Hecha la ley, hecha la trampa, reza un sabio adagio. O como decía el incombustible Conde de Romanones, “usted haga la ley y déjeme a mí el reglamento”. En efecto, una ley intachable puede degenerar en su triste caricatura según las trampas legales en las que caiga. Los ejemplos abundan. Por ejemplo, el Gerrymandering o manipulación de los distritos electorales, típica del sistema mayoritario anglosajón: sirve para favorecer a ciertos candidatos en perjuicio de otro, o disminuir la representación de determinados colectivos sociales, o marginarlos por completo. La manipulación de la Ley Electoral para adulterar el principio de igualdad de representación -según la célebre norma “un hombre, un voto”-, es una de las trampas más usuales contra la igualdad política. En España, la trampa (una de ellas) consiste en garantizar a “las provincias” (un territorio) una representación mínima de dos escaños, de modo que un voto en las numerosas provincias poco pobladas vale mucho más que en las más pobladas (aunque finalmente esa desigualdad tampoco favorezca a las primeras).
La democracia es, en muchos aspectos, una guerra soterrada y eterna entre leyes democráticas y trampas legales para burlarlas
La democracia es, en muchos aspectos, una guerra soterrada y eterna entre leyes democráticas y trampas legales para burlarlas. Podemos llamarlas “trampas oligárquicas”, porque normalmente las conciben y cuelan grupos de poder que no están dispuestos a cederlo a la voluntad de la mayoría. Es importante entender que estas trampas son legales, pero ilegítimas: explotan las debilidades jurídicas para adulterar principios como el de igualdad del voto, y muchos otros. Naturalmente, estas trampas son el baluarte del viejísimo caciquismo, pero además se mezclan con auténticos delitos jurídicos, como la corrupción político-financiera, y con acciones todavía legales pero no menos indecentes ni peligrosas, como la manipulación sistemática de la opinión pública empleando las técnicas analizadas en estas páginas por Jaime Berenguer.
La multiplicación de leyes contradictorias como síntoma
Por lo general, la reacción democrática al mal funcionamiento del sistema legal es la multiplicación de más y más leyes que, al contradecirse, crean inseguridad jurídica y empeoran el embrollo. De eso sabemos mucho en España pues, como dijo Tácito, “corruptissima republica plurimae leges”: cuanto más corrupto es el Estado más leyes produce.
La democracia es particularmente vulnerable a la degeneración legislativa porque se basa en el principio de que la mayoría puede cambiar (y multiplicar) las leyes cuando sea necesario
Esto ocurre en todos los sistemas políticos de la historia, pero la democracia es particularmente vulnerable a la degeneración legislativa porque se basa en el principio de que la mayoría puede cambiar (y multiplicar) las leyes cuando sea necesario. Sin embargo, esas mayorías no pueden suprimir por completo las trampas mediante la multiplicación de las leyes sin caer en la paradoja de Tácito. A veces ni siquiera son conscientes de tales trampas, o prefieren obviarlas porque chocan con su representación idealizada del mundo. Alguien me decía hace poco en Twitter que para creer que el Ibex35 manipula la política española debía ver las actas de las reuniones donde los poderes económicos toman decisiones políticas. Este tipo de candor ayuda a que las trampas sean mucho más eficaces, pues la trampa perfecta es aquella que la víctima ni siquiera sospecha.
Vivimos una apoteosis de la multiplicación normativa y de las trampas que las dejan sin sentido. Véase, por ejemplo, el fiasco de la euroorden, de la que estábamos tan orgullosos, cuando en vez de aplicarse a simples delincuentes se ha solicitado para los golpistas catalanes encabezados por Puigdemont. De repente, un juez alemán que no pondría trabas a la extradición fulminante de un carterista, se considera investido árbitro providencial de la política de otro país y decide proteger a un golpista de manual.
Por supuesto, la democracia perfecta es un estado metafísico, incluso –o sobre todo- para una comunidad pequeña. Una sociedad compleja es necesariamente plural en todos los órdenes, y en su seno la gente tiene creencias diversas (no pocas veces contradictorias) y persigue intereses conflictivos. Lo plausible es que una democracia avanzada tampoco pueda librarse al ciento por ciento de trampas oligárquicas que benefician a grupos particulares en detrimento del proclamado interés común. Y aún son más usuales sistemas que, de democrático, sólo tienen la vitola que da vistosidad a una descarada oligarquía o gobierno de un grupo endogámico de interés. Pero hoy en día quedan pocas oligarquías o dictaduras impúdicas que desnuden su auténtica naturaleza, e incluso el Dalai Lama en el exilio ha renunciado a sus poderes autocráticos no solo porque no tenga un Estado donde ejercerlos, sino porque nadie admitiría hoy tales pretensiones. Por tanto, estamos hablando de una cuestión de grado y no de extremos antagónicos aislados. Dicho de otro modo, de cuántas trampas oligárquicas estamos dispuestos a soportar y de qué esfuerzos hacer para que las leyes democráticas ganen a las trampas oligárquicas.
