+D+i).

Los agentes del milagro fueron la competencia empresarial, el incremento de la productividad, la relajación del control burocrático paralizante de la economía planificada y, por supuesto, la relegación del pensamiento mágico

Por lo demás, el veloz crecimiento económico chino tuvo impacto mundial. Afectó positivamente a los países vecinos mostrando el lado virtuoso de la globalización, porque China se convirtió en gran cliente de Japón y Sudeste Asiático, y a continuación del resto del mundo. Y el fetiche maoísta de superar a los capitalistas se pudo cumplir al fin, aunque por procedimientos racionales y aprovechando la gran ventaja competitiva de los bajos salarios y –naturalmente- la prohibición de huelgas: es el mayor productor mundial de acero y cemento, y también de verdaderos productos industriales como barcos, automóviles, textiles y equipos digitales. Los agentes del milagro fueron la competencia empresarial, el incremento de la productividad, la relajación del control burocrático paralizante de la economía planificada y, por supuesto, la relegación del pensamiento mágico. El Estado pasó a financiarse mediante un sistema fiscal moderno basado en el IVA.

los problemas actuales de China son desigualdad exagerada, escasa movilidad social, corrupción sistémica, empresas públicas ineficientes, pobres controles de calidad y graves retos medioambientales

Pero la sociedad china es, sin embargo, una de las desarrolladas más desiguales del mundo. Según el índice Gini de 2016, el cociente de China era 38’5, frente a 31’9 de Alemania y 32’9 de Japón (en 2012). En 2006, una auditora americana calculó que el 0’4% de las familias chinas poseían el 70% de la riqueza nacional. Ese mismo año el servicio de estudios del PCCh divulgó que el 80% de la población pertenecía a las clases baja y media baja. Así pues, los problemas actuales de China son desigualdad exagerada, escasa movilidad social, corrupción sistémica, empresas públicas ineficientes, pobres controles de calidad y graves retos medioambientales (como vertidos tóxicos sin control, contaminación del agua y de la atmósfera de las mega-ciudades). Son problemas frecuentes en dictaduras que han logrado un rápido desarrollo económico pero siguen sin división de poderes, tienen escasa seguridad jurídica y nula transparencia, sin contrapesos institucionales ni supervisores independientes.

Llamar “economía socialista de mercado” a este sistema es un simple oxímoron propagandístico, útil en una sociedad educada en el horror al capitalismo durante tres generaciones. En lo que a la ideología se refiere, el Partido se sigue denominando Comunista para mantener el capital político acumulado como partido reunificador de China y restaurador de su soberanía y poder. Mao, de facto, es asimilado a los grandes emperadores, soslayando los crímenes achacados en exclusiva a la Banda de los Cuatros y unos pocos más. El PCCh sigue sin querer saber demasiado del pasado; una resolución de 1981 concluía que Mao había tenido un 30% de errores y un 70% de aciertos, la fórmula que el difunto usaba para ponderar la Revolución Cultural y las sangrientas purgas del Partido. Así pues, la investigación histórica sigue reprimida por temor a la desestabilización política. No se ha autorizado publicar Red-Color News Soldier de Li Zhengsheng, el libro de fotografías históricas de la Revolución Cultural, porque en ella aparecen imágenes crudas de maltrato, vejación y tortura pública de “derechistas” acusados por los Guardias Rojos, todo ello presidido por omnipresentes retratos del Presidente Mao y su Libro Rojo.

La incógnita es si China podrá sostener el crecimiento bajo una dictadura de partido. No se trata sólo del respeto a valores ético-políticos universales como el derecho a la libertad y los derechos humanos, sino también de que las dictaduras oligárquicas, como la del PCCh, se convierten en frenos a la libertad económica e igualdad de oportunidades porque buscan preservar su poder expulsando toda competencia. Y estos frenos son verdaderamente monumentales en el régimen de Pekín. El empresario del acero Dai Guofang pasó cinco años en la cárcel tras poner en marcha un proyecto de acería privada mucho más productiva que las del Estado; se ordenó detenerlo tras acusarle de presuntas irregularidades nunca demostradas. Lo evidente, como señalan Acemoglu y Robinson, es que su delito consistió en emprender su proyecto sin aprobación ni provecho de las más altas esferas del partido[9]. El caso Dai recibió suficiente publicidad para que todos entendieran a qué atenerse.

El control absoluto de los medios de comunicación impide informar libremente, difundir críticas al gobierno y, por tanto, atacar la corrupción generalizada. China ha impuesto barreras a internet (firewall) y extendido la censura ilimitada, creando sus propias redes sociales –cosa facilitada por el aislamiento tradicional de la cultura china- y obligando a las empresas del resto del mundo a aceptar sus estrictas restricciones para entrar en su mercado. Eso incluye la potestad gubernamental de suspender sin explicación -ni, por supuesto, orden judicial- las redes sociales y de censurar y cerrar miles de webs en un solo día[10]. También es usual espiar e identificar a los usuarios y otras exigencias que Apple, Facebook, Google y otros han terminado aceptando más o menos abiertamente. Los optimistas tecnológicos –una variedad de la ideología económica- creían que internet cambiaría China, pero es internet quien ha sido cambiado, como toda novedad llegada allí.

