Carl Schmitt, Alexandre Kojève y Leo Strauss son, a primera vista, tres pensadores muy diferentes. Pero conformaron un triángulo filosófico tan influyente como poco público, es decir, esotérico, y no del todo voluntario. Entre 1927 y 1933 Schmitt y Strauss tuvieron una buena relación académica. Kojève conocía a Strauss y apreciaba sobremanera la obra de Schmitt. Strauss volvió a conectar en París con Kojève gracias a una beca Rockefeller que le ayudó a conseguir Schmitt, con quien rompió relaciones -él era judío- tras afiliarse éste al partido nazi; acabó en Estados Unidos y obtuvo la nacionalidad, convertido en prestigioso profesor de la Universidad de Chicago; mientras, Schmitt, enviado al ostracismo del campo alemán, purgaba su pasado nazi sin dejar de rumiar sus ideas. En un giro novelesco, entre 1948 y 1968, año de su muerte, Kojève mantuvo una intensa relación intelectual, aunque por separado, con el liberal-conservador Strauss y el totalitario irredento Schmitt. Las ideas que intercambiaron alimentaron el rechazo de la democracia a derecha e izquierda, con la natural excepción del liberalismo elitista de Strauss, que sin embargo es importante en esta pequeña historia como fallido contrapeso democrático al par totalitario, extraordinariamente inteligente. Esta historia es la transición de las filosofías totalitarias del pasado siglo a las posmodernas, tan variadas como las de Jacques Derrida, Giorgio Agamben o Francis Fukuyama. También al discurso partidario de cualquier irracionalismo iliberal y populista, de la teoría queer al movimiento woke y la brutal “cultura de la cancelación”, pasando por el chavismo y el trumpismo.

Schmitt y la demolición de la democracia

Carl Schmitt fue el enemigo más inteligente de la democracia alemana. Su obra teórica gira en torno a unas pocas preguntas: qué es la soberanía, cuál es la esencia de la política, y por qué la política y el Estado deben ser totales. Como teólogo político fundamentalista estaba convencido de que el liberalismo y sus obras, el parlamentarismo, el individualismo y la neutralidad del Estado, eran algo diabólico. Esto explica su sorprendente afinidad con el español Donoso Cortés, que en 1855 había escrito: “El liberalismo y el parlamentarismo producen en todas partes los mismos efectos: este sistema ha venido al mundo para castigo del mundo (…) Es el mal, el mal puro, el mal esencial y substancial.”[1]

Schmitt publicó en 1922 Teología política. Cuatro capítulos sobre la doctrina de la soberanía. La tesis central es esta: “Todos los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados.” [2] Los argumentos teológicos abundaron en esa época de sed de absolutos y totalidades, y saltan por donde menos se les espera, a derecha y también a izquierda, como en la obra de alguien tan alejado de Schmitt, en apariencia, como Walter Benjamin (ciertas conexiones inesperadas unen el pensamiento de ambos, aunque aquí las dejaré de lado). Es también un ensayo contra la teoría liberal del Estado del famoso jurista Hans Kelsen, atacado frontalmente.

Según dice, el Estado liberal es incapaz de adoptar la “decisión” drástica en la “ocasión extraordinaria” a la que se enfrenta por la subversión de sus enemigos, y la sustituye por la negociación y la búsqueda de consensos, que encuentra deplorables y muy peligrosos porque el Estado queda inerme. El objetivo de la auténtica política no es reconciliar, sino imponer la soberanía por encima del derecho. Es lo que proclama su famosa definición de soberanía: “Soberano es quien decide sobre el estado de excepción”, “soberanía es poder supremo y originario de mandar”. O como dice en otra parte: “El estado de excepción tiene en la jurisprudencia análoga significación que el milagro en la teología”. Lo que es tanto como decir: así como la máxima experiencia religiosa es el milagro con el que Dios suspende sus propias leyes, la expresión máxima de soberanía es el estado de excepción que suspende las leyes del Estado por voluntad de un poder ilimitado. La decisión suprema del Estado, como mostró el Terror de Robespierre, es a quién excluye y declara fuera de la ley, quién queda a merced de la persecución y la muerte impune. Es un ejercicio discrecional de autoridad ilimitada o, dicho de otra manera, la soberanía de la decisión es la suspensión del derecho.

Como puede verse, es la antítesis del Estado de derecho donde el poder está repartido, hay contrapesos constitucionales para impedir que sea ilimitado y asegurar que quede sometido al imperio de la ley. En cambio, la esencia del Estado soberano de Schmitt es la prevalencia de la decisión soberana sobre la ley. Esto no significa que el estado de excepción deje paso a la anarquía y el caos, pues “en sentido jurídico siempre subsiste un orden, aunque este orden no sea jurídico.” ¿De qué orden se trata entonces?: de la dictadura permanente. Schmitt defiende la superioridad absoluta de su Estado total sobre el Estado constitucional y liberal burgués. Más allá de diferencias ideológicas, esta argumentación a favor del Estado totalitario encandiló a revolucionarios de todos los colores. De ahí que reducir a Schmitt a mero teórico reaccionario constituya un error de bulto; al contrario, es un pensador muy actual, enjaretado en el nacionalismo separatista y su “derecho a decidir”, en los populismos iliberales hegemonistas de todos los colores y hasta en la “decisión de género” queer. Schmitt no hablaba por hablar. Señaló problemas reales del Estado constitucional, como la incongruencia del indulto que pone al Estado de derecho por encima de sus propias leyes, o la indefensión de la democracia ante los enemigos que la explotan para intentar derribarla. Como solución propuso volver al pensamiento iliberal de un De Maistre, Bonal o Donoso Cortés. Como ellos, Schmitt fundamentó su teoría en el pecado original y la naturaleza perversa del hombre, que necesita un Soberano punitivo en la dictadura de la decisión política. Siguiendo sus consejos, Alemania pronto probó una.

