Tendemos a pensar que nuestra percepción de la realidad es la más común, que los razonamientos que empleamos para llegar a conclusiones sobre lo que nos rodea son muy lógicos, sobre todo cuando están basados en conocimientos muy básicos compartidos por muchos. Por eso nos sorprende a veces que algo que vemos con meridiana claridad otros no lo vean. Solo tras un estudio y entrenamiento adecuado, o con una capacidad de observación que algunos tienen de forma natural, comprendes o atisbas la diversidad mental, el desigual reparto de la capacidad analítica, del conocimiento y las muchas capas de sentimientos, intereses y motivaciones diversas que se interponen entre la realidad y el pensamiento y dan lugar a la variedad de las opiniones. Una de esos condicionantes es la apariencia de verdad que conlleva la opinión de aquellos a quienes hemos convertido en opinadores de referencia.

Tengo claro, y la observación del comportamiento político de la gente me reafirma cada día en ello, que el hábito de profundizar en las causas de los acontecimientos no está generalizado; de hecho, es costumbre de una minoría. Sin embargo, me sigo sorprendiendo de algunas ideas que mucha gente expresa. Me sorprendo hasta que pienso en lo que acabo de escribir y entonces concluyo que hay mucho que explicar sobre algunas cuestiones.

Esta introducción viene a cuento de una de esas extrañezas que experimento. Llevo observando durante un tiempo, tanto en mi vida digital como en la analógica, que un gran número de personas piensan que el espacio que ocupa en el debate público el problema del desafío separatista es excesivo y que se debe hablar de otras cosas tales como el desempleo, la pérdida de calidad de la sanidad, la muy deficiente aplicación de la ley de dependencia, etc. Ni que decir tiene que son problemas de la máxima importancia y que requieren atención por parte de los responsables políticos.

Ante el problema más grave que se ha planteado a nuestro país en siglos, algunos piensan que hablar de ello es un subterfugio para eludir otros de menor trascendencia y más coyunturales que definitivos, como sería una secesión

El pasmo surge cuando ves que quienes expresan el hartazgo con el tema del separatismo y todo lo que conlleva lo consideran algo completamente desligado de las otras cuestiones que le preocupan relacionadas con su calidad de vida, su empleo, los servicios sociales de que disfruta o de que carece y de la pensión que va a tener en el futuro. Que el tamaño del territorio de un Estado, los recursos naturales o creados que hay sobre él y su población son cuestiones de la mayor importancia económica me parece tan obvio que me resulta difícil de asumir que alguien no comprenda que, ante el riesgo de que salgan adelante los proyectos de los partidos independentistas de cercenar el territorio, alguien diga que lo importante es el bienestar y que hablar de esas pretensiones es ¡una cortina de humo!, es decir, ante el problema más grave que se ha planteado a nuestro país en siglos, algunos piensan que hablar de ello es un subterfugio para eludir otros de menor trascendencia y más coyunturales que definitivos, como sería una secesión. Esa idea tiene padrinos en algunos partidos llamados de izquierda que han establecido una vergonzosa alianza o tolerancia con el separatismo, por lo que forma parte de su hoja de ruta el adormecer a los seguidores desviando la atención. De lo contrario no se entiende que haya tanta gente que comparta una despreocupación tan irresponsable.

Las políticas de austeridad impuestas desde la Unión Europea, el BCE y el FMI, que han dado lugar a una bajada importante en nuestro estado de bienestar, han sido motivo de mucho comentario y crítica. Es falso que se hayan ignorado en el debate público. También han sido cuestionadas por parte de algunos, los más certeramente críticos con la política nacional, las características especiales de nuestro país respecto a los de su entorno europeo, características que han hecho mucho más aguda la crisis aquí. Estas señas propias se refieren a la inviabilidad de la organización política actual de España, un Estado sumamente complejo, con grandes disfunciones y excesos que provocan sobrecostes y estos, a su vez, son causa de una deficiente financiación de las políticas sociales y de las inversiones en las áreas más generadoras de crecimiento a medio plazo, como son la investigación científica y la educación. Y a esto se ha sumado el factor de la corrupción como elemento a sumar a las causas de que tengamos menos desarrollo y bienestar del que podríamos tener.

Las consecuencias de todos esos factores que han lastrado nuestra economía y rebajado nuestro estado de bienestar serían una bagatela en comparación con el descalabro que produciría la secesión de Cataluña

Pues bien, en mi opinión, las consecuencias de todos esos factores que han lastrado nuestra economía y rebajado nuestro estado de bienestar serían una bagatela en comparación con el descalabro que produciría la secesión de Cataluña, descalabro que afectaría a ambas partes y, según todos los estudios que predicen las consecuencias (hay abundante material al alcance con una simple búsqueda en Internet), afectaría en mayor medida a Cataluña que al resto de España. Hasta hace pocos años, hablar de esa posibilidad y hacer esos cálculos podría ser calificado de ejercicio teórico para ociosos por aquellos a quienes molesta oír hablar del tema del nacionalismo en pie de guerra.

