I
Los tiempos de cambio de época son aquellos en los que el hombre, falto de convicciones, miedoso e incapaz de vivir desde sí mismo, ensaya otras formas de encarar la vida. Otros temples. Cuando encuentra aquel tono justo con el que empezar efectivamente a vivir, aposentados ya los pies en tierra firme, muda el espíritu y con él, cambia la mirada.
Algo parecido le ocurría a Motamid en 1082, al tiempo que se asomaba al balcón del renovado Alcázar de Sevilla. Allí acudía a curar su doble soledad, de rey y de poeta, con el aire caluroso y africano que había resecado el Sáhara y ya llegaba a la ribera del río. Esos días, sin embargo, sentía avivada la primera de sus soledades. Lejos de mitigarla, la presencia del rey castellano Alfonso VI en la orilla opuesta del Guadalquivir se la acrecentaba e inflamaba. Tan es así que, incapaz de sostener la tensión, Motamid mendiga servil el consejo de los faquíes y permite la entrada en la taifa de los bárbaros almorávides. Había vestido de política su rendición personal; de religión, su renuncia.
De inmediato, Alfonso debió sentir la ausencia de su enfrentado. Educado por la luz cruda, vigorosa y verdadera de Castilla pero confundido por los aromas pegajosos del barrio de Triana, también él renuncia a continuar su obra. Hay hombres que, aún con todas sus virtudes, sufren sin vivir en perpetuo contraataque, tal y como el diamante necesita, parasitariamente, para cristalizar su perfil, la presión de lo que le rodea. Hay cierta hombría insuficiente y morbosa en ello. Lo cierto es que, dimitido Motamid, no encontrará ya Alfonso el modo de seguir la Reconquista y al llegar con su caballo a Tarifa caerá en la falsa complacencia del hombre satisfecho.
Pronto, el viento arenoso y desértico traería consigo una época más descarnada y cruel, y en su vejez, cada cual con su particular condena, entenderían los dos reyes que no está en nuestra mano escoger cuándo terminan nuestras obras.
II
Han pasado ya cinco siglos. No queda más arena aquí que la del reloj que los ha ido contando. El viento es ligero y en esta tarde de mayo de 1582 en que se arrebola el cielo de Sevilla el río, amansado, destiñe en púrpura y la ciudad se viste de oro. Difumina el dorado del sol la tenue humedad que se levanta del río. En el agua del Guadalquivir conviven, arrastradas por victoriosos navíos, salitres y algas de todos los puntos del orbe. Las últimas en llegar son las más cercanas. También las más anheladas. Portugal, con todos sus territorios de ultramar, se ha unido hace unos meses a la Monarquía Católica; el proyecto que ha mantenido unidos a los españoles los últimos nueve siglos ha logrado su hasta ahora inalcanzable hito. Es difícil disimular el gozo vibrante que recorre Andalucía y España entera, y de él se contagia toda la ciudad de Sevilla. El vientecillo que ha limpiado la tarde nos trae ya el rumor de la muchedumbre.
Pero desde nuestro balcón apenas podemos distinguir nada: acerquémonos un poco. Habitan las enflorecidas riberas del río gentes de cien mil raleas. Se nos destaca una morena muchacha que conserva, en su verde mirar, el embrujo de unos ojos moros que no comparten la alegría popular. Cuando arribó la última flota procedente de las Indias, ella esperaba, con más ingenuidad que motivos, la aparición de un marinero que, antes de partir hacia América, le había prometido su pronta vuelta. Enamorada y ensimismada, tendrá que esperar por varios meses otra arribada.
Más contento anda un clérigo joven. Acaba de recibir un baúl de piel con innumerables rarezas de aquellas tierras. Flores algo maltrechas por el viaje, hierbas de especies nunca avistadas, algunas semillas y una docena de minerales que no conocía. No encuentra momento para enseñarles el botín a sus alumnos de la universidad. Requiere a uno de ellos que por allí pasa para descargar el baúl de la nave. Con gusto de servicio, el estudiante acude al maestro. Ya se van los dos amigos con el cofre del tesoro.
Por otros motivos, resuena la alegría en una rechoncha señora. Delante del puesto que el pescadero regenta todos los jueves en el muelle, se complace la gorda en la graciosa charla de dos chiquillos castellanos que recorren las callejas engañando y hurtando sus efímeras riquezas a los comerciantes de pimienta. España entera, en estos años, sabe de gestos, de tonos de voz, de miradas y de andares. En 1582, en España se sabe de personas.
Nuestro airecillo hincha las velas de uno de los palacios flotantes que habitan el río. En estos barcos se está llevando a las otras orillas del Atlántico buena parte del ser de España. Florece en América una civilización joven, cuya casa matriz, en la plenitud de su historia, cuida con mimo. Hospitales, iglesias y universidades, caminos, presidios y palacios son reconstruidos a imitación de los peninsulares. Ciudades y villas. Con ellas ha llegado también el donaire, el cálido gesto mediterráneo, una forma entera de afrontar la vida.
En los días de finales del XVI, la magna empresa a la que se lanzan los españoles no vive de los documentos ni en ninguna hoja de cuentas de las que papelean por la Casa de Contratación. Son todas ellas imprescindibles, nadie crea lo contrario. Y posiblemente, harían falta muchas más para que el aparato estatal fuese tan eficiente como desean los funcionarios que preparan las flotas. Pero no es en esas palabras paralizadas, mecánicas, baratas, que yacen muertas y metalizadas en los folios de los contables, no es en esas palabras donde encontramos la grandeza generosa de los pueblitos de España. ¿No son más sabrosas y superiores las palabras vividas en paseos ya solitarios, ya conversados?
Con las palabras juega en su cabeza, mientras pasea por el puerto, un joven poeta de 20 años que, ávido de aventuras, acaba de llegar de la batalla de Islas Terceras. Como Cervantes en Lepanto poco antes, ha luchado allí junto a Álvaro de Bazán. Camina el mozo por las atarazanas y goza por un momento el martilleo de los carpinteros, cuyos golpes le sacan de sí mismo y le tensan elástico el espíritu. Mira a uno de ellos algo atareado pero que sonríe agradecido del cansancio. Mantienen una ancestral artesanía, todavía medieval, estos carpinteros servidores del Rey. ¿Se entienden hoy los desvelos de estos hombres?
Durante años se preguntan si crecerán fuertes los castaños recién plantados, en un terreno no demasiado fértil. O si curvarán de la adecuada manera las ramas que compondrán los navíos. O si lograrán evitar la mortal broma. ¿Resistirá la madera, ya en el taller, los golpes y los clavos? ¿Soportará la madera, ya en la mar, las balas de cañón?
No se engaña. Una vez botados, muchos de estos galeones desfallecen antes de ver los puertos de Manila, Ámsterdam, Nápoles o La Habana. Es verdad sin embargo que la mayoría lo consiguen. Y aun así, cuando le llega la noticia de un hundimiento a nuestro agradecido y medieval carpintero, un disimulado pero profundo dolor le irrita el alma. No está en nuestra mano escoger cuándo terminan nuestras obras.
Pasados los años, en otras tablas, el joven poeta recibirá los aplausos de los repletos teatros de Madrid. Y cuando ya bajado el telón salude agradecido a las gentes del público, en sus caras reconocerá, por un milagroso momento aliviados, los pesarosos dolores de los buenos hombres y mujeres de España. Dolores con los que se construyó el mundo. Dolores más grandes que todos los dolores.
Han pasado ya cinco siglos.