Los referéndums se diferencian de las elecciones corrientes en que se vota una decisión política antes que un programa de gobierno, y se elige un bloque político antes que un partido dentro de un abanico pluralista (esta vez un abanico más amplio que nunca debido al derrumbe del bipartidismo). Las elecciones de este domingo 28 de abril han terminado siendo un referéndum antes que unas elecciones corrientes, y ese referéndum trata del futuro de España: si ha de reconstituirse como una nación democrática europea (lo que tarde o temprano exigiría esa reforma constitucional tan aplazada como urgente), o de si triunfa de nuevo la deriva hacia una confederación indeseable y provisional de taifas bajo regímenes nacionalistas y de paleoizquierda, según los modelos catalán y vasco y los planes de Podemos copiados, con éxito, por Pedro Sánchez.
Haber llegado a esta tensión es un mérito de esa misma paleoizquierda formada por el PSOE actual, Podemos y sus franquicias, más sus aliados separatistas
Haber llegado a esta tensión es un mérito de esa misma paleoizquierda formada por el PSOE actual, Podemos y sus franquicias, más sus aliados separatistas. Eso que llaman “la derecha” –que también es una creación suya resultante de llamar facha a todo lo que se mueva– nunca ha tenido un proyecto de Estado tan claro ni tan excluyente, antidemocrático y disparatado como el del tándem paleoizquierda-separatismo. Precisamente, el fallo de la derecha tradicional, representada por el PP, es que su confianza errónea en el poder del dinero y de la gestión económica frente a la política de gestión de las emociones ha dejado todo el terreno libre al avance del nacionalismo, de la ideología de género que ha cambiado la lucha de clases por la de sexos y avanza en el control de la educación, y del populismo izquierdista podemita, ahora empeñado en vender su lectura de la Constitución como un texto mágico estilo Harry Potter.
Como he tratado de demostrar en La democracia robada, esa política conservadora ciega y sorda, basada en el cambalache y la intocabilidad del capitalismo de amiguetes, dejando el terreno de las emociones sociales (mal llamadas “la cultura”) y de la educación pública a la paleoizquierda y al nacionalismo, es la que nos ha precipitado en la actual situación. Me refiero a errores estratégicos tan desmesurados como la obcecación de Rajoy y sus gobiernos –y del partido Ciudadanos- en ignorar el golpe separatista en Cataluña, demorando al máximo la aplicación del artículo 155 CE y después haciéndolo el menor tiempo posible y con la mayor superficialidad imaginable, creyendo que solo era una reedición del viejo chantaje y que podría conjurarse transfiriendo más dinero público y renunciando a ejercer los poderes del Estado, o lo que es lo mismo, admitiendo un reparto tácito del poder político entre Cataluña, un Estado dentro del Estado financiado por todos, y más o menos el resto de España.
Y en eso emergió Vox
El resultado es conocido: la emersión de Vox, que no es un partido de derechas más, ni mucho menos anticonstitucional –como deja claro esta conversación con Santiago Abascal– pese a su tono conservador y retro en materia simbólica.
En una situación política ordinaria, y obstaculizado por el sistema electoral bipartidista y el hostigamiento mediático (los factores que mataron a UPyD), Vox difícilmente habría pasado de ser el refugio del ala derecha del Partido Popular, más conservadora y más volcada en la defensa de las emociones sociales abandonadas por la tecnocracia: el sentimiento de pertenencia a España o la defensa militante de la historia común contra la Leyenda Negra. Pero el hecho determinante es que hoy un porcentaje elevado de votantes –el 40% de “indecisos”, según las encuestas electorales para el 28A- se considera huérfano de partido y no quiere saber nada del difunto e inútil bipartidismo. Y así, lo específico del fenómeno Vox es que va a recoger millones de votos disponibles de votantes a la busca de alguien que les represente en la decisión de defender, precisamente, la España democrática y constitucional que pretenden repartirse –y es verdad que el reparto ya está muy avanzado- paleoizquierda y separatismo hasta desembocar en una confederación de facto y, en su momento, constitucionalizada. Una España donde el Estado común tenga un papel prácticamente marginal, el modelo fiscal sea una expansión imposible del modelo de Concierto vasco, y la ciudadanía una entelequia disuelta en la prevalencia de la “nacionalidad” autonómica, instaurando una doble categoría de ciudadanos de primera y segunda como la actual catalana.
el domingo 28 de abril un número indeterminado pero sin duda muy elevado de electores no va a votar a la derecha o a la izquierda tradicionales de estos cuarenta años
En resumen, y aunque el establishment y sus medios de comunicación hayan pretendido hacerse los ciegos y los sordos ante la fractura política y social del país, exactamente igual a lo que hicieron con la corrupción y el separatismo, el hecho es que el domingo 28 de abril un número indeterminado pero sin duda muy elevado de electores no va a votar a la derecha o a la izquierda tradicionales de estos cuarenta años, sino entre la concepción de España como nación democrática –constitucional, con igualdad de derechos y obligaciones, pluralista y no sectaria-, o la profundización de la deriva confederalista, chavista y nacionalista que representa Pedro Sánchez. Un referéndum, pues, en vez de unas elecciones convencionales.