Schmitt y el nazismo

Schmitt se implicó al máximo en la destrucción jurídica de la democracia. Pasó años estudiando la maniobra capaz de transformar la República de Weimar en una dictadura total sin, en apariencia, transgredir la Constitución. Es exactamente lo que hicieron los nazis mediante la Ley de Plenos Poderes de 1933, que entregó todo el poder a Hitler. Sucesivos decretos disolvieron los partidos y asociaciones no nazis y cerraron sine-die el Reichstag, todo con la Constitución vigente. Schmitt fue consejero de dos aspirantes conservadores a dictador que allanaron el camino a Hitler, Papen y Schleicher, pero su apoyo a este último en el “momento crítico”, en vez de a Hitler, le granjeó enemigos. De todos modos, se afilió al partido en 1933, obtuvo un cargo en el Gobierno de Prusia y la presidencia de la Unión de Juristas Nacional-Socialistas. Desde esa elevada posición se dedicó a pulir y legitimar la autoridad absoluta del Führer, haciendo del Führerprinzip una versión actualizada de la respetable auctoritas clásica. Bendijo que el Führer fuera el legislador máximo; justificó los asesinatos de Röhm y sus fieles de las SA, en la Noche de los Cuchillos Largos, como “suprema forma de justicia administrativa”; calificó de “Constitución de la libertad” a las leyes antisemitas de Nuremberg de 1935, y exigió depurar de “espíritu judío” toda la legislación alemana (su rival Hans Kelsen era judío). Pero el órgano oficial de las SS le acusó de antisemitismo impostado por sus viejas relaciones judías, de católico hegeliano y, ¡ay!, de haber preferido Schleicher a Hitler.

Puede que aquel ataque le librara de la horca. Tras la guerra Schmitt fue acusado de crímenes de lesa humanidad en Nuremberg; su caso acabó sobreseído, pero se le prohibió ejercer y tuvo que refugiarse en la erudición jurídica, que trufaba de ideas totalitarias. A pesar de su pasado nazi nada ambiguo, sus ataques a la burguesía y al liberalismo atrajeron a los nuevos marxistas revolucionarios. Los estudiantes del 68 descubrieron su concienzuda demolición de la democracia y obviaron ese pequeño detalle. Joschka Fischer, que fue ministro de exteriores de la RFA, rememoraba así el fenómeno: “Durante la revuelta de los estudiantes, tanto Ernst Jünger como Carl Schmitt ya se consideraban, dentro de la SDS [Unión de Estudiantes Socialistas Alemanes], como un tipo de intelectuales “incendiarios”, rodeados de un aura de obscenidad intelectual. Eran obviamente fascistas, pero se los leía con gran interés. Cuanto más militante se hacía la revuelta, más se ponía en el centro la figura del “luchador” y más evidente se hacía el paralelismo.”[3] Paralelismo que culminó trágicamente en el terrorismo anticapitalista de la banda Baader-Meinhof, surgida de aquel movimiento, y en las Brigadas Rojas italianas, grupos fundados en 1970 al rebufo de las legendarias revueltas estudiantiles del 68, y ambos alimentados por ideología enjaretada de elementos schmittianos. Veamos algunos de ellos.

Ontología totalitaria de “lo político”

En 1927 Schmitt escribió El concepto de lo político. Aprovechó la brillante reseña del joven y entonces iliberal Leo Strauss[4], que señalaba algunos defectos -como la insuficiente crítica del liberalismo, a su juicio “un urgente cometido”- para darle forma definitiva en 1932. Allí latía el fundamento de cualquier totalitarismo; fue, en palabras de Ernst Jünger, como “una mina que explota en silencio”. La tesis es que la esencia de lo político es la oposición irreconciliable e irreductible de amigos y enemigos: “la distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo. (…) Es desde luego una distinción autónoma, pero no en el sentido de definir por sí misma un nuevo campo de la realidad, sino en el sentido de que ni se funda en una o varias de esas otras distinciones ni se la puede reconducir a ellas.”[5] Es una oposición absoluta, independiente de razones morales, económicas o ideológicas. Schmitt la elige porque permite convertir la política en guerra permanente, sin limitación ética o jurídica alguna ni fin a la vista. En su cómplice reseña, Leo Strauss había anotado sagazmente que Schmitt “rechaza el ideal del pacifismo (fundamentalmente: de la civilización) (…) y aprueba lo político porque, al verlo amenazado, ve amenazada la seriedad de la vida. La aprobación de lo político es, en el fondo, la aprobación de lo moral”. Sí, pero de una moral violentamente misantrópica y antihumanista.

