Golpe moderno - Ramon Marcos Allo

Cataluña lleva semanas de violencia. Las instituciones catalanas, en lugar de condenarla, la apoyan, y ya ni siquiera de forma disimulada. El presidente Torra no ha deslegitimado la intimidación sufrida por cientos de miles de catalanes, y por el contrario, ha llegado a participar en algunas de esas acciones y ha tratado de responsabilizar de la violencia a la propia policía que depende de su gobierno.

Llueve sobre mojado. En Cataluña se corre el riesgo de sufrir una crisis que, como ha sucedido en otros países, termine en una ruptura total de la sociedad y en graves enfrentamientos.

La historia demuestra que crisis pavorosas han ocurrido en sociedades tan o más desarrolladas que la catalana

Haríamos mal en creer que estamos vacunados frente ello. La historia demuestra que crisis pavorosas han ocurrido en sociedades tan o más desarrolladas que la catalana. Los ingredientes con que suele cocinarse la tragedia están ahí: un grupo en el poder deja de respetar la ley y las instituciones que les molestan para lograr sus objetivos; miles de personas son persuadidas de que acciones prohibidas son aceptables e incluso alabables, y los individuos que las llevan a cabo sean premiados, mientras se deshumaniza y ataca a quienes se les oponen.

Quienes dirigen Cataluña llevan años incumpliendo las leyes y degradando el funcionamiento de sus instituciones. Hace dos se alcanzó el punto crítico con el intento de secesión unilateral del resto de España. Aunque la intervención de los poderes del Estado logró detenerla, la degradación ha continuado. Los dirigentes catalanes perseveran en poner las instituciones al servicio de la ruptura, sin importarles si para ello tienen que limitar los derechos de la oposición y excluir a la mitad de sus ciudadanos, a los que tratan como extranjeros.

Estas autoridades no han tenido reparo en orquestar campañas masivas de propaganda. Cientos de miles de personas han sido persuadidas de que está justificado incumplir la ley e imponer su voluntad unilateralmente. Para lograrlo difunden mensajes de odio a España y a los “españoles”. Los gritos de “puta España», el enemigo exterior, y las invitaciones a los catalanes no secesionistas, el enemigo interior, a que se “vayan a su país”, son algunos ejemplos.

TV3 y otros medios de comunicación públicos o subvencionados por la Generalitat participan de manera activa en la estigmatización de los ciudadanos y las fuerzas políticas no secesionistas. Han auspiciado insultos graves a sus líderes políticos y han permitido que se llame “perros” a los policías autonómicos que han hecho frente a la violencia. La otra pinza de la tenaza son las dificultades cada vez mayores con que se encuentran los periodistas de los demás medios — insultados, amenazados, coaccionados para no informar con libertad— para ejercer su función. Y ante ello el gobierno catalán calla.

Este caldo pútrido ha sido cuidadosamente cocinado. El objetivo es legitimar la acción violenta para “liberarse” de España y los “odiados” españoles

Este caldo pútrido ha sido cuidadosamente cocinado. El objetivo es legitimar la acción violenta para “liberarse” de España y los “odiados” españoles. Han provisto que los alumnos, aun siendo menores, falten a clase para asistir a las manifestaciones. En la universidad los rectores han llegado a cambiar el sistema de evaluación para que las clases perdidas no afecten a los expedientes de los manifestantes que atienden la llamada a la rebeldía emitida desde las propias instituciones. El Gobierno de la Generalitat normaliza estas acciones y su presidente excita a participar en ellas. Al tiempo que, en una actitud esquizofrénica, ataca a la policía que depende de él por cumplir con su deber, amenazándola con investigaciones y sanciones.

Es una vuelta de tuerca más. Las autoridades secesionistas aspiran a equiparar la violencia de las masas enfurecidas con el ejercicio del deber policial para garantizar la libertad y la vida. De esta forma tratan de enmascarar que esa violencia se ha orquestado desde instrumentos como “tsumani democratic” y los CDR –varios de cuyos componentes están investigados por terrorismo— que, según investigaciones judiciales, podrían estar no sólo apoyados, sino conducidos por dirigentes secesionistas, incluido el propio presidente Torra y el fugado Puigdemont. En este marco cabe entender las palabras de Elisenda Paluzie, dirigente de la ANC, quien cree útil la violencia porque «hace visible el conflicto» catalán en la prensa internacional, aunque cínicamente eche la culpa de ella al Estado: no se trata de un exabrupto poco meditado de esta activista, sino de una hoja de ruta que incorpora la violencia como estrategia.

