La retórica clásica empleaba un curioso método mnemotécnico, conocido durante siglos como los ‘palacios de la memoria’. Consistía en imaginar una sucesión de estancias conectadas entre sí, adornadas con imágenes impactantes, a través de las cuales uno recorría ciertos itinerarios por espacios decorados con ilustraciones de objetos, conceptos, hechos y acciones relacionados entre sí. Para enseñar, memorizar y recordar las jerarquías angelicales, las clases de plantas o los reinos de Oriente, uno debía imaginar una arquitectura o un palacio con habitaciones llenas de imágenes que conducían y remitían a otras habitaciones y a otras imágenes. Alrededor del 1600 el jesuita Matteo Ricci ideó unos fabulosos palacios de la memoria para enseñar a las élites chinas los rudimentos de la cultura occidental. Décadas atrás el franciscano Diego Valadés había empleado fórmulas semejantes para adoctrinar en el cristianismo a los pueblos mesoamericanos.
Pero la asociación entre la memoria y las imágenes, el vínculo entre lo sensible y el recuerdo, entre lo visto y el relato, no fue un invento de Cicerón, ni de los misioneros que en la época del humanismo adaptaron los métodos clásicos a sus enseñanzas. La escritura pictográfica de los propios nahuas, los jeroglíficos egipcios o los ideogramas chinos remiten de hecho al vínculo entre las imágenes y la memoria, donde se quedan grabados, adquieren forma o se borran los acontecimientos (el lenguaje es significativo, o si se prefiere, revelador).
Tras algunos años en los que algunos pedagogos de última generación denostaban la memoria como práctica de aprendizaje, ahora ocupa y preocupa mucho
La memoria es una facultad humana de gran importancia y objeto de recientes controversias en sus versiones y usos colectivos. Tras algunos años en los que algunos pedagogos de última generación denostaban la memoria como práctica de aprendizaje, ahora ocupa y preocupa mucho. Cosas del tiempo, pues cabe hablar no solo de la memoria histórica sino de la historicidad de la memoria. Recientemente hemos leído varias noticias sobre cómo el Ministerio de Transportes y el de Ciencia han decidido eliminar algunos nombres o sustituirlos por otros en un espacio público (el aeropuerto de Murcia) y en unos premios nacionales (los de investigación). En el caso del aeropuerto murciano, se trata del cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica. Según un informe, Juan de la Cierva conspiró contra la República desde Londres, donde vivía, y participó en la adquisición del Dragon Rapide, el avión que trasladó a Franco desde Gran Canaria a Tetuán.
Poco después, el Ministerio de Ciencia decidió eliminar el nombre de Juan de la Cierva de uno de los premios nacionales de investigación (el de transferencia de tecnología), pero según fuentes oficiales, nada tenía que ver con el asunto del aeropuerto, pues ahora se trataba de eliminar todos los nombres de los premios nacionales, de manera que junto al del inventor del autogiro, también desaparecían los de Santiago Ramón y Cajal, Gregorio Marañón, Blas Cabrera, Leonardo Torres Quevedo, Enrique Moles, Alejandro Malaspina, Julio Rey Pastor, Pascual Madoz y Ramón Menéndez Pidal, que designaban los premios nacionales de investigación en las distintas áreas. A partir de ahora, se decía sin percibir lo efímero del adverbio temporal, los premios se llamarían simplemente “premio nacional de investigación en el área de la biología y la medicina”, “premio nacional de investigación en el área de las ciencias químicas, físicas y matemáticas”, “premio nacional en el área de humanidades”, etc. Tras las airadas reacciones de científicos, medios y autoridades regionales, el Ministerio de Ciencia rectificó y a día de hoy solo sabemos que algunos de esos nombres se mantendrán en los premios y otros cambiarán. No es difícil vaticinar que el nombre de Ramón y Cajal se mantendrá y que el de Juan de la Cierva será sustituido. Casi seguro que Gregorio Marañón caerá y Blas Cabrera seguirá en la lista. Menéndez Pidal no debe temer por su plaza, pues aunque lo del Cid suene un poco viejuno, sus credenciales institucionistas son intachables. Malaspina tendría suerte si no es encarcelado o exiliado de nuevo, aunque a estas alturas ya estará acostumbrado.
Se quiere cambiar el panteón nacional de personajes ilustres, redecorar nuestros palacios de la memoria, cambiar los itinerarios, colocar otras imágenes o incluso se ha acariciado la idea de dejar las estancias vacías. ¿Cómo se forja un canon nacional? ¿Se forma o se modifica desde arriba y por decreto ministerial? La cuestión es delicada y más si cabe en el terreno de la ciencia, un ámbito que por carecer de demasiada implantación en el imaginario nacional, es decir, por su fragilidad, resulta particularmente sensible. La ciencia en España resulta de por sí bastante invisible. Su memoria es intermitente, fragmentaria, fantasmal en el sentido de que está poblada de personajes no enterrados o reconocidos como tal vez merecieron y sin duda necesitamos, pues para instalar esa tradición en nuestra memoria colectiva se precisan imágenes nítidas, hechos dignos de ser conmemorados y biografías ejemplares (luego veremos en qué sentido). Los necesitamos porque solo a través de esos relatos y esas imágenes los seres humanos somos capaces de retener y comprender el significado de cuestiones demasiado abstractas. Pablo de Tarso hubo de caerse de un caballo en el desierto camino a Damasco para que sus lectores entendieran qué era una conversión. El caballero Don Quijote se introdujo en la cueva de Montesinos y solo cuando le escuchamos contar lo que allí vio en un sueño nos asomamos a la frontera equívoca entre la realidad y la ficción. Necesitamos hechos, gestas, escenas y figuras, tramas que nos ayuden a entender el sentido de los acontecimientos o que quizás fabricamos para dárselo.