¿Pero quién es el enemigo? Es un otro elegido como antagonista existencial: “El enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo; no hace falta que se erija en competidor económico, e incluso puede tener sus ventajas hacer negocios con él. Simplemente es el otro, el extraño, y para determinar su esencia basta con que sea existencialmente distinto y extraño en un sentido particularmente intensivo [el énfasis es mío]”. Y no hay nada que el enemigo pueda hacer para dejar de serlo, ni es posible forma alguna de incluirlo o asimilarlo al cuerpo político, que es una comunidad étnica cerrada. Por eso Schmitt creyó hasta el final de sus días que el peor enemigo de Alemania era el judío asimilado, ese otro aceptado por el orden liberal como igual a los alemanes: “Los judíos continúan siendo judíos, mientras que los comunistas pueden mejorar y cambiar (…) El enemigo real es el judío asimilado”[6], escribe en sus diarios privados.

Iba mucho más allá de Hobbes y su teoría del Estado que impone el orden social y acaba con la guerra de todos contra todos, o estado de naturaleza, ejerciendo el monopolio de la violencia. El fin de ese Estado no deja de ser proteger la vida, mientras el de Schmitt es separar amigos de enemigos y matar a éstos cuando convenga, disponiendo también de la vida de los súbditos en la guerra y el estado de excepción. Así las cosas, la misión de la política es unificar al pueblo en una totalidad obediente a la decisión soberana sobre quienes son amigos y enemigos. En fin, Schmitt detestaba todo lo que hace de la política y del Estado algo soportable, incluso necesario y bueno para la existencia humana. Después de la guerra aún profundizó sus ideas totalitario-teológicas con la tesis del Nomos de la Tierra[7], según la cual “la toma de la tierra con efectos hacia dentro y hacia fuera es el primer título jurídico en el que se basa todo derecho ulterior”, el origen mismo de la Historia y de la comunidad política, con la división en amigos de dentro y enemigos de fuera; también deploraba la criminalización de la guerra por el Derecho Internacional, a la que atribuye la guerra total moderna. Esta idea encandiló a Alexandre Kojève, convertido en los años treinta en maestro de la nueva izquierda existencialista francesa.

Kojève, pensador misterioso e inquietante servidor del Estado

Alexandre Kojève conoció personalmente a Schmitt en 1948 e iniciaron una estrecha relación porque, dijo, era “la única persona de Alemania con la que merecía la pena hablar”. Por aquel entonces había abandonado la universidad, donde su lectura de Hegel le hizo célebre en el París de los años treinta. Era el tema de su seminario en la École Pratique de Hautes Études entre 1933 y 1939, al que asistieron Georges Bataille, Raymond Aron, Maurice Merleau-Ponty, Raymond Quenau, André Breton, Jean Hyppolite, Jacques Lacan, y también Hannah Arendt, huida de Alemania. Jean Paul Sartre no pudo asistir, pero estaba al corriente de lo que allí se decía y tomó buena nota.

Así Kojève se convirtió en el rey secreto de la filosofía francesa emergente. Su lectura de Hegel se limitaba a unos pocos temas escogidos: la dialéctica Amo-Esclavo, el fin de la Historia y la figura del Sabio poshistórico que reúne en su saber lo racional, lo concreto y lo necesario. Su interpretación es de una violencia gélida y sobrecogedora, superando a la de Marx, lo que sin duda la hizo muy atractiva para buscadores del Absoluto y partidarios de castigar a la humanidad. Pues si Marx postulaba que las clases sociales protagonizan la lucha de clases, y con ella la Historia, en tanto que colectivos de situación e interés, pero no como sujetos individuales, Kojève lo veía muy distinto. Su dialéctica es la guerra a muerte de dos arquetipos, Amo y Esclavo, guerra que atraviesa las edades y es, hasta el fin de la Historia, el motor producto del terror, la angustia y el miedo, emociones que Kojève adopta de Ser y Tiempo de Martin Heidegger.

En realidad, Kojève estaba desarrollando un pensamiento propio. Sostiene que la Historia nace del Deseo y la necesidad irreductible de satisfacerlo, que empuja a la acción; entonces los deseos cruzados colisionan, y para ordenar el conflicto surge la sociedad. El deseo primordial es ser reconocido por el otro como un ser superior, arriesgando la vida en una lucha a muerte. La idea de Kojève es que “sin esa lucha a muerte por puro prestigio jamás habrían existido seres humanos sobre la tierra.” Como la lucha era demasiado destructiva se impuso una solución racional, dividir a todos en Amos y Esclavos. El vencedor no debía matar al derrotado, sino dejarle vivir, suprimir su autonomía y someterlo a su voluntad. Así pues, los hombres no podían ser sino Amos o Esclavos. Pero quedaban atados por un nudo trágico: el reconocimiento del Esclavo, poco más que un animal, tampoco hace feliz al Amo vencedor. Por eso la victoria futura no será suya, sino del ex esclavo que consiga “suprimir dialécticamente” su animalidad al comprender que debe conquistar la autonomía, el Ser-para-sí encarnado por el Amo. Se libera porque, al obligarle a trabajar, el Amo había convertido al Esclavo, sin pretenderlo, en dueño de la Naturaleza transformada por el trabajo. Y así adviene la emancipación: sin la angustia y el terror al Amo jamás habría sido Esclavo ni, por tanto, habría alcanzado la liberación. Sólo así toma conciencia de la “seriedad mortal” de la existencia, la realidad de su vida animal. El lema es “vivir en función de la angustia”, pues el hombre “que no ha sentido angustia ante la muerte no sabe que el Mundo natural dado le es hostil, que tiende a matarlo, a aniquilarlo, que es esencialmente inadecuado para satisfacerlo realmente.” El hombre no angustiado sigue unido al Mundo natural, es un “reformista” y no comprende que la única satisfacción posible de su deseo es la vía revolucionaria, la “negación” del Mundo dado. Principio lleno de consecuencias, pues la liberación es la revolución total (y uno de los chistes favoritos de Kojève era declararse “el único estalinista coherente”).