Desde que los partidos nacionalistas tomaron la decisión de saltarse el orden constitucional y echar un pulso al Estado para lograr la independencia, es de sumo interés hablar de la economía de la secesión, sobre todo porque la economía ha sido el principal argumento de los sediciosos para embaucar a muchos ciudadanos que nunca se habrían planteado, antes de comenzar la labor propagandística de la élite independentista, que estarían mejor en una Cataluña independiente. Es precisamente en muchas de esas personas en las que no ha hecho mella el discurso de la identidad, tal vez por su sensatez para apreciar que no hay diferencias étnicas o de otro tipo que permitan hablar de identidad en una sociedad plural, en las que sí ha calado la propaganda del bienestar que supuestamente se les está robando por pertenecer a España. A ellos y a los que en el resto de España no dan la suficiente importancia al desafío ni les perturba la tranquilidad el proyecto racista y el desprecio por la legalidad y por los derechos civiles de los independentistas, debería hacerles reaccionar el riesgo para su calidad de vida de un proyecto económicamente pernicioso. Los partidos son los primeros responsables de hacer también esta labor de pedagogía.

Pensemos en los siglos de tejer lazos económicos, de planificar las infraestructuras contando con el territorio completo y, lo que es más grave, aglutinando en esa parte de España la mayor parte de la industria hasta el punto de que el PIB catalán supone el 18’9 % del total

El tamaño del territorio, la población y los recursos son determinantes en el desarrollo de un Estado y en el bienestar de sus habitantes en cualquier caso. Pero cuando se parte de una situación de unidad, en un Estado como el nuestro, de los más antiguos del mundo y con las fronteras más estables, la secesión de una parte supone, por aplastante lógica y sin entrar a valorar cifras que nunca serían exactas, un drama económico incalculable, porque todo se ha planificado partiendo de una situación territorial, demográfica y de recursos determinada que, de pronto, pasa a ser mucho más negativa y hay que partir de cero para recomponerse. Esta nueva circunstancia física y económica, unida al desgarro social y a otras consideraciones también de suma importancia, como el proyecto supremacista que lo alienta, deben situar sin discusión este problema como capital en la agenda de cualquier partido responsable. Pensemos en los siglos de tejer lazos económicos, de planificar las infraestructuras contando con el territorio completo y, lo que es más grave, aglutinando en esa parte de España la mayor parte de la industria hasta el punto de que el PIB catalán supone el 18,9 % del total, según datos de diciembre de 2017, porcentaje en caída desde que comenzó la huida de empresas por la convulsión del proceso, pero, aún así, muy alto. El tamaño de la insolidaridad y el olvido de lo que ha reportado a los habitantes de esa parte de España el formar parte del conjunto que muestran los que pretenden llevarse el botín no es nada comparado con el de la ceguera que les impide ver la dificultad de sobrevivir como Estado independiente.

España perdería ese porcentaje del PIB en una hipotética secesión de esa comunidad y habría que planificar infraestructuras sustitutorias del corredor mediterráneo, portuarias, aéreas, etc. Se perdería empleo y la propia convulsión repercutiría durante bastante tiempo en las nuevas inversiones. Para una Cataluña independiente, aunque las cifras no pueden ser exactas, porque hay variables que no se pueden predecir, la pérdida de su PIB se estima en un 20%, según un informe de Credit Suisse. Consecuencias seguras serían la salida del BCE y la unión bancaria, la pérdida de fondos estructurales, la pérdida de la cobertura del Estado para el pago de los servicios públicos, los nuevos aranceles para el comercio y las exportaciones, la subida de la prima de riesgo, los gastos de financiación de un nuevo Estado, la pérdida de empresas, por tanto, de impuestos y de puestos de trabajo, unas cifras de desempleo por encima del 30% y riesgo para las pensiones. Sobre esto último, ilustra bien el artículo de Ramón Marcos Allo en este medio.

Como se ha señalado reiteradamente, la secesión se está evitando, y pienso que se va a evitar definitivamente, por la acción de las instituciones del Estado, preferentemente por la Jefatura del Estado y los tribunales, que han estado más a la altura de las circunstancias que el Gobierno, cuya reacción fue tardía y no suficientemente eficaz, pero, de manera muy señalada, se va a evitar por los ciudadanos, de Cataluña y del conjunto de España, que no quieren que les arrebaten sus derechos ni que se ponga fin a una convivencia de siglos por el capricho, los intereses y la mentalidad supremacista de una minoría a la que, por un mal desarrollo de la Constitución, se ha dado un poder del que han hecho muy mal uso. De manera ejemplar, asumiendo el riesgo de pronunciarse contra el separatismo en un ambiente hostil, los que viven en medio de ese ambiente opresivo han asumido la parte más dura.

Si todos las personas que han alzado su voz ante el atropello secesionista hubieran optado por considerar una cortina de humo el desafío o las referencias al mismo, o se hubieran amilanado, el escenario de la secesión sería mucho más probable. Son los ciudadanos, pues, principales protagonistas de esta rebelión de la dignidad, los que van a evitar que el desastre se produzca. Los que callan o prefieren decir que esto no es importante tendrán mucho que agradecerles. A pesar de ellos, el resto tiene vigor para hacer frente a este incendio.