En la cuestión catalana –que a algunos nos tiene ya más saturados que los villancicos en noviembre tras media hora en un centro comercial– parece que es difícil aportar algo sin tocar demasiados palos a la vez. Yo voy a tratar de no desviarme de mi objetivo e intentar aportar mi opinión y visión a mil seiscientos kilómetros de distancia.
Hay alguien que desea que la crisis catalana termine cuanto antes. Y no, no es Rajoy. Tampoco es Puigdemont. Ni siquiera, creo, la propia ciudadanía. No: el primer puesto de la lista lo ocupa Bélgica. O mejor dicho: parte de la clase política belga. Y es que el viaje de Puigdemont a Bruselas, ese que tantos mensajitos de Whatsapp con charscarrillos fáciles me ha regalado durante estos días, se ha convertido en la verdadera bestia negra del plat pays.
Dudo que, a estas alturas de la película, alguien crea que la elección de Bélgica como destino para el depuesto President fuera casual
Dudo que, a estas alturas de la película, alguien crea que la elección de Bélgica como destino para el depuesto President fuera casual: en mi opinión, Puigdemont y sus exconsellers sabían perfectamente lo que hacían; y los belgas, que tontos no son, también son perfectamente conscientes de por qué les ha caído a ellos el muerto. Bélgica es un país frágil, mucho más que España, y es algo que nacionalistas e independentistas aprovechan.
En los setenta los partidos políticos belgas se dividieron en francófonos y neerlandófonos. Ríase usted de las «marcas regionales» de tal o cual partido en España
Vayamos por partes. El país que me acoge desde hace más de tres años es de una complejidad lingüística y cultural tremenda. La tríada de diferencias culturales entre valones y flamencos la culmina la minoría germanófona –en Valonia–, a la que se suman las ínfulas de Bruselas y el aderezo de una perfecta barrera lingüística entre el francés y neerlandés que se extiende al propio sistema de partidos. Y es que, en los setenta, los partidos políticos belgas se dividieron en francófonos y neerlandófonos. Ríase usted de las «marcas regionales» de tal o cual partido en España. Esto hace que la toma de decisiones sea sumamente compleja, ya que cualquier cosa que haya que acordar se ve marcada por las reticencias y la desconfianza de unos y otros. Y de gobernar mejor ni hablamos. ¿Se acuerdan de cuando Bélgica estuvo 541 días sin gobierno?
Ahora mismo –no me atrevo a decir «afortunadamente»–, Bélgica sí tiene gobierno: está formado por cuatro partidos, tres de ellos flamencos. Del que más se habla en los medios españoles es del N-VA, el partido conservador y nacionalista flamenco, ganador de las últimas elecciones y encargado de formar gobierno.
Y aquí es donde vuelve a entrar la crisis catalana: con el panorama político y cultural que impera en Bélgica, es evidente que las crisis políticas y de gobierno son más endémicas que anecdóticas. Toda calma aquí es siempre aparente, el resultado de un precario equilibrio a la espera de la próxima sacudida. En este caso, la sacudida aterrizó a finales de octubre.
Como buen partido nacionalista –no entraré a detallar sus políticas porque nos desviaríamos demasiado del tema–, el N-VA se ha mostrado más que comprensivo con los movimientos del Govern que pilotaba Puigdemont: en ese proyecto kamikaze han encontrado una válvula de escape para poder decir todo aquello que les encantaría decir en Bélgica y no dicen, o al menos no con la boca tan grande.
Yo no sé hasta qué punto la llegada de parte del depuesto Govern estaba hablada o no con el N-VA: esas teorías conspiranoicas se las dejo a la legión de todólogos de Twitter. Lo que sí está claro es que ambas partes se dejan querer y se utilizan mutuamente para conseguir sus propios fines.