En resumen, vivir con angustia, bajo el terror y la opresión brutal, es condición sine qua non del progreso histórico, aunque en la interpretación de Kojève el progreso brilla por su ausencia: la situación es la misma bajo el esclavismo que en el capitalismo depredador. Esclavitud y terror se justifican históricamente como vía crucis de depuración ascética hacia la liberación. No hay alternativa, el hombre aprende con el tormento, solo toma conciencia de su realidad y del valor del mero hecho de vivir sufriendo la angustia mortal, sólo así asume la “seriedad de la existencia”. Aquí también aparecen argumentos teológicos escritos entre líneas.

Una teoría de la Autoridad y del Estado autoritario

Al Terror, el Miedo y la Angustia como motores de la historia -mucho más heideggerianos que hegelianos y marxistas- Kojève añadió un poco después otra fuerza oscura de apariencia menos ominosa: la Autoridad. En 1942 publica la Noción de Autoridad[8] en la Francia de Vichy, títere de la Alemania nazi. Esta circunstancia no es banal, porque el libro incluye, sin ninguna necesidad teórica, un elogio del mariscal Pétain y varias propuestas de “revolución nacional”. La razón es obvia: Kojève ve en el régimen de Pétain una oportunidad de avance hacia su Estado ideal, antítesis del democrático.

Autoridad es la capacidad de dar órdenes obedecidas voluntariamente, pese a la posibilidad de resistir. Es pues diferente a la fuerza o la coacción. Existen cuatro tipos primordiales de Autoridad, las de Padre, Amo, Juez y Jefe, que subsumen todas las demás variedades de “autoridades”. Por ejemplo, la del Jefe cubre el mando militar, el empresarial y el gobierno. Las cuatro se combinan y recombinan en diversos modelos posibles; también se corresponden con cuatro filosofías de la Autoridad que acertaron al definir cada una de ellas, si bien ninguna alcanzó a comprender la totalidad del concepto, salvo la suya propia. Son, respectivamente, la teología escolástica para la Autoridad del Padre, Platón para la del Juez, Aristóteles para la del Jefe, y -naturalmente- Hegel para la del Amo. Pero también es una teoría muy semejante a la de Confucio acerca de la autoridad moral, política y familiar, que Kojève, gran experto en espiritualidad y filosofía oriental, conocía perfectamente, aunque no la cite.

Kojève examina la relación entre Autoridad, Estado y política. Pues bien, el Estado es la estructura de las cuatro Autoridades para una sociedad dada. Mantener y transmitir la Autoridad es la función de la política y del Estado, pero el Estado liberal, la democracia y la teoría constitucional incumplen esa función. El Estado constitucional tiene dos fuentes: las teorías del contrato social y la separación de poderes. El contrato social es despachado como mera ilusión porque no podría darse sin Autoridad previa. Por añadidura, el contrato social de Rousseau instaura la Autoridad constituyente de la mayoría, idea errónea porque ni mayorías ni minorías pueden tener Autoridad, ya que ésta no depende del número, sino del reconocimiento. Respecto a la separación de los tres poderes, el error de Montesquieu es amputar la primera y primordial, la del Padre (hipóstasis mundana de Dios).

La separación de poderes es causa de grandes males. Por ejemplo, el poder judicial está sometido a las leyes del legislativo cuando el Juez debería decidir por sí mismo la ley para cada caso, siguiendo el sentido innato de la justicia origen de su Autoridad. La justicia limitada por leyes solo puede ser una “justicia de clase” en el sentido marxista, la justicia burguesa del Estado liberal. Este fallo es efecto de la pérdida del sentido de lo político en el régimen de la burguesía. La institución de la ciudadanía también es nefasta, porque atomiza la decisión política entre millones de sujetos que votan libremente careciendo de Autoridad. ¿Cómo corregir los desafueros liberales? No hace falta mucho: el Estado ideal de Kojève reduce las votaciones a refrendar las decisiones de la Autoridad. Las asambleas podrán pronunciarse, pero no proponer ni debatir proyectos de ley (más o menos el modelo de comicios y asambleas de la plebe de la república romana). ¿Y cómo restaurar la amputada Autoridad del Padre?: restringiendo la ciudadanía a los Padres de familia que educan y mantienen hijos, y agrupándolos en un Senado-censor con Autoridad colectiva.

El Estado autoritario desarrollará una moral y psicología adecuadas para obtener la obediencia voluntaria, pues la fuerza será el último recurso. El secreto del éxito está en el consentimiento de los que obedecen y en la virtud de los que mandan o, al menos, en simulacros eficientes de ambas cosas. Los rasgos de ese Estado autoritario, inspirado en parte en la moral confuciana china, son, cuando menos, inquietantes y demasiado parecidos a las distopías de Orwell o Huxley. Es llamativo que un Estado así no despertara recelos en el círculo filosófico kojeveano, mientras las novelas Nosotros de Zamiatin (1924), Un mundo feliz de Aldous Huxley (1932) o 1984 de George Orwell (1948), tan parecidas, eran consideradas ejemplos de inhumanidad.

