En la misma semana en que Podemos se mofó de Guaidó, mientras que apoyaba el diálogo entre el Gobierno de España y el de la Comunidad Autónoma de Cataluña fuera de las instituciones democráticas, en que el Presidente de Sociedad Civil Catalana defendió el catalanismo y no encontró motivos para manifestarse contra la Declaración de Pedralbes, y que hubo que salir a la calle para rechazar la negociación de los presupuestos a toda costa, se hizo patente que el conflicto existente en España tiene un estrato ideológico, que insta y enfrenta, y otro sociológico, que subyace en un silencio estruendoso pujando por salir.
El conflicto sociológico, por otro lado, se puede reducir a la permanente tensión entre los que quieren controlar a los demás y los que quieren mantener su libertad
El debate intelectual (entendido como algo relativo a las ideas, sin implicar necesariamente una calidad cultural) es el que impregna los medios de comunicación, las conversaciones de bar y los insultos lanzados en las redes sociales. En ese intercambio predominan palabras como catalanismo, democracia, autodeterminación, Estado de Derecho, derechos humanos… Términos bastante alejados de la vida cotidiana de las personas cuya preocupaciones, problemas y objetivos difícilmente se definen en términos metafísicos. El conflicto sociológico, por otro lado, se puede reducir a la permanente tensión entre los que quieren controlar a los demás y los que quieren mantener su libertad: el conductor de taxi no tiene un problema con la globalización o con la ingeniería fiscal; el que se pone el chaleco amarillo no está pensado si el diésel está causando el calentamiento global; cuando un niño no puede comunicarse en español, en España, no está pensando en los bandos de la Guerra de Sucesión, y así sucesivamente. En definitiva, la rutina diaria no se conceptualiza: son los ideólogos los que elaboran el argumentario que canaliza el hartazgo. Son las ideas las que transportan la indignación, la voluntad de imposición sobre el prójimo, el hartazgo, la ambición… Las personas se agarran a esas ideas porque representan, o se aproximan a, la esencia de su realidad.
En este contexto, cuando un colectivo sale a la calle para reivindicar que no se negocie con la pervivencia de su país, son nuevamente los ideólogos los que se enzarzan en una suerte de acusaciones y alegatos. Los que se manifiestan, lo hacen porque ven que su identidad – la de españoles – se pone en peligro porque unas personas completamente alejadas de su vida diaria han decidido negociar y mover las fichas del tablero sin contar con ellos. Frente a esa reacción natural, casi instintiva, se pone en marcha la maquinaria ideológica que pretende defender al mismo tiempo que Venezuela no es un Estado fallido (cuando la realidad es que el Estado ha dejado de poder ejercer su poder) y por lo tanto no requiere intervención y ayuda externa, mientras que España, donde los poderes del Estado están más que presentes, sí lo es (Estado fallido) y por lo tanto necesita que venga un mediator internacional a resolver el conflicto. Y esa maquinaria ideológica recibe la inesperada ayuda de aquellos que, diciendo representar a la sociedad civil, hablan en términos electorales.
La revolución es una rebelión contra la falta de presentación de soluciones por parte de los ideólogos. Y por eso se sale a la calle; expresando el hartazgo y la falta identificación con las propuestas
En realidad, la revolución triunfa cuando han fracasado los ideólogos. La revolución es una rebelión contra la falta de presentación de soluciones por parte de los ideólogos. Y por eso se sale a la calle; expresando el hartazgo y la falta identificación con las propuestas. Así ha pasado en Venezuela, donde la situación es extrema, y así está pasando en España, donde la situación es preocupante y donde se quiere evitar acabar como en nuestro país amigo. En la medida en que no se sepa liderar esa revolución o rebelión con ideas atractivas, se canalizarán hacia nuevas opciones y propuestas. De una manera u otra, la herramienta típica de la izquierda contrarrevolucionaria (es decir, la que pretende intimidar a las revoluciones no izquierdistas) de acusar de fascista a todo aquel que no siga el dogma, va perdiendo efecto a pasos agigantados. Si a todo el que discrepa se le acusa de fascista, el grupo de fascistas acaba estando integrado por la inmensa mayoría, por lo que el efecto disuasorio es mucho menor. Esto no significa ni mucho menos que el insulto no tenga efecto, pero ya no es el arma secreta que era antes.
Para recuperar la confianza del espacio sociológico (como decimos, la realidad de las personas, no el mundo de las ideas de los ideólogos), es necesario entender las preocupaciones de quien sufre a diario los problemas para los que reclama soluciones. Y no dejarse persuadir por los cantos de sirena que por muy atractivos que suenen, no tienen contenido. En otras palabras, cuando la sociedad reclama la solución de un problema, no quiere un discurso de grandes palabras, quiere que se resuelva. Si lo que percibe es que sus líderes empiezan a titubear, a considerar las opciones que ofrecen otros que no tienen interés en resolver el problema, podrá no continuar protestando, pero eso no significa que no haya una frustración latente que se expresará de nuevo tan pronto como sea posible.
Cuando España afronta una crisis existencial, sea esta explicada de la manera que se quiera, no sirve decir que hay que escuchar a los enemigos de la nación, que el diálogo es la solución y seguir financiando la maquinaria que pretende derrumbar la estructura que nos une. Hay que ofrecer una solución, porque de lo contrario el reclamo social se irá radicalizando, que es precisamente lo que mejor viene a quien no quiere solucionar el problema, sino incrementarlo. Cuanto más se radicalizan las soluciones reclamadas, más se autojustifican los que causan el conflicto. Desafortunadamente para los que pretenden instigar el conflicto y la radicalización, los españoles tienen un compromiso extraordinario con su democracia. Si la ETA no llevó a la sociedad española a la quiebra por las armas, tampoco lo va a conseguir por la política de cámara y palacio.
Los manifestantes del 10 de febrero de 2019 no están pidiendo nada radical, sólo que se respeten las instituciones democráticas.