La política populista del miedo compartido - Carlos M Gorriarán

Mientras escribo faltan cinco días para saber si en Francia, como en Estados Unidos, se impondrá el populismo del Frente Nacional de Marine Le Pen. En cualquier caso, está fuera de toda duda que Le Pen obtendrá un gran resultado, por encima del 40% de los votos, algo impensable hace no tantos años. Pero, gane o pierda por poco Le Pen, no valdrá la explicación de que eso habrá ocurrido en un país de bajo nivel cultural o escasa tradición política y republicana. Al contrario, Francia es un país donde todavía se venera al intelectual y el mundo de la lectura, de los libros y la opinión escrita; quizás sea uno de los últimos del mundo. Sus medios de comunicación públicos ofrecen buenos debates sin caer en los vicios del tertulianismo español, y la prensa es claramente pluralista. Su sistema educativo laico y republicano es modélico en algunos aspectos. Es además el país donde nacieron y se pusieron a prueba algunos conceptos básicos de la democracia moderna, desde los derechos humanos a la división ideológica en izquierda y derecha, estrenada en la Asamblea revolucionaria.

¿Qué está impulsando la inesperada ola populista que anega las democracias occidentales?

Pero este artículo no versa sobre las posibilidades de una eventual victoria electoral de Le Pen ni sobre sus consecuencias para Francia y Europa en general, sino sobre el auge del populismo político (quien desee una introducción a los procesos sociopolíticos subyacentes a la crisis política francesa aquí tiene uno muy recomendable de Ramón Marcos). La pregunta es esta: ¿qué está impulsando la inesperada ola populista que anega las democracias occidentales?

El populismo no es una ideología

Intentar explicar el populismo como una corriente política o ideología más es una pérdida de tiempo. Lo característico del populismo es carecer de ideario, logrando mutar y adaptarse a las ideologías tradicionales de un modo camaleónico. Esa plasticidad explica que haya tanto populismo de extrema izquierda, por ejemplo el de Podemos o Syriza, cuyo núcleo es el viejo leninismo, y populismo de extrema derecha como el de Marine Le Pen o el inglés de Farage, nucleados en torno al viejo nacionalismo.

Otros encajan peor en el mapa ideológico tradicional de izquierda-derecha, como el movimiento italiano Cinco Estrellas o los “partidos pirata” que aparecen aquí y allá, y también Donald Trump. La falta de utilidad de las viejas divisiones conduce a los populistas a recurrir a la oposición “los de arriba”/“los de abajo” (que ya usaba la vieja izquierda revolucionaria), donde naturalmente “abajo” es el espacio del populismo (la gente, según Podemos y también el Frente Nacional) frente a las élites de “arriba” (la casta). Es importante entender que la identificación es emocional, no clasista: no importa cuánto dinero tienes, sino cómo lo empleas. Esa representación permitió a un supermillonario como Donald Trump identificarse ante the people como uno más “de abajo” víctima de los engreídos políticos y periodistas “de arriba”. En España lo intentó sin éxito Mario Conde, seguramente porque nuestro espacio populista adinerado ya está ocupado desde hace muchos lustros por el nacionalismo vasco y, especialmente, el catalán de los Pujol y su familia política.

Los populistas no tienen ideas, sino consignas que conectan con las preocupaciones de la mayoría social, o al menos lo intentan

Los populistas no tienen ideas, sino consignas que conectan con las preocupaciones de la mayoría social, o al menos lo intentan. Puesto que carece de ideario, hay que definir al populismo por sus acciones y modo de crecer: el populismo es una retórica (actos verbales) y una estrategia de asalto del poder. Lo común a todos los populistas es intentar ocupar el poder del modo más rápido, al menor coste y con el menor respeto posible a las reglas del juego democrático y sus valores básicos, como el respeto a las minorías o la prevalencia de la libertad personal sobre las creencias colectivas, en base a un conjunto de falacias simplonas y fáciles de apoyar.

Respecto a la retórica populista, es antipolítica: odia la política, la denigra y ante sus partidarios la equipara a una estafa y pérdida de tiempo. Naturalmente, eso exige buscar metáforas distintas a las usuales. Juan Carlos Monedero, uno de los ideólogos neoleninistas de Podemos, se refiere a su partido como una “máquina de producir amor”, e Iñigo Errejón utiliza expresiones como “cuidar de la gente”. Estas frases se acompañan de abundante “comunicación no verbal” como el reparto de abrazos efusivos, besos y caricias aparentemente espontáneas entre miembros de la comunidad populista, impostadas ante las atentas y ávidas cámaras de de los medios de comunicación.