Tras la guerra, Kojève llegó a la conclusión de que comunismo y capitalismo estaban condenados a la fusión en un sistema superior con los mejores rasgos de ambos: la dictadura comunista y la economía capitalista (que, ciertamente, es más o menos el sistema de la China actual). Vivir bajo la tiranía carece de importancia, si no es el destino histórico de la humanidad. Lilla cita una carta[9] de Kojève a Leo Strauss de 1950 bastante clara al respecto: “Quizá en el estado final no existan ya “seres humanos” en nuestro sentido histórico de ser humano. El autómata sano está satisfecho (deportes, erotismo, arte, etc.) y el enfermo es encerrado. (…) El tirano se convierte en un administrador, un engranaje en la máquina formada por autómatas y para autómatas.” Volveremos a esta cuestión un poco más adelante.

Un profeta excéntrico de la globalización

Invitado por Carl Schmitt, en 1954 Kojève dio en Düsseldorf una conferencia sobre el fin de la historia, resumida en dos artículos breves de título provocador: “Capitalismo y socialismo. Marx es Dios, Ford es su profeta”, y “Del colonialismo al capitalismo donante”. Fueron publicados doce años después de la muerte del autor[10], pero circularon mucho antes. Afirmaba que Marx había acertado todas sus previsiones; el fallo de la revolución era consecuencia de que los capitalistas habían captado el peligro y elevado el nivel de vida del proletariado para comprar seguridad. Quien mejor lo entendió fue Henri Ford, “el único gran marxista auténtico u ortodoxo del siglo XX”. Y para protegerse del nuevo proletariado, el viejo capitalismo se había transformado en capitalismo donante, convirtiendo a sus antiguas colonias en socios comerciales. Estados Unidos había llegado a la sociedad sin clases profetizada por Marx, y el capitalismo depredador sólo subsistía en la Unión Soviética. Una paradoja muy kojeveana, que velaba y desvelaba a la vez su verdadero pensamiento (y quizás fuera una cita esotérica de 1984 de Orwell, donde la historia se divide en antes y después de Ford).

Pensaba que, para protegerse del nuevo proletariado, el viejo capitalismo estaba transformándose en capitalismo donante a través de los programas de desarrollo de las antiguas colonias, convertidas en socios comerciales. El país donde subsistía el capitalismo depredador que explota ilimitadamente al proletariado es, paradójicamente, la Unión Soviética[11] nacida para abolirlo: “El antiguo capitalismo depredador [prenant], que donaba tan poco como podía a las masas trabajadoras nacionales, ha sido rebautizado como socialismo en la Unión Soviética.”[12] Y Kojève no era un analista académico, sino un importante y discreto actor de estos procesos mundiales. Formaba parte de la élite político-económica internacional, y conocía perfectamente la materia gracias a su protagonismo en las rondas GATT de 1947 a 1967, que adoptó su sistema de tarifas comerciales internacionales. También desempeñó un papel fundamental en la creación de la Comunidad Económica Europea en representación de Francia. Por consiguiente, era a la vez un alto funcionario ideológicamente neutral y un pensador esotérico del totalitarismo. Su personaje bifronte le permitía trabajar ortodoxamente en las cumbres internacionales e intercambiar con Schmitt ideas muy diferentes.

La correspondencia de ambos entre 1955 y 1960[13] documenta las coincidencias y diferencias de ambos, además de testimoniar sincera admiración mutua. La disensión fundamental era el fin de la historia. Schmitt objetaba que el “Nomos de la tierra”, con sus tres acciones de tomar o apresar, pastar o producir y repartir, impedía la formación de un único Estado mundial, porque no dejaría nada que apresar para pastar y producir; la economía no podría funcionar sin explotación y depredación, ni siquiera mezclando lo más eficiente del socialismo y capitalismo[14]. Nada nos libraría del pathos del Nomos: comer o ser comidos.

Sus confidencias no tienen desperdicio; Kojève escribe: “Yo creo ahora que Hegel tenía toda la razón y que la historia ya había llegado a su término con el Napoleón histórico. Porque, a fin de cuentas, Hitler no fue sino una “nueva edición revisada y aumentada” de Napoleón (“la República una e indivisible” = “una tierra, un pueblo, un Jefe”). Hitler cometió el error que usted ha caracterizado tan bien (…): sí, si en su época Napoleón se las hubiera apañado tan bien como Hitler, sin duda hubiera sido suficiente. ¡Pero desgraciadamente Hitler llegó con 150 años de retraso para eso! Con la consecuencia de que la segunda guerra mundial no aportó esencialmente nada nuevo.”[15] Otro desastre es, sigue y ratifica Schmitt, la desaparición del Estado “en el sentido propio del término”, reducido a pura administración y a tareas de policía ya que hacer la guerra, la verdadera política, es difícil por la falta de disposición popular a morir por el Estado. Pues “en el “Estado” democrático moderno (…) no quedaba nada de Estado. Parlamento y gobierno (…) estaban en una perfecta situación de equilibrio donde ninguno los dos podía decidir, deliberar ni hacer nada. Y gracias a esta “neutralización” de la política de una parte y de la otra, la administración podía hacer su trabajo sin trabas, a saber, sobre todo “administrar” (organizar el “pasto”, por decirlo en su lenguaje). Seguro, hay una especie de “política extranjera”. Pero ya no hay política interior: todos quieren lo mismo, a saber: nada; ellos están mayormente si no satisfechos, al menos contentos (…) Pero esta sedicente política extranjera no tiene más que un objetivo: expulsar del mundo a la política (= la guerra).”

