Cataluna liquida - Carlos Silva

La crónica de sucesos de las últimas semanas de enero nos trajo dos noticias destacadas dentro del mundo de la delincuencia organizada. Goyito, el alunicero más famoso e impune de España, era detenido en Madrid por segunda vez en los últimos tres meses, añadiendo un nuevo galón a su abundante y vertiginosa carrera delictiva. Más al norte, desde los brumosos prados de la mortecina Waterloo, Carles Puigdemont, conocido prófugo de la Justicia española y líder in pectore de una afamada red organizada transnacional, rompía el tedio de las interminables veladas hibernales de los suburbios de Bruselas iniciando una nueva partida de póker con la Justicia española. Lo hacía esta vez con el as en la manga de un recurso de amparo presentado ante el Tribunal Constitucional contra la decisión de la Mesa del Parlament de retirarle la delegación del voto.

El nuevo engaño del tahúr valón dejó perplejos a sus socios de ERC, enterados por la prensa de que su acompañante prioritario acusaba a la Mesa, de mayoría independentista y presidida por ellos mismos, de actuar de manera “arbitraria, sin base jurídica y sin motivación válida alguna” lesionando sus derechos políticos. Con esto, Puigdemont incumplía el pacto alcanzado con sus socios y ponía una nueva carga explosiva en los dañados cimientos del bloque independentista. Pero, ¿qué más da? Estamos hablando del hombre que echó a los lobos a Oriol Junqueras y demás compañeros del golpe del 1 de octubre, huyendo escondido en el maletero de un coche.

El equipo legal de Puigdemont ha alegado ante sus despechados socios y la desconcertada opinión pública que se trata, simplemente, de una argucia jurídica, una decisión técnica. Con este recurso, el expresident huido estaría agotando todas las vías judiciales en España como paso previo a llevar su causa a otras instancias internacionales. No deja de ser sorprendente que, a pesar de todo lo ocurrido hasta ahora, de todos los acontecimientos formidables de los que hemos sido testigos, nos siga escandalizando la nueva dosis de cinismo del líder del Govern en la sombra.

Puigdemont, el mismo que el pasado mes de septiembre consideraba al Tribunal Constitucional un tribunal “deslegitimado, desprestigiado y politizado hasta niveles impropios” y “conchabado con el Gobierno”, ponía en las manos de ese mismo Tribunal la defensa de sus derechos políticos. Nuestra capacidad de asombro permanece, contra todo pronóstico, activa, lo cual no deja de ser una buena noticia. No obstante, más allá de la repulsión moral y la denuncia, la penúltima jugada del Mesías de Waterloo nos sirve también para reflexionar sobre la naturaleza del fenómeno al que nos enfrentamos y de los retos que debe afrontar el modelo de Estado fraguado en los últimos doscientos años si quiere sobrevivir a la nueva era de populismos antisistema de diverso pelaje.

El régimen nacionalista instaurado por Jordi Pujol y que, con distintas tonalidades convergentes y tripartitas, ha dominado y moldeado Cataluña durante cuatro décadas, ha hecho de esta comunidad autónoma una sociedad esencialmente corrupta. Hablamos de corrupción y, como un acto reflejo, se proyecta en nuestra imaginación la interminable lista de delitos políticos y económicos que han hecho de Cataluña el ejemplo de modernidad y prosperidad que todos conocemos: Prenafeta, Estevill, el caso Turismo, Adigsa, Pallerols, Millet, Montull y el caso Palau de la Música, la financiación ilegal de CiU, Pretoria, la operación Mercurio, la Agencia Catalana del Agua… Tantos y tantos casos de connivencia, prevaricación, fraude y blanqueo, de apropiación de fondos públicos. La médula espinal del prusés.

el concepto de modernidad líquida acuñado por Zygmunt Bauman nos puede ser de utilidad para aproximarnos con una nueva perspectiva e intentar comprender el código ético del nacionalismo

