La falaz revolucion indigena - Pedro Uribe Guzman

El 5 de noviembre pasado, el dictador Nicolás Maduro celebró los 450 años de la muerte del cacique Guaicaipuro, líder de los Caribes, enalteciendo el legado de su lucha antimperialista contra el Reino de España. Esta alusión nos hace traer a examen la realidad de la minoría aborigen venezolana, marginalizada y sometida a terribles condiciones de vida por el propio chavismo. Según las cifras oficiales del Instituto Nacional de Estadística (2011), la población originaria de Venezuela era de 725 mil personas, es decir, un 2,6% de los habitantes del país. Hugo Chávez, en su papel de paladín de la izquierda latinoamericana, vendió la reivindicación de la dignidad indígena como una de las metas de la Revolución. La Constitución Bolivariana de 1999 recogía derechos de los pueblos originarios de Venezuela como la demarcación territorial, la representación parlamentaria, la protección a las tradiciones ancestrales, la educación bilingüe y la imposibilidad de explotar las tierras indígenas sin el concurso de las comunidades afectadas (Título III, Capítulo VIII de la Constitución).

Estas promesas significaban un cambio radical respecto al régimen jurídico anterior –el puntofijismo o IV República—, pues la Constitución de 1961 solo mencionaba a los pueblos indígenas en el artículo 77, sin mayores concesiones que las que pudieran derivarse de una ley especial. Pero si algo nos ha enseñado la Revolución es que promesas caben todas, cumplirlas depende del beneficio político y económico que tuviesen. Aunque la Constitución de 1999 daba un plazo de dos años para que se demarcasen los territorios indígenas, 20 años después la Revolución no ha cumplido.

Entre 1972 y 1993, se demarcaron territorios de 183 comunidades indígenas, unas 1.5 millones de hectáreas (12 títulos definitivos y 142 provisionales), como lo explica Hortensia Caballero, académica de la Universidad Central de Venezuela. En comparación, en 2014 PROVEA denunciaba que solo se había demarcado el 12,4% de los territorios indígenas y existía descontento entre las poblaciones. La comunidad Jotï, de la Amazonía venezolana, veía reducido su territorio en un 42,2 % con respecto a lo que ellos consideraban. Pero así lo decidía la Revolución, a pesar de que la Ley Orgánica de Pueblos y Comunidades Indígenas de 2005 establece que la demarcación es un asunto de Estado y que debería contar con el concierto de los pueblos originarios. Para el año 2018 la situación territorial seguía igual.

En el 2002, Chávez, con su acostumbrada grandilocuencia populista, declaraba que el 12 de octubre sería conmemorado como el Día de la Resistencia Indígena. En 2004 se derribaron estatuas de Cristóbal Colón en Caracas, se rebautizaron monumentos por su nombre aborigen y se clamaba a voces que la Revolución era “indígena”. Sin embargo, los últimos años han dejado ver las consecuencias de las políticas gubernamentales nefastas en materia de los derechos estos pueblos. Así, no solo se trata de la no demarcación territorial, sino de otros actos llenos de las intenciones hegemónicas de la Revolución. Podemos clasificar estos actos contra los derechos de estas minorías así: arma política, crímenes humanitarios y actos de despojo.

El vejamen de los derechos de las comunidades indígenas fue usado como arma política luego de las elecciones parlamentarias del 2015. Cuando la oposición conquistó la mayoría absoluta del parlamento a través del voto, el chavismo contraatacó por medio de las secuestradas instituciones de justicia, conculcando los derechos de la minoría indígena. La provincia de Amazonas, con la mayor concentración de indígenas, quedó sin representación en el parlamento. Acusaciones sin sustento de fraude electoral permitían sustentar la tesis del desacato para inhabilitar al Poder Legislativo de hacer su labor controladora y legislativa. Tres años después, la decisión judicial ha sido engavetada y las comunidades indígenas han sido privadas de representación parlamentaria.

El jurista venezolano Jesús Casal explica que “la arbitrariedad cometida contra los pueblos indígenas y demás electores de esas circunscripciones ha conducido a otra de mayor calado, como lo es la construcción e imposición de la aberrante tesis del desacato de la Asamblea Nacional, que invalida de entrada todos sus actos y a la postre al propio órgano constitucional, lo cual es insólito en un Estado democrático de Derecho”. La Revolución Indígena no quiere que los pueblos originarios escojan a sus representantes libremente, especialmente si no son del Partido Socialista.