Schmitt abunda: “Se ha acabado “el Estado”, es verdad; ese Dios mortal está muerto, y no hay nada que hacer; el aparato administrativo moderno, actual, de “gestión previsora de la existencia” no es un “Estado” en el sentido de Hegel, ni un “gobierno” (…) ni siquiera es capaz de llevar una guerra ni tampoco de aplicar la pena de muerte; en consecuencia, no hay más conquista de la historia. En todo eso le doy la razón.” A lo que Kojève replica: “Para mí va de suyo que las revoluciones ya son tan imposibles como las guerras. Unas y otras presuponen Estados, ¡pero ya no hay Estados!”

Strauss y Kojève, un debate sobre la buena tiranía y la democracia como mal menor

Leo Strauss era considerado liberal-conservador e incluso neocon, pero, en todo caso y salvo para sus peores detractores, fue un demócrata escéptico. Poco antes de romper con Schmitt por pasarse a los nazis, Strauss coincidió con Kojève en el seminario de Koyré en la EPHE parisina de 1932, que también versó sobre Hegel y que al curso siguiente heredó el segundo, con el impacto conocido. Después de la guerra, cuando Strauss había obtenido la nacionalidad americana y la cátedra de Chicago, debatieron la relación entre filosofía y política, y el valor comparado de tiranía y democracia. El pretexto fue el libro de Leo Strauss sobre un diálogo de Jenofonte, el Hierón o de la tiranía (1948). En 1954 Kojève escribe una réplica incorporada a la edición francesa de Gallimard; Strauss replica con una reafirmación o Restatement de sus tesis, que incorpora a ¿Qué es la filosofía política? (1959). Sabemos por la correspondencia privada[16] que Strauss animó a Kojève a replicar su Restatement, pero éste declinó. Fue un debate típicamente esotérico, pues aunque en apariencia versa sobre el diálogo de Jenofonte y la teoría clásica de la tiranía, el problema de fondo es la aceptación o rechazo de la tiranía y el papel político del filósofo.

Para el lector lo problemático es si los autores confían al papel lo que realmente piensan, pues según una famosa tesis de Strauss (expuesta en Persecución y arte de escribir), salvo en la democracia y relativamente, los filósofos no tenían verdadera libertad para exponer sus idearios; por eso confiaron a la “escritura entre líneas” las ideas más arriesgadas, evitando el destino de Sócrates. Pero esta hipótesis añade otro problema: cómo entender los textos si no podemos confiar en que dicen lo que literalmente dicen, y más aún si obviamos el contexto e interpretamos lo más pegados que sea posible a un texto con ideas cifradas.

¿Cómo afectaría esta regla a la lectura del propio Strauss? Su experiencia de judío perseguido sugiere el posible esoterismo de sus ideas políticas, reserva también apropiada para Kojève, republicano profesional y totalitario vocacional. También para Schmitt, obligado al disimulo. Strauss era pesimista sobre los peligros del nihilismo y de la técnica, la obsesión de su generación. Su filosofía política era ajena a la política activa, odiaba el relativismo y discrepaba del pragmatismo liberal de Isaiah Berlin y del activismo democrático de Hannah Arendt; en correspondencia, ninguno de los dos simpatizó con sus ideas elitistas ni le reconocieron como auténtico pensador liberal, ni tampoco Friedrich Hayek o Ralf Dahrendorf, por citar liberales clásicos. Con Schmitt y Kojève compartía el aristocratismo intelectual y la búsqueda del absoluto y el orden eterno. Por eso sus discusiones políticas esenciales versan sobre los arcanos de la tiranía, del Nomos de la tierra o del fin de la historia.

Según Strauss, la filosofía es la búsqueda desinteresada de la sabiduría (representada por Sócrates), mientras que la política busca honores y poder. Esta irreductible divergencia conduce tarde o temprano al conflicto. Si el filósofo ataca los prejuicios comunes, chocará con la opinión pública. Por eso debe ocultar sus ideas escribiendo entre líneas y convencer de que no representan amenaza alguna. En definitiva, debe protegerse de la hostilidad irremediable del poder, “un peligro que aparece en el origen mismo de la vida política”[17]. Si ve en la tiranía el problema teórico central es, precisamente, porque ésta ilustra mejor la esencia hostil y la amenaza de lo político para la virtud. Ahora bien, este consejo de disimulo y distancia justifica en cierto modo la inhibición política y la hipocresía de modo que, para algunos, como Hannah Arendt (que compartía facultad con él), Strauss era poco de fiar.

¿Qué pensaba de la democracia? Según Strauss, la tiranía es “un gobierno monárquico sin leyes”, y por tanto sin libertad. Se pregunta si la vida filosófica, es decir, virtuosa, sería posible bajo ese régimen: sí, pero sólo si fuera una tiranía bienhechora, donde el tirano busca el aplauso popular con un gobierno moderado (en términos de Kojève, ejerciendo su Autoridad). Por tanto, “debe admitirse que, en principio, el gobierno por las leyes no es esencial para un buen gobierno.” Ahora bien, las leyes pueden ser muy malas, así que por sí solas no garantizan el buen gobierno y condiciones favorables para la vida filosófica. Teóricamente, una monarquía absoluta podría ser mejor que una mala democracia, si el tirano sigue los consejos de los hombres sabios, incluso si para tomar el poder ha perpetrado todo tipo de crímenes. Pero como la autoridad absoluta degenera fácilmente en la peor tiranía, es peor que la democracia, que limita el poder con leyes. Siendo utópico el ideal de la tiranía buena, Strauss opta por el régimen democrático como mal menor, siempre poniendo distancias con la política real.