Este salto cualitativo en el ejercicio y justificación de la violencia se acompaña de una tergiversación de conceptos esenciales

Este salto cualitativo en el ejercicio y justificación de la violencia se acompaña de una tergiversación de conceptos esenciales. Llaman “democracia” a votar saltándose las reglas, cerrar el Parlamento o simplemente a la imposición de su voluntad unilateral más allá de la ley; libertad de “manifestación” a impedir que los demás puedan moverse libremente o manifestarse; libertad de “expresión” a atacar e infamar a quienes se oponen a ellos; o “violentos” a quienes en el ejercicio de su obligación frenan la coacción de la violencia.

tienen igualmente claro que entre los estaditos que pudieran surgir de una España desarticulada el catalán podría tener una posición asimétricamente preeminente

Su presente estrategia incluye otra derivada alarmante: el separatismo catalán busca que el odio se extienda por otras regiones de España. Recientemente han pactado un documento con otras fuerzas políticas nacionalistas de fuera de Cataluña en el que atacan el orden constitucional y la unidad del país. También buscan exacerbar la respuesta en el resto de España ante sus ataques, para generar caos y desesperación. Los separatistas tienen claro que en ese clima de descomposición sería más fácil la secesión, y quienes los acompañan desde el nacionalismo o catalanismo moderado tienen igualmente claro que entre los estaditos que pudieran surgir de una España desarticulada el catalán podría tener una posición asimétricamente preeminente.

Jacques Sémelin, en su libro Purifier et Détruire (2005), indica cuales son “las señales de alerta precoz que permitirían advertir cuando una situación, en un determinado país, evoluciona peligrosamente” y se transforma en una crisis que rompe la sociedad y ampara crímenes. Entre esas alertas, las más importantes son: “la multiplicación de discursos incendiarios de los intelectuales, el desarrollo de los medios de comunicación del odio, la marginación creciente de un grupo dado, la denuncia pública de un doble enemigo interior y exterior”, entre otros.

Esas alarmas ya han saltado y trágicamente están evolucionando hacia otras más inquietantes. El grupo dirigente secesionista, ahíto de tribalismo, está dispuesto sin límite alguno a usar discursos incendiarios y movilizar a las masas para imponer con violencia la exclusión social y la secesión. Su éxito difícilmente será posible si no es acallando o expulsando a la población de Cataluña que no les apoya. Ello implicaría movimientos de personas masivos fuera de Cataluña o la imposición de un régimen de vocación totalitaria que haría extranjeros en su tierra a más de la mitad de la población. En definitiva, su éxito cristalizaría en la pesadilla sufrida en otros lugares dolorosamente afectados por el virus del nacionalismo excluyente.

Para evitar la cada vez más alta probabilidad de que se consume este horror, hay que atender a este diagnóstico, sin autoengaños. La gente en Cataluña y el resto de España debe ser consciente de los riesgos que corre. Únicamente así se podrán adoptar proactivamente las medidas políticas, sociales y culturales que desmonten las de odio. Los Poderes del Estado tienen que aplicar la Ley y hacerla respetar. Pero, además, deberán esforzarse en desmontar las falacias construidas por el secesionismo, pues en ellas radica el origen del mal. Así mismo, será necesario advertir a la comunidad internacional de la verdadera naturaleza del problema, para obtener su ayuda y evitar que los secesionistas la utilicen fraudulentamente.

La preservación del Estado democrático y su unidad es esencial. Lo es, especialmente, para defender la convivencia y proteger de esas aberraciones a los ciudadanos, a todos, incluidos aquellos que en Cataluña subsumidos en la propaganda no son conscientes de las graves consecuencias de sus actos para con ellos y los demás.

Cuando la ley no ha cedido al chantaje, el hipócrita pacifismo del nacionalismo catalán ha empezado a mostrar su verdadero rostro

Por los medios empleados para llevarlo a cabo, y por su naturaleza, hasta la fecha, comparativamente incruenta, la agresión a la democracia española por parte del separatismo catalán ha recibido el nombre de “golpe posmoderno”. Pero ante nuestros ojos toda la violencia simbólica que se ha vivido en Cataluña durante años se está transformando en violencia física, muy palpable. Las sonrisas eran de hiena. El “golpe posmoderno” está dando paso a un “golpe moderno”. Cuando la ley no ha cedido al chantaje, el hipócrita pacifismo del nacionalismo catalán ha empezado a mostrar su verdadero rostro. Los actos de vandalismo salvaje auspiciados por parte de las autoridades tribales que ocupan la Generalidad son algunas de sus facciones.

Hacer frente a situaciones similares no depende solo de la intervención internacional. Contamos con un Estado que puede detener esta degeneración, si quiere. Estamos seguros que querrá.