Las palabras significan lo que tú prefieras

Es un lenguaje que parece más propio del melodrama sin miedo a la cursilería, pero el juego populista consiste en sustituir el discurso político, identificado con el enfrentamiento, la hipocresía y la frialdad, por otro que finge calidez, sinceridad y sentimientos elevados apuntando a las emociones típicas de las personas asustadas: la necesidad de protección, afecto y seguridad en un tiempo lleno de peligros. La comunidad populista es una comunidad emocional, y la emoción básica que comparten o agitan los populistas es el miedo.

Marine Le Pen ha jugado muy bien esa carta emocional entre los trabajadores de las empresas francesas con miedo a las consecuencias más negativas de la globalización, como la deslocalización de empresas y la pérdida de empleos de poca cualificación, logrando que, por contratste, Macron apareciera como el eterno tecnócrata elitista ajeno a los problemas reales de gente buena, asustada y desprotegida. Y también cuando, para demostrar que ella no era “política”, rizó el rizo de desvincularse de su partido (el Frente Nacional) para presentarse como la caudillo maternal de un Movimiento puramente patriótico (el patriotismo tiene un papel protagonista en la política francesa).

Un modo más refinado de describir la parla populista es definirla como un “significante vacío” cuyo significado queda a gusto del consumidor

Un modo más refinado de describir la parla populista es definirla como un “significante vacío”[1], es decir, como el empleo de palabras vaciadas de sentido cuyo significado queda a gusto del consumidor: pueblo, democracia, patria, política, libertad, derechos, igualdad o cualquier otro vocablo significan lo que usted quiera que signifiquen para usted. Para los votantes de Podemos, por ejemplo, democracia puede ser una asamblea permanente como la del 15M en la Puerta del Sol, el regreso de la II República, trabajo garantizado para todos, la autodeterminación de los pueblos o superar la ideología de género del heteropatriarcado (sea eso lo que sea).

Para un votante de Le Pen o Trump, quizás democracia signifique exclusión de las élites, cierre de fronteras, exclusión de los inmigrantes y expulsión de los sinpapeles, militarismo, homofobia, supremacía de la “raza blanca”, valores cristianos tradicionales o nacionalismo económico y cultural, sin olvidar el negacionismo científico (la suma de los votantes de Le Pen y Mélenchon coincide con el porcentaje de franceses que rechazan la vacunación obligatoria: un 40%). Y así “democracia” deja de expresar un modelo político para significar el cumplimiento de un deseo, la negación de una realidad desagradable y el pataleo contra un sistema frustrante.

Tal es el secreto de la plasticidad del discurso populista y la razón de que, por poner un ejemplo reciente, Donald Trump y Pablo Iglesias coincidan en cuestiones nada menores como el rechazo del TTIP, o exista, según se estima, un apreciable 18% de votantes del “izquierdista” Mélenchon que seguramente votarán a la “extrema derecha” de Marine Le Pen. El nacionalismo económico es una explicación de esta coincidencia, pero su razón más profunda radica en que la clientela política de ambos machos alfa comparte el miedo a la apertura de fronteras y la competencia económica, o dicho de otro modo más genérico, el odio a la globalización.

El discurso del miedo

Si algo nuclea y activa el discurso populista es el miedo al futuro. Y el miedo es uno de los móviles emocionales más poderosos que existen, más fáciles de manipular, extender y compartir –como en una avalancha humana provocada por un incidente nimio en una masa asustada- y, lo que no es menor, de efectos menos predecibles. La percepción de que algo amenaza nuestra vida es una emoción importante para la supervivencia individual y colectiva, pero como estado emocional colectivo permanente pasa a ser una amenaza social: una cosa es tener miedo a las arañas (fobia) y otra convertir la destrucción de todas las arañas en objetivo social (política).