La reciente treta judicial de Puigdemont ante el Constitucional nos ayuda a poner el foco sobre una tercera forma de corrupción, junto a la económica y la política, esencial para comprender los principios del sistema nacionalista y su proceder, e imprescindible para definir la vía de actuación del Estado que sólo puede ser efectiva si tiene en consideración la naturaleza del enemigo al que se enfrenta. Me refiero a un tipo de corrupción moral que va más allá del tradicional uso torticero y a conveniencia de los recursos y posibilidades legales al alcance de cualquier ciudadano sin escrúpulos. La simple utilización de la Justicia nos retrotrae a una sociedad cerrada, con un marco establecido y compartido de valores y de lo que se considera ético y moral. No obstante, a la luz de las estrategias y actuaciones del nacionalismo, el concepto de modernidad líquida acuñado por Zygmunt Bauman nos puede ser de utilidad para aproximarnos con una nueva perspectiva e intentar comprender el código ético del nacionalismo, y por extensión de los movimientos populistas del presente: la ruptura con las instituciones y estructuras fijadas, el abandono de patrones de comportamiento, el individualismo narcisista, cambiante y con fecha de caducidad; una narrativa temporal inestable, basada en la sucesión de episodios breves y transitorios con el cambio y la autogratificación inmediata como brújulas morales.

Este ethos líquido asumido por las propias instituciones en manos del nacionalpopulismo catalán es una bomba de relojería que resulta en un modus operandi que combina no sólo diferentes comportamientos respecto a la ley, sino diferentes códigos éticos y de conducta según conveniencia, de manera desinhibida y sin conciencia de su propia inmoralidad en términos tradicionales. El nacionalismo catalán, a través de sucesivos Gobiernos legítimos, actúa de manera simultánea como máxima expresión del sistema y como movimiento anti-sistema, legales e ilegales, a la vez dentro y fuera, con y en contra, corrompen las leyes y hacen llamamientos a su cumplimiento, gobiernan y se dan a la fuga.

Nuestro primer, a veces único, impulso es el de agrupar todas estas actuaciones bajo el paraguas del cinismo y la conveniencia. Nos llevamos las manos a la cabeza, incrédulos, ante las sucesivas informaciones, pero visto desde Cataluña, uno tiene a veces la sensación de que el nacionalismo independentista, sus promotores y seguidores no tienen la mínima consciencia de actuar en contra de los más elementales y básicos estándares de decencia ética. Podríamos pensar que, en realidad, lo que hacen es autojustificar cualquier comportamiento en relación a su naturaleza sectaria y a la promesa de la llegada, al final del camino, a su tierra prometida, el viejo “el fin justifica los medios”. Sin embargo, cuesta creer que una persona con una mínima estructura moral pueda concurrir de manera desinhibida en actuaciones tan groseramente contradictorias entre sí y contrarias a las normas básicas de cualquier democracia y de decencia individual.

La ausencia de escrúpulos morales a la hora de utilizar las legítimas herramientas de gobierno para la consecución de sus fines ilegítimos siempre ha estado presente

La ausencia de escrúpulos morales a la hora de utilizar las legítimas herramientas de gobierno para la consecución de sus fines ilegítimos siempre ha estado presente y ha sido un elemento constituyente esencial de la acción política y de gobierno del nacionalismo. Ilustrativo es el procedimiento habitual para la creación de los incontables organismos e instituciones de la Generalitat que habitan el paisaje catalán. Al margen de la tendencia a la hipertrofia compartida por todas las Comunidades Autónomas y la propensión a crear lo que en Cataluña se denominarían “estructuras de Estado”, los organismos e instituciones de la Generalitat suelen ser creaciones ad hoc en respuesta a necesidades políticas y estratégicas ocultas tras nombres que no solo esconden su finalidad sino que suelen contradecir el propósito con el que estos organismos, supuestamente, han sido creados. Por ejemplo, el Síndic de Greuges.