Pero vayamos estancia por estancia. La decisión de no llamar al aeropuerto murciano Juan de la Cierva o de borrar su nombre de cualquier institución o galardón público (existen unos contratos posdoctorales que también habrán sido rebautizados, supongo) es ciertamente polémica. Juan de la Cierva fue un pionero de las ingeniería aeronáutica de talla internacional, no es seguro que supiera a quién iba a transportar el Dragon Rapide y murió en diciembre de 1936 en un accidente aéreo del vuelo que le llevaba de Londres a Ámsterdam. Pero supongamos que veía con buenos ojos la sublevación. Habría que desterrar de los edificios y las calles a cualquier pintor, escritor, químico o actor (y obviamente a cualquier pintora, escritora, química o actriz, seamos inclusivos) que colaborara con el régimen. Ahora bien, ¿qué significa colaborar? ¿Hacer un informe? ¿Recibir un premio y no rechazarlo durante la dictadura? ¿Vivir en España y no en el exilio? ¿Podemos tachar de fascista a todo profesor universitario que obtuviera la cátedra durante el franquismo? El ministerio de la verdad nos irá informando.
me interesa aquí la posibilidad de dejar vacías las estancias del palacio de la memoria científica que alguien atisbó en alguna instancia ministerial
Pero me interesa aquí la posibilidad de dejar vacías las estancias del palacio de la memoria científica que alguien atisbó en alguna instancia ministerial, ese momento en que algún funcionario o técnico debió pensar “quitemos todos los nombres y así nadie se molesta”, o incluso “borremos cualquier huella humana y así permanecerá intacta la neutralidad de las disciplinas científicas, que no saben de ideologías, ni de credos, ni de pasiones”. La ciencia, creen algunos, carece de intereses. Piensan que resplandece en los cielos como antiguamente lo hacían los ángeles y las vírgenes.
Como rectificar es de sabios, bienvenido sea el regreso de Cajal y de otros a la nómina de los premios nacionales. Sin embargo, queda grabado el momento revelador en que alguien decidió vaciar de imágenes las estancias. Puestos a especular, nunca mejor dicho, incluso llegó a pensar en colgar espejos en lugar de imágenes de otros, para que los visitantes contemplaran su propia imagen proyectada sobre las paredes del palacio de la memoria científica.
En el fondo, hay algo de esto en la manía que hoy recorre el mundo por proyectar nuestros propios valores sobre el pasado. Llevado al absurdo, algún dirigente narcisista solo colocaría un espejo o su propia imagen para el recuerdo. Se cuenta que Newton, que además de un genio matemático sin par, un apasionado de la exégesis bíblica y un devoto de la alquimia, era un rival despiadado y un hombre que no toleraba que le contrariaran, hizo desaparecer el retrato de Robert Hooke cuando le tocó presidir la Royal Society. Habían mantenido sonadas disputas y controversias por la prioridad de ciertos descubrimientos. La ciencia es tan humana.
al palacio de la ciencia y al de su memoria no les vendría mal un poco de estabilidad, de consenso y de sentido común
¿Habría que retirar el nombre de Leonardo porque trabajara para Francisco I de Francia, que no era un voluntario de médicos sin fronteras, precisamente? El cosmógrafo João Baptista Lavanha y el médico Francisco Hernández trabajaron al servicio de Felipe II, que tampoco le iba a la zaga. Los soberanos hacían la guerra, tenían vasallos y esclavos y se rodeaban de gente valiosa, de cortesanos aduladores y a veces de gente valiosa que medraba sin escrúpulos. La historia universal no es la de Bambi. La de la ciencia, tampoco. Buscar un elenco de biografías ejemplares o significativas o relevantes no implica levantar procesos inquisitoriales con carácter retroactivo y anacrónico. No se trata de formar una colección de estampitas de santos postcoloniales para purgar los males del planeta. No se puede rendir homenaje al Dr. Mengele, obviamente, pero entre eso y extender certificados de pureza democrática y valores multiculturales, media un abismo. Todas las culturas y todos los gobiernos tienen derecho a reescribir el pasado y a elegir lugares de memoria, a levantar monumentos, a resignificarlos y también a cambiar los nombres de los premios. Los gobiernos de España hasta llevan haciendo migrar la ciencia por cinco o siete ministerios, agencias estatales y secretarías de estado cada cuatro años. Sin embargo, al palacio de la ciencia y al de su memoria no les vendría mal un poco de estabilidad, de consenso y de sentido común. Puestos a pedir, en lugar de emplear el tiempo y la energía en tanto debate de cara a la galería, esos debates más escolásticos que toda la Rhetorica christiana de Valadés precisamente, esa literatura burocrática sobre la excelencia, los reglamentos y las comisiones infinitas, la ciencia en España necesita más financiación y recuperar el talento que tenemos desperdigado por todo el mundo.