En los años treinta del siglo pasado, algunos observadores insistieron en la importancia de las emociones en los procesos de auge del nacionalismo, del fascismo y del comunismo

La política tiene un fuerte componente emocional, quizás más que la media de las actividades humanas. Sin embargo, las tradiciones originarias de la democracia liberal han tendido a minusvalorar las emociones y a suponer que pueden ser domesticadas por la razón, aunque la historia demuestra que las emociones juegan un papel fundamental en cualquier proceso político, y no digamos en una revolución. La creencia en que la política (o la economía y cualquier actividad social) es básicamente racional está completamente equivocada. En los años treinta del siglo pasado, algunos observadores más clarividentes –como Erich Fromm, Wilhelm Reich y Elías Canetti- insistieron en la importancia de emociones como el miedo a la libertad, el odio al diferente y el gozo de sentirse parte de una masa irresponsable (el pueblo o la clase) en los procesos de auge del nacionalismo, del fascismo y del comunismo. Las explicaciones que podemos llamar psicológicas tenían, y tienen, una importancia mayor que las económicas y políticas tradicionales: la irrupción del populismo ha puesto de nuevo sobre la mesa esa molesta verdad.

Miedos, odios y malestares

Sin afán de ser exhaustivo, propongo un listado de miedos, odios y malestares de las sociedades desarrolladas occidentales que alimentan el populismo. Bajo un liderazgo político eficaz, las emociones y sentimientos pueden constituir estados emocionales compartidos, es decir, una comunidad emocional donde todos comparten los mismos sentimientos y percepciones. El problema es que esto es más sencillo de hacer con emociones negativas como el miedo, la angustia o el disgusto, mucho más que con las positivas como la satisfacción y el altruismo. Churchill consiguió galvanizar las emociones de los ciudadanos británicos para una lucha sin cuartel y con pocas esperanzas, pero esta comunidad emocional de resistentes nació en una situación de extremo peligro; Mussolini y Hitler lo tuvieron mucho más fácil, sobre todo tras abolir las instituciones democráticas, y Stalin o Mao Zedong ni siquiera tuvieron que tomarse esta molestia.

1 – El miedo al futuro

Los estudios de opinión son concluyentes: los países occidentales son los más pesimistas sobre su futuro, y alguno como España parece atrapado en el menosprecio colectivo. Los pensionistas temen perder sus pensiones; los trabajadores industriales perder sus empleos por la competencia de las economías emergentes y las nuevas tecnologías; los menos cualificados temen ser expulsados del mercado laboral; los jóvenes y universitarios temen que sus carreras no valgan para obtener un empleo decente y seguro.

Y son temores justificados. Más aún, la actitud de moda hasta hace unos años, pintar un futuro de color rosa que ha sido ennegrecido por la brutal crisis del 2008, ha empeorado el estado de ánimo de muchos. Los políticos siguen en eso, afirmando que las pensiones están garantizadas, que nuestro robusto crecimiento económico asegura empleo de calidad, que la tecnología hará la vida más fácil y ociosa para todos. El negacionismo oficioso ha tenido un efecto boomerang: en vez de tranquilizar, enerva y alienta el miedo, la sensación de que algo grave nos esconden. Utilizar encuestas que muestran que nunca se ha vivido mejor en la Tierra con indicadores de salud, esperanza de vida, ingresos, consumo y nivel educativo es sin duda necesario, pero totalmente insuficiente ante la ofensiva del miedo.

2 – El odio o desprecio de la política

La propia lógica de la democracia convierte con extrema facilidad a la política en chivo expiatorio de todos los males. En primer lugar, los políticos saben muy bien que es imposible ganar elecciones diciendo cosas como que habría que recortar tal capítulo de gasto público, atrasar la jubilación para mantener el sistema de pensiones, o advertir del riesgo de burbujas especulativas a causa del consumo insensato de ciertos bienes. Al contrario, intentan tranquilizar a los votantes dando falsas seguridades que luego los hechos desmienten crudamente y se interpretan como “las mentiras de los políticos” (y por extensión, las mentiras de los expertos).

En segundo lugar, la política se ofrece como sabelotodo y arreglalotodo cuando su eficacia resulta bastante limitada incluso en las mejores condiciones. La política democrática es sobre todo resolución negociada de conflictos de intereses, Estado de Derecho y buena gestión de la cosa pública. Mucho, mucho más lejanos están los fines sublimes como garantizar la felicidad, la armonía y la prosperidad de todos. El problema surge cuando el electorado se siente engañado sistemáticamente por propuestas imposibles y soluciones ineficaces…con la paradoja de que esas mismas son las favoritas de la mayoría del electorado.