El Síndic de Greuges o Defensor del Pueblo catalán es una institución estatutaria cuya finalidad fundamental debiera ser la defensa y protección de las personas que consideran que sus derechos han quedado desamparados por la actuación de la Administración. Sin embargo, una figura como la de Rafael Ribó, Síndic casi vitalicio, que debería ser incómoda para la Administración al ser su función la de tirarle de las orejas cada vez que desatiende los derechos de la ciudadanía, es miembro destacado del establishment de la clase política catalana y una figura comodísima para los sucesivos gobiernos. Firme defensor de causas humanitarias de cajón y carácter generalista a las que todos nos podríamos adherir, pero displicente con los derechos reales de todos los ciudadanos catalanes hoy y aquí, su discurso aliña sin estridencias la política del Govern, sirviéndole de coartada en los temas centrales de la agenda política del nacionalismo. Así, en treinta y cinco años de Sindicatura y quince de Ribó como Síndico (once de los cuales con Jordi Sánchez, siempre al abrigo directo o indirecto del erario público, como Síndico adjunto) no se conoce posicionamiento de esta institución en defensa de los derechos lingüísticos de los castellanohablantes o cuestionando, por poco que sea, la política lingüística de la Generalitat. Al contrario, Ribó siempre ha acudido diligente a la llamada de su empleador, justificando no sólo la política lingüística de la Generalitat, sino defendiendo al Govern y criticando en sede parlamentaria la aplicación del artículo 155, la intervención financiera o la actuación de las fuerzas de seguridad en el referéndum ilegal del 1 de octubre, críticas de dudoso encaje en las funciones que le son atribuidas.

Recurrentemente, la Generalitat sigue un procedimiento en tres fases para la creación de organismos/chiringuito instrumentales al servicio de su agenda y estrategias. Primero, establece un objetivo en base a sus intereses políticos y crea un discurso previo en torno a esa cuestión. Segundo, plantea la necesidad de creación de un organismo con una finalidad conectada circunstancialmente con el objetivo político preestablecido, pero de carácter más amplio y, en principio, irreprochable. Tercero, el organismo recién instituido cumple la misión en la sombra para la que fue creado, reforzando el discurso previo del Govern y la legitimidad de su actuación consecuente. Dos casos claros de este procedimiento bastardo son el Consejo del Audiovisual de Cataluña (CAC) y la recientemente creada Oficina para la Defensa de los Derechos Civiles y Políticos.

Activo como órgano consultivo desde 1996, el CAC vio sustancialmente reforzadas sus funciones y capacidad normativa y disparado su presupuesto durante los gobiernos tripartitos entre el 2003-2010, siendo el único órgano de este tipo en España con competencia para otorgar licencias de emisión. La atribución de esta competencia tenía una finalidad evidente, el Govern quería eliminar del mapa de la comunicación a aquellos medios críticos con la doctrina nacionalista. Previamente al ejercicio de esta competencia por parte del CAC, desde las instituciones se preparó el terreno con una campaña de descrédito hacia los medios y grupos de comunicación díscolos que hizo anidar en la conciencia de la sociedad que eran medios enemigos de Cataluña. Eran los tiempos en los que el entonces Conseller de Gobernación, Joan Puigcercós, apelaba públicamente al establecimiento de un “cordón sanitario” en torno a la COPE, El Mundo y ABC. Una vez creado el estado de opinión necesario, el CAC, popularmente conocido como Comité Anti Cope, acudió sumiso y obediente al cumplimiento de su destino retirando a esta cadena de radio las licencias de emisión de FM y discriminando en las adjudicaciones a Unidad Editorial y Vocento. Desde entonces, la función del CAC ha sido la de apuntalar el discurso nacionalista en los medios públicos catalanes, justificando cualquier actuación de la injustificable TV3, arremetiendo contra televisiones de otras Comunidades cuando emitían programas críticos con el discurso oficial nacionalista y haciendo oídos sordos a todas las denuncias de sectarismo y manipulación contra este medio. Lo olvidaba, también velando por la especial protección del catalán y el aranés.

