Cumbres y nacionalismo - Juanan Nuevo

Se desató la indignación entre una comunidad pequeña y propensa a las pequeñas tormentas. En la mañana del 1 de octubre, aniversario de la votación ilegal en Cataluña, una persona que acaba de descender de la cumbre del Aneto, el punto más alto de los Pirineos y el tercero de España, publica una foto de la cumbre en un grupo de Amigos de los Pirineos. En ella, la cruz que corona la cumbre pirenaica -y aragonesa- por excelencia, aparece pintada de amarillo; detrás, se ve el pedestal de la talla de la Virgen del Pilar -colocada en 1956 por montañeros aragoneses en respuesta a la cruz, obra del CEC (Club Excursionista Catalán) en 1951- pintada a su vez con trazos en forma de lazo amarillo. En su perfil de una red social, un alpinista publica una foto ese mismo día con fondo de la cruz ya pintada y una mujer en primer plano, a la que etiqueta, en un juego de palabras que intenta no dejar dudas de ningún tipo, como la “CUP-pable”.

Si hay un escenario que los sentimiento irracionales aprovechan por el recogimiento y sentimiento de presencia ante lo inefable que provoca, es el de la montaña

Lo que viene después, desborda el mundo de la montaña y entra directamente en el de los agravios nacionalistas y se convierte en un capítulo más de una guerra violenta en el campo simbólico. El nacionalismo catalán ha cruzado una línea que no debería haber tocado. Sin embargo, si hay un escenario que los sentimiento irracionales aprovechan por el recogimiento y sentimiento de presencia ante lo inefable que provoca, es el de la montaña. Para cualquiera que haya estado en alguna pared rocosa de cierta magnitud, la comparación entre éstas y las catedrales cristianas y templos de cualquier culto o espiritualidad es evidente. Uno no puede por menos que imaginar a Moisés y Aaron descendiendo de la cumbre del Sinaí con las tablas de la ley escritas en piedra tras hablar con Dios, y a la propia montaña como prueba de ese dios. El nacionalismo, que no deja de ser un tipo de culto tan irracional como cualquiera, encuentra en las cumbres su inspiración y su desahogo.

Nacionalismo y grandes cumbres

En 1953, la expedición británica que intentaría alcanzar la cumbre del Everest tuvo que echar el resto: si las anteriores expediciones habían hecho gala de un estilo más bien informal, en esta ocasión, bajo la dirección del Coronel de la fuerza expedicionaria británica John Hunt, reclutó 350 porteadores, 20 sherpas y nada menos que diez escaladores de élite, entre ellos Edmund Hillary, y como jefe de los sherpas el veterano Tenzing Norgay. La razón de que los británicos subieran las apuestas era que la cima empezaba a tener pretendientes tan poderosos como el suizo Raymond Lambert, quien se quedó a pocos metros de la cima en 1952. La montaña pertenecía al imperio británico y era importante que la primera bandera ondeando sobre la cima del mundo fuera la del imperio Commonwealth.

Por supuesto, antes de terminar la expedición, la prensa india y nepalesa se empeñaron en que el orden de llegada a la cima había sido cambiado por el imperialismo: Tenzing, nepalí, tenía que haber sido el primero en hollarla, lo que también deseaban y afirmaron todos los anti-imperialistas de occidente. El misterio se mantuvo hasta que el mismo Tenzing se decidió a revelar lo que ocurrió -había sido Hillary quien pisó la cima el primero, algo intrascendente para ambos ascensionistas-, acabando con uno de los episodios de nacionalismo más bochornosos de la historia del montañismo. El Annapurna era francés, el K2 se convertiría en italiano, el Kangchenjunga británico… a estas alturas, pretender que lo único que se jugaba era la honra deportiva en las cumbres asiáticas, era querer engañar o engañarse.

Cuando en 1988 el alpinista Reinhold Messner rechazó la medalla olímpica honoraria que se le otorgó junto al polaco Jerzy Kukuczka[1], declaraba en entrevistas que, entre otros motivos, se sentía crítico con el movimiento olímpico por su exaltación de los nacionalismos. En lugar de ayudar a un mundo más unido, se habían convertido en una herramienta más de propaganda que había que alejar, en la medida de lo posible, del mundo de la montaña. Recordaba que él no había completado su proyecto de los 14 ochomiles -una invención suya, al fin y al cabo- por Italia o Tirol del Sur: su motivación era personal. Que nada era tan sencillo lo iba a demostrar la imagen que el alpinista arrastra desde entonces y la saña con la que se le atacó.