3 – El descrédito de los hechos

El descrédito de las promesas políticas y de su correlato necesario, el periodismo político –un actor fundamental de esta historia-, se agrava cuando de escepticismo razonable deriva a fobia a los hechos que desmientan o desafíen las propias creencias. Un caso paradigmático de este proceso es el triunfo de Trump. Los media de Estados Unidos no son ni mucho menos los peores del mundo, pero la implicación del periodismo en la lucha política es tan evidente, y la equiparación popular entre mentiras y periodismo ha sido tan poderosa, que a Trump le ha beneficiado exagerar la crítica a los medios descendiendo al ataque a la libertad de información y de prensa.

Siendo esto grave, peor es aún que entre amplias mayorías sociales el descrédito no se limite a los medios, sino a los hechos como tales. Por absurda que sea, cualquier opinión obtiene más crédito que un hecho o un conocimiento. Un ejemplo conocido es que en Estados Unidos la mayoría de la población encuestada coincide en sufrir un aumento constante de la criminalidad, cuando los hechos dicen exactamente lo contrario: que disminuye sostenidamente. O la elocuente sobreestimación del número de inmigrantes que residen en un país, que llega a triplicar la cifra real en países con números relativamente bajos de inmigrantes y elevado voto populista, como Finlandia y Hungría. Populismo y negacionismo de la realidad, de los hechos, van de la mano.

4 – El miedo a los otros y a lo desconocido (dogmatismo y relativismo)

La negación de los hechos tiene un correlato: el rechazo de todo lo que no encaje en la propia opinión y visión del mundo. Inmigrantes, culturas y creencias diferentes, países emergentes y nuevas ideas o avances científicos caen en el mar de la sospecha, el descrédito y el rechazo activo. No es casual que en Estados Unidos los apoyos más activos de Trump, además de la clase media y blue collars que han empeorado sus expectativas de vida, sean las iglesias fundamentalistas, los creacionistas, los negacionistas del cambio climático, homófobos, supremacistas raciales y el mismísimo Ku Klux Klan.

Pero no es un caso único. Si echamos una ojeada a la caldera donde se cuece Podemos descubrimos un popurrí comparable de paleoizquierdistas, nostálgicos de una II República fantástica, creyentes en terapias alternativas, animalistas, ecofundamentalistas, feministas radicales, tecnofrikis, proteccionistas económicos y un largo etcétera heterogéneo unido por su frustración con el sistema y su rechazo a todo lo que impugne sus propias creencias o suponga un freno potencial a la universalización de sus aspiraciones. Lo que les une emocionalmente es el dogmatismo en su propio territorio de creencias y el relativismo, no menos dogmático, para juzgar las ajenas como ideas desechables o “relativas”.

5 – El rechazo de la mediación

La extraña amalgama que une a leídos seguidores de Foucault y fundamentalistas religiosos no es una idea, sino una emoción: el culto a la experiencia auténtica, y el rechazo consiguiente de toda mediación. Política democrática y medios de comunicación son instituciones de mediación o representación, y por tanto no son auténticas pues no consisten en vivencias personales. La democracia representativa es rechazada por quienes encuentran mucho más auténtica (democracia auténtica) una asamblea tipo 15M.

Reaccionarios y revolucionarios rechazan toda forma de debate, representación y negociación en la que no puedan participar en pie de igualdad con parlamentarios, expertos o gestores. Unos creen que es posible superar el parlamentarismo con una democracia electrónica donde toda la población vote las leyes por internet con un simple click en la casilla adecuada, como se contesta a una encuesta de opinión o se rellena la declaración del IRPF. Y otros, en la tradición autoritaria, prefieren prescindir de mediaciones parlamentarias para devolver al “Pueblo” el gobierno a través de líderes carismáticos autoritarios sin ningún control. Pero el fondo emocional de la cuestión no es tan diferente: mediaciones no, experiencia vivida sí.