Puede que el primer ministro de Bélgica sea Charles Michel (del partido Mouvement Réformateur), pero es poco más que el rehén de una formación política de su gobierno –la mayoritaria– que ni controla ni lo respeta
Puigdemont sabía perfectamente lo que había aquí. Puede que el primer ministro de Bélgica sea Charles Michel (del partido Mouvement Réformateur), pero es poco más que el rehén de una formación política de su gobierno –la mayoritaria– que ni controla ni lo respeta. El expresident sabe que aquí el pescado no lo corta Michel y que no se mueve una hoja sin la connivencia del N-VA, y eso le viene estupendamente. El gobierno belga es débil porque no hay un proyecto de país común y real. No puede haberlo porque cada partido representa únicamente a una comunidad lingüística. Si a eso le sumamos que parte de la coalición ni siquiera cree en el país que gobierna, apaga y vámonos. Por eso a Michel, cuando supo que Puigdemont estaba en Bruselas, lo que le debió pasar por la cabeza fue «¡Horror!».
Los políticos del N-VA se han erigido en abanderados del procesismo, asumiendo sus premisas y su narrativa
Los políticos del N-VA se han erigido en abanderados del procesismo, asumiendo sus premisas y su narrativa. Esto pone al gobierno belga en general y al país en particular en un brete tremendo con serias implicaciones, ya que asumir la letanía actual de los independentistas implica afirmar que uno de tus socios comunitarios y aliados internacionales es poco menos que una dictadura represiva que no respeta los derechos más fundamentales de sus ciudadanos. Hacerlo sería imposible no sólo porque dichas afirmaciones son una sandez soberana, sino porque generaría una crisis diplomática sin precedentes en el seno de la UE.
Pero claro, es muy difícil mantener la compostura cuando algunos de tus ministros alimentan a la bestia y la acogen con brazos abiertos. Que lo haga el ex primer ministro Elio di Rupo, que ya no tiene responsabilidades de gobierno, tiene un pase – aunque no deja de ser sorprendente. Que lo hagan el Secretario de Estado y el ministro de Interior en términos tan graves es un auténtico despropósito.
Y así se lo hicieron saber hace pocos días a Michel en su comparecencia parlamentaria algunos políticos de la oposición, que señalaron las incoherencias de su gobierno. Michel afirmó que «hay una crisis política en España, no en Bélgica», pero yo niego la mayor: hay una crisis política en Bélgica y, como en España, está en Cataluña.
Es así porque los miembros del depuesto Govern eligieron conscientemente este país. No para huir, buscar refugio o esconderse. El que tiene que huir por motivos políticos –huir de verdad, no montar una escena–, cruza la frontera más cercana. Pero Puigdemont y los exconsellers no se quedaron en Francia, que estaba relativamente a pocos kilómetros de Barcelona, sino que se fueron a Bélgica, que está a mil trescientos. Y lo hicieron por una sencilla razón: Francia es un país que no está dividido por cuitas nacionalistas –aunque también tenga lo suyo–.
Y si lo que querían era solo comprensión nacionalista o separatista, también podrían haber elegido la República de Irlanda o Irlanda del Norte, donde el Sinn Féin los habría acogido con los brazos abiertos. Tampoco lo hicieron, y seguro que no fue por el precio de los vuelos.
¡Qué va! Eligieron Bélgica, y lo hicieron a sabiendas. Que haya tal o cual abogado y que el sistema judicial belga haga difícil la extradición es una cuestión accesoria, una facilidad más para conseguir el objetivo real que, a mi juicio, buscan con todo este paripé: internacionalizar la crisis; o, lo que es lo mismo, estirar el chicle.
Han decidido poner en jaque a otro país de la UE y han ido a por el que se lo ponía más fácil
Puigdemont, el PDCat, ERC y compañía han decidido saltar en un charco –por decencia diremos que de agua– y salpicar el máximo posible a Bélgica, que miraba desde lejos temblando y repitiendo por lo bajo «que no me toque a mí, que no me toque a mí» con los dedos cruzados. Han decidido poner en jaque a otro país de la UE y han ido a por el que se lo ponía más fácil. Así, consiguen jugosísimas portadas diarias y una atención mediática sin precedentes, algo que no hubieran conseguido quedándose todos en España para declarar ante el juez. Cada uno tiene su papel, dentro y fuera de la cárcel; juntos siguen entonando una versión low cost y mucho menos entrañable del «Pobre de mí» que, como los villancicos, ahora suena a todo trapo por los altavoces del N-VA.