Naturalmente, esta no podía ser la opinión de Kojève, activo en los concilios más poderosos de la Tierra. Su réplica enfocaba la cuestión de manera muy distinta, con un “y” muy expresivo: Tiranía y sabiduría. Según lo ve, el asesor utópico es inútil en la política real de las cosas concretas, pero si el tirano se deja asesorar por el sabio representará más una oportunidad que un peligro. La tiranía bienhechora tampoco es imposible; al contrario, la ve instaurada por todas partes y pone como ejemplo la de Salazar en Portugal. Recurrirá a la Autoridad para que su poder sea aceptado voluntariamente, y tratará de extenderse hasta englobar a toda la humanidad en el Estado Universal Homogéneo. ¿Cuál es entonces el papel político de los filósofos? El filósofo posee mayor capacidad dialéctica, más comprensión de la abstracción y de lo concreto, y menos prejuicios que el político profano. No hay ninguna razón para que no lo haga mejor: el problema es si querrá gobernar, porque necesita tiempo para filosofar y la política activa -gran verdad- no lo concede. Pero no debe refugiarse en la enseñanza esotérica, sino ejercer la máxima influencia posible, sabiendo que influir es querer determinar la política. Siendo tan aristocrático como Strauss, Kojève descarta por peligroso el elitismo intelectual pues, encerrado en su círculo de amigos, el filósofo se priva del debate y la contradicción -como la suya en ese momento-, y caerá en el estéril solipsismo. Tampoco admite que los sentimientos del filósofo sean superiores a los del político, pues ambos buscan ser reconocidos, ni que la vida del primero sea por naturaleza superior, mera vanidad del contemplativo sobre el hombre de acción. No hay alternativa al compromiso político activo si se quiere un Estado donde la filosofía actúe: aunque Platón fracasara en el empeño con el tirano Dionisos II, el viaje a Siracusa es imprescindible. Y como el filósofo no tiene tiempo que perder, una tiranía expeditiva resultará preferible a la democracia, con sus procedimientos y negociaciones eternas (que pocos conocían tan bien como Kojève). Por eso los filósofos que quieran actuar preferirán una tiranía receptiva, donde el trabajo del tirano y del sabio serán complementarios.

Sin embargo, es la Historia quien selecciona las ideas mejores en el momento oportuno. Y aquí Kojève da el paso decisivo: “una “tiranía” no puede ser “condenada” o “justificada” sino en el marco de una situación política concreta.” El filósofo no debe juzgar decisiones políticas con principios éticos, así se trate del Holocausto o del Gulag, porque, incluso si no lo sabe, el político decide con vistas a la realización futura de las ideas seleccionadas por la razón histórica: “es la historia misma la que se encarga de “juzgar” (mediante el “éxito”) los actos de los hombres de Estado o de los tiranos que actúan (conscientemente o no) en función de las ideas de los filósofos”.

Strauss rechaza esta réplica, pero no alega principios morales, sino pragmáticos: puesto que ni hombres corrientes ni tiranos son sabios, conviene limitar su poder con leyes, como hace la democracia. Considerando los hechos de la Alemania nazi o la URSS, es obvio que “la democracia liberal o constitucional se acerca mucho más a lo que pedían los clásicos que ninguna otra alternativa viable de nuestra época.” Por otra parte, ¿tendría éxito el Estado Homogéneo Universal? Strauss lo niega por la irreductible desigualdad humana: la satisfacción del poderoso no es la del ciudadano corriente de humildes pretensiones. El propio Kojève había planteado el juego como un suplicio de Tántalo, pues como el reconocido es superior al reconocedor, nunca saciará su sed de reconocimiento. Sólo el Amo y Señor será reconocido por todos; los demás perderán libertad y dignidad. Sin contradicciones cesarían las guerras y revoluciones, pero también el trabajo verdadero de transformación, sin sentido en un mundo perfecto y cerrado donde nada hay que transformar. Sin objetivos vitales, los hombres perderán su humanidad. Y canceladas las preguntas por un saber completo y cerrado, la filosofía morirá de inanición.