6 – El miedo a la competencia

Protegerse de los efectos deletéreos atribuidos a la competición y a la competitividad es otra obsesión populista. Del mismo modo que no hay hechos ni conocimientos, sino sólo opiniones, nadie es más que nadie porque nadie sabe más que nadie, ni hace las cosas mejor. La igualación debe hacerse por abajo: los políticos deberían cobrar el salario mínimo, o mejor, no cobrar nada en absoluto; todos los empleos deben estar garantizados por ley o, en el otro extremo, el despido debe ser libre para cualquiera; todos deben ser funcionarios o debe haber un número mínimo de funcionarios (policías que protejan la propiedad y militares que defiendan las fronteras); la iniciativa privada debe limitarse al máximo porque siempre implica explotación, o sólo debe haber iniciativa privada porque todo organismo público es una invasión del Estado en la sagrada intimidad de cada cual. El mercado debe regularse hasta desaparecer, o todo debe ser mercado sin regulación alguna. Las antinomias son más aparentes que reales si se piensan a fondo. Y por eso populistas en principio antitéticos coinciden en eliminar el TTIP, el CETA y los acuerdos comerciales internacionales, o desean que desaparezca el euro en nombre de la soberanía económica.

7 – El rechazo de la complejidad y el apoyo a las simplezas

El populismo se fundamenta también en una actitud intelectual –a veces abiertamente anti intelectual- muy corriente, el rechazo de las explicaciones e ideas complejas y la simpatía por las simplezas. Conviene no confundir simplificación con simpleza: la primera es indispensable para captar un problema o una teoría compleja; la segunda es una caricatura mala del problema. Desde un punto de vista político, la simpleza tiene muchas ventajas; unir a personas con preferencias y creencias incoherentes no es la menor. Antisistemas, pensionistas preocupados, jóvenes atemorizados por el empleo precario, parados de larga duración, tradicionalistas y animalistas pueden ponerse de acuerdo en torno a una simpleza sugerente. Culpar a un grupo -los inmigrantes, los extranjeros, los judíos, los musulmanes, los funcionarios, los empresarios, la casta- es una estrategia de éxito asegurado si se dispone de altavoces mediáticos suficientes.

8 – El repliegue en la tribu

El populismo es contrario a la noción liberal de ciudadanía que descansa en el individuo. Es comunitario y anti individualista y, por consiguiente, antiliberal y gregario. Su concepto de “pueblo” es un agregado convertido en sujeto colectivo que sustituye a los individuos que la forman. Pero para el populismo es consolador sentirse parte de “el pueblo” o de “la gente”. El calor de establo, que diría Nietzsche, ofrece refugio y protección aparente frente al abandono del individuo en un mundo hostil. De ahí que el nacionalismo tenga siempre una importante componente populista, y que los nuevos populismos conecten de forma tan fácil, rápida y natural con la mentalidad nacionalista: basta con ver el éxito fulgurante del podemismo en Galicia, Euskadi o Cataluña, llevándose votantes y discurso del viejo nacionalismo, su primo-hermano discursivo y emocional.

Para finalizar, no olvido que me dejo en el teclado otras emociones muy extendidas, como el odio a las élites y la defensa de la mediocridad, o el deseo de someterse a la autoridad e hiperliderazgo sentimental de un líder carismático (la clase de política que le fue bien a Chávez y les sigue yendo  bien a Putin y Erdogan). Pero estas y otras se encuentran, creo, contenidas en las enumeradas. El desprecio de los hechos deriva en desprecio de la ciencia y de las élites educadas, por ejemplo. Y el temor a la competencia y a un mundo incomprensible abre la demanda de líderes protectores (y corruptos). Claro que todo esto no protege realmente de la pérdida de igualdad de oportunidades, conlleva el precio de renunciar a buena parte de la libertad personal tan costosamente conseguida, y no hace el mundo más seguro, sino menos. De eso podemos preocuparnos otro día.

[1] Como hace José Luis Pardo en su estupendo ensayo Estudios del malestar.  Políticas de la autenticidad en las sociedades contemporáneas. Anagrama, Madrid 2017

2 Comentarios

  1. Por fortuna me he equivocado en que Marine Le Pen conseguiría más del 40% de votos. Parece que muchos franceses han pensado que eso ya era demasiado, y a pesar de la alta abstención la líder populista se ha tenido que conformar con el 34%, que sigue siendo un motivo de preocupación muy serio pero no la debacle temida.