Pues si Pekín puede espiar impunemente a sus residentes y visitantes rastreando qué hacen con sus móviles –conversaciones, búsquedas en internet, correos y mensajes, imágenes, desplazamientos-, ¿por qué no haría lo mismo con las comunicaciones de otros países?

Es una censura muy cómoda para la dictadura, pero priva a internet de buena parte de su potencial y es probable que tenga consecuencias negativas para su economía digital. La élite política medra acostumbrada a recibir ingresos extras de la corrupción, instaurando verdaderas dinastías llamadas de los “pequeños emperadores”, los hijos únicos de los dirigentes del PCCh acostumbrados al lujo y la impunidad[11]. China ha desarrollado herramientas que permiten bloquear la publicación de historias indeseables, por ejemplo la implicación en escándalos de corrupción del hijo del Secretario General del PCCh, Hu Jintao; en 2009 consiguieron bloquear incluso las noticias publicadas en las webs de Financial Times y The New York Times[12]. De modo que si bien China se ha convertido en una potencia tecnológica en TIC, incluyendo la tecnología G5 en la que compite con Estados Unidos, estas prácticas orwellianas, así como la sospecha de que pueden incluir dispositivos de espionaje en los dispositivos informáticos, hacen desconfiar a muchos usuarios, incluyendo a gobiernos. Pues si Pekín puede espiar impunemente a sus residentes y visitantes rastreando qué hacen con sus móviles –conversaciones, búsquedas en internet, correos y mensajes, imágenes, desplazamientos-, ¿por qué no haría lo mismo con las comunicaciones de otros países?

La reputación o marca país es un activo económico tan importante como la tecnología y los precios, pero China la sacrifica a la opacidad y secretismo de la dictadura. Cuando en 2003 se declaró una de las cíclicas epidemias víricas de la región, la del SARS o neumonía asiática, la información se ocultó deliberadamente hasta que el Presidente Hu Jintao intervino, cuando no quedaba otra por la filtración de datos, destituyendo a un par de cabezas de turco[13]. La política de secreto oficial es constante y volvió a repetirse a finales de 2019 en el inicio en Wuhan de la mucha más grave pandemia mundial del covid-19, facilitando las acusaciones conspirativas que hablan de una pandemia intencionada.

Sin poder judicial independiente, contrapesos institucionales ni medios de comunicación no oficiales, sin pluralismo político reconocido, la posibilidad real de actuar contra la corrupción e implantar una transparencia elemental de gobierno y empresas es prácticamente nula. Lo más probable es que repercuta negativamente en el crecimiento económico en una nueva demostración, esta vez negativa, del poder de las instituciones y de las ideas y acción política sobre la economía. Es imposible saber si China dará pasos hacia la democracia más o menos paulatinos o de carácter revolucionario –según su tradición-, pero la purga sistemática de los pocos líderes comunistas partidarios de la reforma política, como Zhao Ziyang –uno de los pocos líderes que apoyó a los estudiantes de Tian’anmen-, no permite hacerse muchas ilusiones.

[1] Este texto es parte de un libro mío en elaboración, aún sin título, sobre las complejas relaciones entre la economía real y las ideas en general, especialmente la filosofía.

[2] Simon Leys, El traje nuevo del Presidente Mao. Crónica de la “Revolución Cultural”, 1971

[3] Michel Foucault, “Sobre la justicia popular”, 1972, en Un diálogo sobre el poder.

[4] Philip Short, Mao, pgs. 609 ss.

[5] Citado en Richard McGregor, El Partido. Los secretos de los líderes chinos, pg. 259

[6] Richard McGregor, El Partido. Secretos de los líderes chinos, pgs. 259 ss.

[7] Richard McGregor, El Partido. Secretos de los líderes chinos, pg. 265

[8] Véase Philip Short, Mao, pg. 611 ss

[9] Daron Acemoglu y James Robinson, Por qué fracasan los países, pg. 509

[10] Muchas veces coincidiendo con reuniones políticas importantes del PCCh. En el congreso de 2007 del PCCh, “un mes antes del congreso, se hizo una redada en Internet y durante semanas miles de páginas web estuvieron literalmente cerradas.” Richard McGregor, El Partido. Los secretos de los líderes chinos, pg. 22

[11] Un ejemplo de la mezcla de corrupción y control informativo: el diario El País publicaba el 4-9-2012: “comenzó a circular por las redes sociales que en el Ferrari siniestrado viajaban dos mujeres y un hombre y que una persona había muerto y que las otras dos resultaron heridas de gravedad, la policía cibernética china bloqueó todas las entradas que contenían ‘Ferrari y accidente’. Ahora se ha sabido que el Ferrari era de Ling Gu, el hijo del político degradado [Ling Jihua]. Según South China Morning Post, el joven murió en el siniestro y fue incinerado con un nombre falso para no dañar la reputación del padre, aunque otras webs de la disidencia china indican que está vivo pero que aún no se ha recuperado.”

[12] Daron Acemoglu y James Robinson, Por qué fracasan los países, pg. 513

[13] Richard McGregor, El Partido. Los secretos de los líderes chinos, pg. 39