Pero la Revolución también es indolente, comete de forma deliberada actos tan inhumanos como permitir la propagación de enfermedades mortales en las comunidades indígenas. Tal es el tamaño de la epidemia de SIDA en poblaciones Warao (Noreste venezolano) que el New York Times se hizo eco de la noticia así: “ Incluso en las mejores circunstancias, sería difícil controlar la propagación de esa enfermedad en esta zona aislada y pobre. Pero, según los especialistas médicos y los líderes comunitarios waraos, el gobierno venezolano ha ignorado el problema dejando sola a la población ante esta grave amenaza para su existencia. Los fallecimientos y la huida de los sobrevivientes ya han destruido al menos a una aldea.” Además de la expansión rápida del SIDA, Amnistía Internacional ha denunciado también una epidemia de sarampión. Otras comunidades como los Yukpa y los Wayuu sufren desde tuberculosis, malaria u oncocercosis. En todos los casos lo mismo: la Revolución brilla por su ausencia, el crimen es la omisión, la propaganda revolucionaria propicia la negación aunque mueran personas de enfermedades tratables.

Finalmente, tenemos los actos de despojo. Estos pueden ser territoriales o culturales. Son realizados por mafias o por los propios funcionarios del Estado y sus socios económicos (empresas chinas, rusas o turcas) y tienen relación directa con la explotación indiscriminada de minerales valiosos en las regiones de Bolívar y Amazonas. El despojo cultural es producto de la pobreza y marginalización de las poblaciones locales, que deben dedicarse al negocio de la extracción del oro o el coltán para la subsistencia. El despojo territorial supone la privación de los derechos constitucionales de las poblaciones indígenas para permitir la explotación de tierras indígenas a las empresas extranjeras y mafias que operan allí.

La permisibilidad del Estado se ha cobrado la vida de miembros de las comunidades indígenas. En 2012, los Yanomami denunciaban una masacre a manos de los garimpeiros, negada por el gobierno venezolano alegando la inexistencia de evidencia suficiente, mientras que las organizaciones indígenas le acusaban de no haberse acercado al lugar, una zona selvática de difícil acceso. Esta noticia fue reportada por El País y la BBC. Los Yanomami no fueron apoyados por la Revolución que juró defenderlos, el cuento de la dignidad de los pueblos originarios no era más que palabras, efemérides y derribo de estatuas.

Al otro lado del país, en el Zulia, los Yukpa, tribu localizada entre la Sierra de Perijá y el Lago de Maracaibo, han visto morir a líderes sociales como Sabino Romero y Cristóbal Fernández. En 2018, las mujeres de esta tribu denunciaban la impunidad de estos asesinatos y la intimidación contra las familias de Romero y Fernández por parte de las autoridades. En diciembre de 2018, en Bolívar, un Pemón de 21 años moría a manos de las fuerzas militares venezolanas en el Arco Minero del Orinoco, en donde los pemones han dejado de lado sus tradiciones para dedicarse a la minería ilegal como un medio de subsistencia. Hoy son los pemones un pueblo declarado en rebeldía contra la dictadura de Maduro, habiendo incluso capturado a miembros de las fuerzas de seguridad como represalia ante los abusos y el abandono del Estado.

Los 20 años de Revolución han dejado heridas graves en las comunidades indígenas venezolanas. Los Warao han migrado a Brasil azotados por el hambre o han sido diezmados por enfermedades. Los Pemones son víctimas de la extracción minera salvaje que ha emprendido la Revolución. Otros han optado por ir a centros urbanos y, como lo denuncia la diputada indígena Gladys Guaipó, no es “extraño ver en las capitales o zonas urbanas del país a grupos de indígenas viviendo en condiciones de indigencia, pues han tenido que emigrar de sus comunidades de origen debido a que tienen que buscar la manera de subsistir y no morir de hambre”.

La Revolución Indígena ha sido una gran mentira. Hoy estos pueblos viven peor que hace 20 años, en riesgo de pérdida de comunidades enteras y de más muertes trágicas. Otra triste página más de la historia revolucionaria de la Venezuela del Socialismo del Siglo XXI.