De pronto todo el mundo parece acordarse de la ciencia, como de Santa Bárbara, esa patrona que sólo invocamos cuando truena. Abundan ahora los políticos que se acogen a la opinión de los expertos, a las estadísticas y a los datos, esos que jamás hablan por sí solos. Claro que también los hay lo suficientemente coherentes como para seguir manteniendo incluso en estas circunstancias una fe inquebrantable en la estupidez humana y en la ignorancia de sus votantes. La falta de sentido crítico y el pastoreo de quienes (aquí y allá) adoran al poder y jamás arriesgan una pregunta o una opinión discrepante (no vayan a quedar señalados como poco patriotas, equidistantes, fachas o rojos, da igual) son males endémicos de sociedades como la nuestra, donde la ciencia y la cultura científica son deficitarias, menos implantadas y visibles de lo que deberían.
Quizás los negacionistas furibundos y los conspiranoicos no tengan solución. Pero el resto deberíamos hacer un esfuerzo por pensar un poco más antes de hablar, por informarnos mejor, por escuchar otras opiniones, por no descalificar a los oponentes en un debate e incluso por acariciar la idea de que quizás no tengamos toda la razón o que quizás haya cosas que se nos escapan. Esto es precisamente lo que se hace en los debates científicos: discrepar, aportar datos, formar evidencias, elaborar hipótesis plausibles, construir argumentos, tratar de persuadir a los interlocutores y aprender de ellos.
La pandemia del Covid-19 está segando muchas vidas, colapsando el sistema sanitario y hundiendo la economía, sobre todo en países donde jamás nos tomamos en serio formas alternativas al chiringuito y el ladrillo, a la especulación inmobiliaria y el pelotazo financiero. Me temo que los mismos que han hecho esfumarse el caso Bankia son los que ahora invocarán a Santa Bárbara, los que dirán que los datos les avalan, que los jueces les dan la razón, que el futuro es suyo, el futuro siempre fue suyo, qué diablos, por eso estamos como estamos, pero esto es otra cuestión.
Lo cierto es que la ciencia es una actividad fundada en lo que Robert Merton (un sociólogo del siglo pasado) llamó el escepticismo organizado, es decir, que cualquier postulado o declaración debe ser sometida a prueba y refutación. Todos estamos convocados a la ciencia (a esto Merton lo llamaba el universalismo) pero no todas las opiniones, ideas o teorías aguantan igual la prueba del experimento, la replicabilidad, al asentimiento de los pares, la evaluación. Ni siquiera el tiempo. De hecho en los círculos académicos hoy citar a Merton está pasado de moda (por eso lo hago, a qué negarlo).
En el siglo XVII, la Royal Society, una de las primeras academias científicas, instauró los cauces cívicos y pacíficos por los que debía entablarse la confrontación científica, extirpando las derivaciones políticas o religiosas (los días de Cromwell, las sectas y la guerra civil estaban muy recientes). Es otra de las características de la ciencia moderna, cómo trató de marcar unos límites dentro de los cuales caben unos objetos (de los que trata y sobre los que ejerce una suerte de soberanía, las células son de los biólogos, los virus de los virólogos) y otros no. A este asunto los filósofos lo llaman el problema de la demarcación de la ciencia, un tema delicado, pues no está claro ni nunca lo estuvo si las células eran exclusivamente de los biólogos (y no de los químicos) o si los virus pertenecían solo a los virólogos (hoy día se habla más de virus que de fútbol, como es comprensible por otra parte).
De modo que la ciencia es una práctica de naturaleza controvertida, empezando porque ni siquiera un mundo dominado por expertos, revistas especializadas, revisiones por pares, tribunales y sistemas de control puede ejercer la hegemonía o el monopolio sobre un campo, un tema o un objeto. Estos días todo el mundo habrá observado que no todos los científicos piensan ni dicen lo mismo, lo que no equivale a decir que no haya consensos muy generalizados sobre muchas cosas: el uso de mascarillas protege, la hidroxicloroquina no (por mencionar dos muy claras). Con todo, nadie habla en nombre de la ciencia en exclusiva, aunque alguno parece que lleva toda la vida casado con ella (¡pero si se la presentaron ayer por la tarde!, este símil es políticamente incorrecto pero todo el mundo lo entiende).
Todo asunto científico es un asunto político, pese a las intenciones de los miembros de la temprana Royal Society
A todos nos interesan y nos incumben los asuntos científicos y no digamos los que guardan relación con nuestra supervivencia. Todo asunto científico es un asunto político, pese a las intenciones de los miembros de la temprana Royal Society. El orden natural no es ajeno al orden social. Las sociedades más desarrolladas científicamente tienen más herramientas para responder a los desafíos medioambientales, energéticos y también a las crisis sanitarias. La ciencia no se improvisa. Se lleva mal con la demagogia. Requiere esfuerzos sostenidos, cuadros especializados. La ciencia es lo contrario al cortoplacismo y como los mejores científicos que yo conozco creen en el escepticismo organizado y en la capacidad colectiva de observar y trabajar todos los días, no se acuerdan de Santa Bárbara sólo cuando truena, ni salen de paseo con ella el día de la jornada preelectoral o cuando toca descalificar al rival para decirle a todo el mundo: “Lo que yo decía”. Al contrario, los científicos de toda la vida suelen comenzar diciendo: “Pues yo no lo sabía”.