En el altar de la patria - José Anido

Nadie que me conozca ignora que hace unos años milité en un partido político. Una rápida búsqueda en internet puede ilustrar sobre las siglas a las que estuve ligado durante algo más de dos años.

Como religioso y sacerdote mi labor tiene que estar abierta a todos los fieles, sea cual sea su posición política

Pues bien, cuando en el año 2010, tras meditarlo, di el paso de entrar en la orden religiosa a la que pertenezco, me acerqué a la sede del partido para entregar el carnet y explicar los motivos de mi baja. Ante las preguntas de por qué no podía seguir perteneciendo al partido, que por ellos no había ningún problema, mi respuesta fue –y es- muy clara. Como ciudadano yo tengo una serie de ideas políticas, negarlo es absurdo. Unas ideas que pueden ser compartidas por un grupo más o menos amplio de gente e, incluso, pueden coincidir con las de un partido político. Sin embargo, como religioso y sacerdote mi labor tiene que estar abierta a todos los fieles, sea cual sea su posición política. Como es natural, puedo y debo defender los principios que sostiene la Iglesia, pero no puedo identificarme o ser identificado de modo explícito con una opción política concreta.

Esto, que debiera ser lo normal, por desgracia no lo ha sido en muchos momentos de la historia y del presente. En España todos recordamos a determinados jerarcas brazo en alto

Esto, que debiera ser lo normal, por desgracia no lo ha sido en muchos momentos de la historia y del presente. En España todos recordamos a determinados jerarcas brazo en alto. Aún no se habían desvanecido esas imágenes en las retinas, cuando contemplamos cómo en muchas iglesias del País Vasco la cruz era sustituida por el hacha y la serpiente, en Galicia algún sacerdote pedía desde el púlpito el voto para el Bloque Nacionalista Galego y realizaba lecturas en misa «da sabedoría do pobo galego» (sic), y en Cataluña la estrella de la estelada reemplazaba la de Belén en los campanarios a lo ancho y largo de toda la región. Este fenómeno no es nuevo en la historia de la Iglesia, es un renacer del galicanismo.

Lo que subyace a todas estas posturas es la visión de religiosos y sacerdotes como un instrumento para el control social y la difusión de la ideología normativa de la comunidad política de referencia

Esta corriente, que tuvo su máxima expresión en Francia (de ahí el nombre), identificaba los intereses de la iglesia en un reino determinado con el propio reino. Anteponía así los intereses del monarca de turno a la visión universalista que debe primar en una Iglesia que se denomina católica, es decir, universal. Ya en el s. XVI, la reforma en Inglaterra había tomado la forma de un cisma en la que la autoridad del rey primaba sobre toda la organización eclesiástica (haciendo, por cierto, una interpretación torticera de uno de los preceptos de la Carta Magna sobre la libertad de la Iglesia). Con signo político contrario, durante la revolución francesa también se intentó someter todo el clero a la autoridad política como meros funcionarios del estado. Se trataba de convertir la Iglesia en una confederación más o menos laxa de episcopados nacionales identificados cada uno con su patria. Lo que subyace a todas estas posturas es la visión de religiosos y sacerdotes como un instrumento para el control social y la difusión de la ideología normativa de la comunidad política de referencia. Esto es letal para la misión real que como miembros de la Iglesia debemos desempeñar. No por casualidad las regiones de España más descristianizadas son aquellas en las que el nacionalismo ha tenido una mayor implantación: resultado natural, si desde los púlpitos en vez de predicar a Dios, se predica la patria. Esto, en la historia religiosa y en los catecismos, tiene un nombre claro, idolatría. Han abandonado el altar de Cristo para dedicarse al altar de la patria. Han olvidado que los cristianos aunque somos ciudadanos, tenemos otra patria.

El sacerdote pasa a ser el chamán de la tribu, archipámpano necesario para los ritos del clan, para consagrar los sacrificios por la nación

Hoy veo con gran tristeza y preocupación cómo muchos siguen en lo mismo. Se quieren crear fronteras, se quiere uniformizar mentes y lenguas, se quiere purgar al diferente, se promueve la insolidaridad, todo esto envuelto en una bandera, y todavía hay sacerdotes y religiosos que suscriben manifiestos en defensa de esa ruptura. ¿Dónde queda la defensa, a veces incomprendida, de la apertura de fronteras a todos? ¿Dónde la de una solidaridad y fraternidad entre todos los bautizados sin hacer acepción de lengua, pueblo o nación? ¿Dónde el posicionarse no con los poderosos, sean locales, regionales o nacionales, sino con los pobres y con quiénes más necesitan nuestra ayuda? ¿Dónde el tener el Reino de Dios como nuestra verdadera patria a la que tratamos de hacer presente ya aquí mientras peregrinamos hacia su realización futura? Todo esto queda en un segundo plano, el sacerdote pasa así a ser el chamán de la tribu, archipámpano necesario para los ritos del clan, para consagrar los sacrificios por la nación.

Ese manifiesto de más de 300 sacerdotes y religiosos en Cataluña es un nuevo pecado contra Dios y contra los hombres

Ante este peligro debemos alzar la voz. No hace mucho, el papa Juan Pablo II pedía perdón por aquellas ocasiones en la historia de la Iglesia en las que esos intereses mundanos habían primado sobre la predicación de Dios. Llegará un día en el que también debamos pedir perdón por el papel en la ruptura de Yugoslavia y la guerra de los Balcanes, por la connivencia con los asesinos de ETA en el País Vasco, en definitiva, por la responsabilidad en expandir el odio y el enfrentamiento entre ciudadanos, nosotros que debiéramos ser instrumentos de paz y reconciliación. Lo diré sin paños calientes, ese manifiesto de más de 300 sacerdotes y religiosos en Cataluña es un nuevo pecado contra Dios y contra los hombres. Contra Dios, porque han antepuesto sus banderas e insignias, su ideología, a la misión para la que han sido llamados, han sido ordenados sacerdotes de la iglesia universal, no de su terruño. Contra los hombres, porque en vez de salir a las calles a intentar poner cordura y paz, a intentar que entren en razón los desquiciados, a ser intrumentos de reconciliación, se han dedicado a echar más leña a la hoguera, a alimentar el odio y el enfrentamiento.

En estos días en los que nos volvemos a asomar al abismo, recordemos la célebres palabras de la Carta a Diogneto del s. II:

«[los cristianos] habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña».

Solo cuando la Iglesia tiene grabadas a fuego estas palabras en su acontecer puede ser fiel a su misión. El resto es odio y ruina, y habrán de pedirnos responsabilidades.