El caso más reciente y escandaloso de creación y utilización de órganos públicos como brazo ejecutor de la agenda política independentista es la flamante Oficina para la Defensa de los Derechos Civiles y Políticos

El caso más reciente y escandaloso de creación y utilización de órganos públicos como brazo ejecutor de la agenda política independentista es la flamante Oficina para la Defensa de los Derechos Civiles y Políticos. Durante el pasado verano, el Conseller de Interior de la Generalitat, Miquel Buch, y el propio President de la Generalitat, Joaquim Torra, comenzaron a extender en comparecencias y entrevistas el bulo de la existencia de una amenaza de la extrema derecha en las calles de Cataluña. Llamaban a la actuación de las fuerzas de seguridad y la reacción de la ciudadanía frente a los desalmados sin escrúpulos que limpiaban las calles de Cataluña de la plaga totalitaria de lazos amarillos. Simultáneamente a la propagación de este discurso del odio por parte de la propia Administración del Estado en Cataluña, el mismo Govern de Torra, un Govern en stand-by, volcado en la propaganda ideológica y renuente al trabajo legislativo y la acción de gobierno, encontró el tiempo entre desplazamiento y desplazamiento a Waterloo, para aprobar de manera discreta e inadvertida la creación de la Oficina para la Defensa de los Derechos Civiles y Políticos, escondida de manera culpable en el último artículo del Decreto de reestructuración del Departamento de la Vicepresidencia y de Economía y Hacienda, publicado en junio del 2018.

Recientemente, la nueva Oficina dio su primera señal de vida, ejecutando groseramente la función para la que fue diseñada y haciéndonos a muchos conscientes, por primera vez, de su existencia. Fue hace apenas unos días, cuando dicho ente presentó un informe en el que calificaba a los grupos de personas que retiran lazos amarillos como grupos de extrema derecha de organización paramilitar, protagonistas de agresiones y amenazas, que “representan una amenaza para el ejercicio futuro de derechos fundamentales” de los catalanes. El capítulo final de este esperpento lo puso, como no, TV3, que en su papel de altavoz de las consignas del régimen, entrevistó a Adam Majó, agraciado con la pedrea de la dirección de este nuevo chiringuito, quien explicó la situación de alerta que vivimos en Cataluña frente al aumento de ataques de ultraderecha, discurso que desgranó sobre el fondo de imágenes de grupos españolistas, retiradores de lazos amarillos, y fotos de Hitler, todo en un mismo pack. Por supuesto, el Govern tomará medidas inmediatamente, no ya contra Hitler, tarea imposible, sino contra todo aquel que se atreva a quitar un lazo. No se conoce, de momento, ninguna otra acción en defensa de los derechos civiles y políticos de los catalanes por parte de esta institución.

Es evidente que el Estado de Derecho, la democracia del siglo XXI, debe reevaluar su relación con la realidad. Hay parámetros de su funcionamiento, premisas que lo sustentan, que deben ser revisados si quiere seguir cumpliendo su función.

El Estado gobierna sobre lo posible y su función última, el sentido de su pacto con la ciudadanía, es garantizar nuestros derechos individuales y protegernos frente a quienes pretenden arrebatárnoslos. Tenemos cada vez más la impresión de que nuestra democracia carece de mecanismos y herramientas para protegerse y protegernos de los nuevos fenómenos políticos que nos acechan. Nos preguntamos, ¿para qué sirve el Estado si carece de los medios para evitar que grupos cuya finalidad es la aniquilación de nuestros derechos y la voladura del propio Estado utilicen sus estructuras para sus fines ilegítimos? A veces, tenemos la sensación de que unos delincuentes se han instalado en el salón de nuestra casa, han abierto la nevera, se han servido una copa y acomodado en el sofá. De repente, nos damos cuenta, aterrorizados, de que no tenemos sistema de alarma antirrobo y han cortado la línea telefónica y de que en su momento decidimos no hacer la inversión necesaria para construir una habitación del pánico.

Es sólo cuestión de tiempo. Si el Estado no define claramente unas líneas rojas, innegociables, de nuestro modelo de democracia y legisla para excluir a aquellos que utilizan sus principios y organización para su destrucción desde las propias instituciones, no nos podremos extrañar cuando muchos ciudadanos decidan contratar a unos matones que les prometan soluciones fáciles, rápidas y definitivas a cambio de la renuncia a algún que otro derecho de nada.