¿Cuándo se jodió la izquierda española?
cuándo se jodió la izquierda española abandonando sus tradiciones históricas para abrazar las del arcaico nacionalismo y las reaccionarias del sexismo de género
Mario Vargas Llosa es el autor de una frase de su novela Conversaciones en la catedral convertida en emblema del fracaso colectivo de un país: “¿cuándo se jodió el Perú?” Su traducción española podría ser en qué momento se jodió España, o mejor, cuándo se jodió la izquierda española abandonando sus tradiciones históricas para abrazar las del arcaico nacionalismo y las reaccionarias del sexismo de género. Cuándo España dejó de ser un país ilusionado por la democracia instaurada en la Transición de manera tan original –sin apenas violencia, aparte del terrorismo y los intentos de golpe de Estado- para convertirse en un país profundamente dividido por emociones básicas resueltas en la mayoría de democracias. Y la deriva de la izquierda socialdemócrata a paleoizquierda populista tiene buena parte de responsabilidad, junto con la entrega de la derecha a la tecnocracia del euro y la ingeniería contable.
La cuestión tiene su interés, porque una vez más España se manifiesta como un laboratorio político sumamente original: primer Estado-nación surgido de la suma de reinos y coronas medievales, primer imperio moderno mundial inclusivo, e inventora del liberalismo ilustrado. En 1812 la reacción española a la invasión napoleónica y la defección de los reyes fue una Constitución muy avanzada para la época y la cristalización del liberalismo como la gran fuerza progresista nacional, con el fallido intento de fundar una nación hispanoamericana “de españoles de ambos hemisferios”. Todo eso que ha deformado la Leyenda Negra y que merece saberse y disfrutarse como patrimonio común.
Hoy seguimos con peculiaridades insólitas pero menos positivas. España es, por ejemplo, el único gran país occidental donde el separatismo supremacista, que en cualquier otro se consideraría con razón un avatar de la extrema derecha tradicional, se ha convertido en aliada estratégica de la paleoizquierda, incluso mientras perpetra un intento de golpe de Estado a la luz del día en Cataluña y amenaza con repetirlo en el País Vasco. La razón de esta insólita transformación ideológica que Félix Ovejero ha llamado la deriva reaccionaria de la izquierda radica, en mi opinión, en el vaciado de objetivos de la socialdemocracia tradicional y en la pérdida de sentido de los objetivos del marxismo clásico.
Perdida la posibilidad de una revolución socialista, la izquierda tradicional ha sido sustituida por una izquierda populista anticapitalista primaria y sentimental
Perdida la posibilidad de una revolución socialista, la izquierda tradicional ha sido sustituida por una izquierda populista anticapitalista primaria y sentimental, aferrada al pacto con dos grandes corrientes enemigas de la democracia liberal, a saber, la ideología de género –cuyo papel delicuescente de la cultura ilustrada no se ponderará nunca lo suficiente-, hija bastarda del feminismo como el podemismo lo es del marxismo, y el separatismo etnocéntrico o supremacista. Ambas son enemigas del Estado, y por tanto de España como nación democrática. Ante la imposibilidad de batir al “capitalismo” –en realidad, a la economía de mercado y la sociedad pluralista-, los “anticapitalistas” se limitan a querer cargarse el Estado nacional democrático y apoderarse del poder mediante un proceso lento de inmersión en el agua hirviendo cuyo modelo es la Venezuela chavista.
La vieja izquierda española era más jacobina que otra cosa. La autonomía de algunas regiones particularmente ricas, en concreto de Cataluña y el País Vasco, se veía como un precio a pagar para mantener a raya al siempre peligroso separatismo de los más ricos en un país más bien de pobres, y por eso la Constitución de la II República era mucho más unionista y centralista que la de 1979. El épico discurso de despedida de las Brigadas Internacionales pronunciado por Dolores Ibarruri en Barcelona en 1938, con su exaltación del pueblo español (versión republicana), sería hoy considerado facha con sólo sustituir algunos términos republicanos y comunistas por otros democrático-liberales. Hagan la prueba. Y esa es la razón de que muchos votantes que normalmente se considerarían de izquierdas por su apoyo inequívoco al progreso de la igualdad social y de las libertades personales, este domingo votarán contra la alianza de paleoizquierda y separatistas a favor de la reconstitución de España como nación democrática. Son la libertad, la igualdad y la ciudadanía las que está en juego.