¿Q pensaba realmente Kojève? Sus fieles alegan que su afición a la ironía, la broma y la contradicción era inseparable de su pensamiento “provocador”, como él mismo aducía cuando señalaban sus incongruencias. En una carta de 1948 al fenomenólogo marxista Tran Duc Thao lo dice explícitamente a propósito de su famosa lectura de Hegel: “mi curso era esencialmente una obra de propaganda para despertar las inteligencias. Por eso reforcé conscientemente el papel de la dialéctica del amo y el esclavo y, en general, esquematicé el contenido de la fenomenología.”[18] Una nota de la Introducción a la lectura de Hegel, de 1948, anuncia el fin de la Filosofía en tono exultante: “En realidad, el final del Tiempo humano o de la Historia, es decir, la aniquilación definitiva del Hombre propiamente dicho o del Individuo libre e histórico, significa simple y llanamente el cese de la Acción en el sentido fuerte del término. Lo cual quiere decir en términos prácticos: la desaparición de las guerras y de las revoluciones sangrientas. Y también la desaparición de la Filosofía: pues si el Hombre mismo ya no cambia esencialmente, ya no hay razón para cambiar los principios (verdaderos) que están en la base de su conocimiento del Mundo y de sí mismo. Pero todo lo demás podrá mantenerse indefinidamente: el arte, el amor, el juego etc.; en pocas palabras, todo cuanto hace al hombre feliz.”[19]

Así pues, no lamenta lo que angustia a Strauss, más bien desea precipitarlo. Y el feliz final de la historia tampoco es congruente con lo confiado a Schmitt sobre la penosa desaparición del sangriento Estado verdadero. O dice a cada uno lo que quiere oír o no encuentra sentido a nada. En 1962 añade una extensa rectificación de la nota de 1948 donde sostiene que si el hombre volviera a la naturaleza como animal, su primer pronóstico, el arte, el amor y el juego no podrían subsistir, pues serán obras de animales condicionados que actúan por instinto. Un viaje a Japón le sugiere otra idea: el futuro será el esnobismo. Los hombres fingirán decidir sin verdaderas decisiones, así se suiciden ritualmente o se maten en un avión kamikaze, gestos similares en esencia a la ceremonia del té o el arreglo floral ikebana. Pero como los animales no pueden ser esnobs, también debemos descartarlo; el hombre será más bien un caso fallido de dialéctica hegeliana. Todo será simulacro, forma sin contenido. Así inaugura Kojève el discurso absurdo posmoderno, la filosofía como parodia, juego y simulacro irresponsable. Abanderó con Schmitt el abandono del juicio moral y político adoptando el juicio histórico decidido por el éxito, aunque venga del crimen. Sólo Strauss se resignó a la democracia con sus leyes ineptas, pero menos peligrosas que la mejor tiranía. Pero esta era y es una teoría muy débil para defender democracia y filosofía, como podemos comprobar en la política real del presente.

[1] Juan Donoso Cortés, Obras, Gabino Tejedor editor, Madrid 1855, tomo V, pg. 136

[2] Todas las citas de Schmitt de esta sección son de Teología política. Cuatro capítulos sobre la doctrina de la soberanía. Trotta, Madrid 2009

[3] Citado en Mark Lilla, Pensadores temerarios. Los intelectuales en la política, Debate, Barcelona 2004, pg. 71 n10

[4] Leo Strauss, “Apuntaciones sobre El concepto de lo político de Carl Schmitt”, en Persecución y arte de escribir y otros ensayos de filosofía política. Novatores, Valencia, 1996

[5] Todas las citas de esta sección son de Carl Schmitt, El concepto de lo político, Alianza Editorial, Madrid 2002

[6] Carl Schmitt en Glossarium, citado por Mark Lilla en Pensadores temerarios. Los intelectuales en la política, pg. 62

[7] Carl Schmitt (1950), El Nomos de la Tierra en el Derecho de Gentes del Jus Publicum Europeum, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1979

[8] Kojève, Alexandre, La noción de autoridad, Página Indómita, Barcelona 2020

[9] En Marc Lilla, Pensadores temerarios. Los intelectuales en la política, Debate, Barcelona 2004 pg. 122

[10] Commentaire: “Capitalisme et socialisme: Marx est Dieu; Ford est son prophète”, nº 9, 1980, y “Du colonialisme au capitalisme donnant”, nº 87, 1999

[11] Tras la caída de la URSS se presentaron documentos según los cuales Kojève espiaba para la KGB desde 1938. Es plausible, porque encaja con su convicción de la necesidad de ayudar activamente al advenimiento del Estado Universal Hegemónico, igual que Marx creía necesario ayudar a la revolución.

[12] Alexander Kojève: “Du colonialisme au capitalisme donnant”, Commentaire, nº 87, 1999, pg. 562

[13]Véase “Correspondance Alexandre Kojève / Carl Schmitt”. Jean-François Kervégan y Tristan Storme, editores.

[14] Schmitt hace una exposición breve y completa de sus objeciones en “À partir du “nomos”: prendre, pâturer, partager. La question de lórdre économique et social”, Commentaire nº 87, 1953

[15] “Correspondance Alexandre Kojève / Carl Schmitt”. Jean-François Kervégan y Tristan Storme, editores. Philosophie 2017/4, nº 135. Las citas de esta correspondencia son de este artículo. La traducción es mía.

[16] Emmanuel Patard: “Le dialogue entre Strauss et Kojève et ses présuppositions”, Revue philosophique de la France et de l’étranger”, 2016/3 Tome 141. Todas las citas de la correspondencia privada son de este artículo. Las traducciones son mías.

[17] Todas las citas proceden de Léo Strauss, De la tyrannie, incluidas las de la respuesta de Alexander Kojève. La traducción es mía. Hay traducción española: Sobre la tiranía, ed. Encuentro, 2005

[18] Citado en Jean-François Kervégan, “Kojève. Le temps du sage” (la traducción es mía). https://books.openedition.org/editionsbnf/379

[19] Alexandre Kojève, Introducción a la lectura de Hegel. Trotta, Madrid 2013. Nota vi y nota de 1962, pg. 489-491