No era la primera vez que al alpinista italiano le tocaba enfrentarse a la exaltación nacionalista: en una escena recreada en la película Nanga Parbat, cuando en 1970 el mítico Dr. Herrligkoffer tiene que conseguir fondos del gobierno alemán para intentar la pared del Rupal en esa montaña, recurre a Messner para convencer al canciller. En la cena, una comensal pide un brindis por “la montaña del destino alemán” y dice “¡qué gusto cuando en 1953 la bandera alemana ondeó por fin en su cima”; “era un banderín tirolés” recuerda Messner “Bühl era austríaco. Hay muchos más sherpas, gunzas y urkas que van al Nanga que todos los austríacos, alemanes y tiroleses”, en un discurso probablemente dramatizado, pero no demasiado, habida cuenta del personaje.

Lo cierto es que ya en ese momento se había desplazado la competición nacional de las montañas europeas a las asiáticas y sudamericanas. No es de extrañar: una vez terminada la guerra europea, la continuación, incluso y sobre todo simbólica debía ser exportada fuera de Europa. El colonialismo moría y el campo de batalla se ampliaba: los grandes polos y los lugares inaccesibles, en los que imaginamos la morada de los dioses, debían pertenecer a la potencia elegida. Harrer y Heckmair podían haber dedicado su ascenso de la pared norte del Eiger al Führer o Rabadá y Navarro, en España, algunas de sus primeras a Franco y eso nos parece detestable, pero la afirmación nacional en las grandes montañas no iba a cambiar mucho.

El huevo de la serpiente

El Aneto no es la montaña más alta de España, sino la tercera. Sin embargo, la importancia simbólica para un nacionalismo que necesita espacio para vivir es enorme. Hubo un momento en 1285, en que la montaña más alta del mundo era el Canigó -en la actualidad en el Rosellón-, y allí subió Pedro III de Aragón (y Cataluña) en el contexto de la resistencia contra el invasor cruzado francés. Trajo noticias de dragones y afirmó su poder: sólo él coronó la cima, que les fue negada a los caballeros que le acompañaban. El 23 de agosto de 1999, Jordi Pujol, un hombre que identifica a Cataluña con su proyecto personal y su cortijo, subió a la cima del Aneto, después de que un helicóptero le depositara en un collado cercano a la cumbre, y desde allí disolvió el Parlament y convocó las últimas elecciones a las que concurriría como candidato. A sus 69 años, el patriarca del procés demostraba que estaba en forma y que esa parte del mundo era suya y de Cataluña por extensión.

Hasta ese momento no lo sabía, pero no hay horror que no se pueda celebrar desde el deporte y desde una cumbre, ni hay personas que no puedan entrar en la pendiente del horror; los símbolos importan

No está muy lejos de esto: en 1988 me encontré en el refugio de Gouter, lugar de paso necesario para ascender por la ruta normal del Mont Blanc por la vertiente francesa, sin sitio en las literas y sin haber subido un saco de dormir en previsión. Tres tipos vascos muy simpáticos a los que conocí durante la cena me ayudaron a conseguir algunas mantas y un aislante para dormir en el comedor. Durante el desayuno me contaron sobre las montañas vascas, y las montañas españolas; tenían un cierto orgullo nacionalista kitsch que sonaba gracioso. Llegamos a la cumbre a las siete de la mañana y yo era el único que había subido una cámara. Como había prometido, me dispuse a sacarles una foto de cumbre, envueltos en la bandera que habían subido. Aquellos chicos simpáticos, partidarios de la independencia, a los que había acompañado durante la ascensión, llamándome “el madriles” y bromeando se envolvieron en una ikurriña que servía de fondo a un hacha con una serpiente, en un verano de 1988 particularmente sangriento. Disparé la foto, bajé y nunca me puse en contacto para enviársela. Hasta ese momento no lo sabía, pero no hay horror que no se pueda celebrar desde el deporte y desde una cumbre, ni hay personas que no puedan entrar en la pendiente del horror; los símbolos importan.

[1] Kukuzca sí aceptó esa medalla. La historia del alpinismo polaco y su fuerte subvención estatal es un tema que da de por sí para un estudio entero. Messner, quien declaraba que el dinero público debía revertir sobre los contribuyentes y fue un acérrimo defensor del mercado libre para conseguir financiación, nunca estuvo de acuerdo.