Los cambios mundiales benefician, de momento, a los tramposos
Hoy en día esta lucha se ha complicado de manera extraordinaria por la aparición de nuevos agentes dispuestos a hacer trampa a las leyes democráticas, sin derogarlas de jure pero si de facto, y de nuevos instrumentos para lograrlo.
No todos son poderes político-financieros e ideológicos como las oligarquías tradicionales. Además de los financieros y empresarios con protección política del capitalismo de amiguetes (Ibex, para abreviar), han aparecido minorías con poder de veto a los que pocos osan desafiar debido a su enorme influencia pública, caso de las activistas de género, los pacifistas o los ecofundamentalistas. Basta con ver el enorme impacto mundial conseguido por el movimiento MeToo, nacido en Hollywood en un mundo completamente aparte del normal, pero convertido rápidamente, gracias a la industria del espectáculo, en “modelo universal” de las “auténticas” relaciones hombre-mujer.
En segundo lugar, y también en ascenso mundial, están las llamadas coaliciones negativas, convergencias políticas de grupos unidos por su oposición a un enemigo común. Por ejemplo, el muy exótico gobierno italiano de la Liga y las Cinco Estrellas (extrema derecha con populismo antisistema y otros ingredientes). O la conjunción parlamentaria que acaba de desalojar del poder al PP de Mariano Rajoy poniendo en su lugar al PSOE de Pedro Sánchez gracias a la coincidencia temporal de socialistas, nacionalistas y populistas de izquierda (y a un error garrafal del populista de derechas Albert Rivera).
Podemos se entiende mejor como una coalición negativa que incluye desde vetustos marxista-leninistas a animalistas, generistas (activistas de la ideología de género), ecofundamentalistas, nacionalistas, indignados varios y otras facciones sin ideología común
El propio Podemos se entiende mejor como una coalición negativa que incluye desde vetustos marxista-leninistas a animalistas, generistas (activistas de la ideología de género), ecofundamentalistas, nacionalistas, indignados varios y otras facciones sin ideología común, lo que explica por qué tras un escándalo inicial Pablo Iglesias y su consorte han superado sin dejar la coleta en la gatera la adquisición en condiciones privilegiadas de un chalet en la Sierra de Madrid. La gente no está en Podemos para exigir coherencia moral a sus líderes, sino para oponerse al sistema de “la casta” identificada como enemigo común.
Y en tercer lugar tenemos los fenómenos de manipulación mediática de masas que, si bien han existido siempre –desde los oráculos y el rumor intencionado antiguo hasta la intoxicación de la fake new digital-, han agigantado su poder político gracias a internet y a la guerra digital practicada sin disimulo por ciertos regímenes políticos y grupos de influencia viejos y nuevos. Las protestas de los viejos poderes mediáticos por la pérdida del control de la información influyente no hacen sino demostrar que de eso se trata: de un descontrol creciente sin jerarquía clara, típica por otra parte de la red.
Es inútil lamentarse por el cambio de condiciones y la sustitución del viejo paradigma, según el cual la política era la vía para llevar a la práctica determinados proyectos sociales –como extender la educación o asegurar pensiones a todos los jubilados- o defender un país de amenazas reales o imaginarias, al nuevo paradigma donde la misión de la política es imponer a la democracia mayoritaria los intereses de un grupo visible o invisible, o adaptarse a un estado de opinión muchas veces puramente fóbico, como el miedo a los inmigrantes, al acoso sexual, el odio a la derecha o el deseo de independencia de tu país imaginario.
Quizás estemos en una encrucijada entre el modelo clásico de democracia moderna, y la emergencia de modelos “autoritarios” (en realidad, semidictaduras con partidos limitados y elecciones políticas amañadas) y populistas (sometidas a dictaduras de hecho de climas de opinión pública dirigida y grupos de influencia organizados).
La cuestión es qué podemos y estamos dispuestos a hacer para que la democracia sobreviva a la multiplicación de las trampas oligárquicas, que se han extendido mucho más allá de los viejos adversarios y enemigos conocidos. Y no parece que los partidos políticos clásicos sean el mejor instrumento, y desde luego no el único (no digamos ya partidos de laboratorio diseñados en departamentos de comunicación por expertos en marketing), para proteger a la democracia en estos tiempos de zozobra. Parece que la hora de la sociedad civil mayoritaria ha llegado.