Elogio del inmovilismo - Andrés Herzog

Impera en nuestros tiempos una innegable fascinación por el cambio, por el movimiento. Da igual que uno no sepa a dónde va, lo importante es moverse, y si es compulsivamente mejor. La obsesión cinética tiene otros efectos colaterales, como la admiración por la elasticidad o la flexibilidad, hasta el punto de que la palabra inmovilismo o inmovilista se ha convertido en un insulto, prácticamente sinónimo a intransigente (con esa finalidad se usa habitualmente para caracterizar, por ejemplo, a Rajoy). También lo ha usado habitualmente ETA para referirse al Gobierno de España, lo cual me lleva a barruntar que quizá no sea algo tan malo como cabría pensar.

Si hoy volviéramos a 1939 el principal reproche que harían a Winston Churchill (de hecho, se lo hicieron en su tiempo) sería su “inmovilismo” frente a la entonces dominante “política de apaciguamiento” europea frente al III Reich

Sin ánimo de establecer ninguna comparación entre ambos políticos, tengo para mí que si hoy volviéramos a 1939 el principal reproche que harían a Winston Churchill (de hecho, se lo hicieron en su tiempo) sería su “inmovilismo” frente a la entonces dominante “política de apaciguamiento” europea frente al III Reich. Es más, todavía hoy podemos apreciar cómo muchos políticos españoles (el PSOE se lleva la palma, pero el PP dista mucho de tener ideas claras) no han aprendido nada y siguen confiando en esa misma política de apaciguamiento frente a nuestro nacionalismo identitario, a pesar de la constatación empírica de que es, por definición, insaciable (como no podía ser de otra manera, teniendo su fundamento en los sentimientos y no en la razón).

Pero la principal amenaza para nuestra democracia no es precisamente el inmovilismo sino más bien todo lo contrario, la tan admirada “flexibilidad”, que en demasiadas ocasiones no pasa de ser un eufemismo para justificar cualquier decisión basada exclusivamente en las circunstancias o intereses concurrentes en cada momento. Nuestro problema no es precisamente la rigidez (a “creatividad” no nos gana nadie), sino más bien el contrario, la maleabilidad y su más grave reflejo, la carencia de valores. Y en muchas ocasiones hasta de vergüenza.

Muchas veces en la vida lo más difícil no es cambiar, sino resistir

De ahí que en mi campaña como candidato a la presidencia del gobierno insistiera mucho (con nulo éxito, no hace falta que lo diga) en destacar que frente a la nueva política líquida lo que nuestro país necesitaba eran políticos sólidos. Y es que muchas veces en la vida lo más difícil no es cambiar, sino resistir: frente al mal, frente a la enfermedad, frente a las coacciones o, simplemente, frente a la comodidad de la corriente. O lo que es lo mismo, no ceder a las presiones por más fuertes que estas sean y mantenerse inquebrantable en la defensa de las propias ideas, bajo la convicción de que a veces todo un país o una sociedad pueden salvarse gracias a la firmeza de una sola persona.

Todo esto viene a cuento de que estos últimos meses he podido constatar cómo la firmeza de unos pocos (en este caso de tres personas) es suficiente para poner en jaque a todo un sistema y, en mi opinión, para salvarnos como sociedad. Da la casualidad (en realidad no lo es tanto) de que esas tres personas son funcionarios de carrera: inamovibles, por definición, pero además inmovilistas, como una roca, que no es exactamente lo mismo.

La inamovilidad de los funcionarios es condición necesaria pero no suficiente para que, en un momento dado, puedan resistir las presiones de la superioridad o, como quién dice, del poder político

Por cierto, se da la circunstancia de que no sólo el inmovilismo está mal visto, sino que, por extensión, también lo está la inamovilidad de los funcionarios. Son legión los que consideran un privilegio inexplicable o anacrónico que a un funcionario no se le pueda despedir, ignorando cosas tan básicas como que los Estados modernos (que es lo mismo que decir que la Democracia y el Estado de Derecho) se han construido sobre dicho principio, como garantía de la imparcialidad y objetividad de la Administración, y única forma de resistir ante los abusos del poder político y hacer respetar la legalidad, sin la cual (esto en España hay que decirlo todos los días) simplemente no hay democracia. Pero desgraciadamente la inamovilidad de los funcionarios es condición necesaria pero no suficiente para que, en un momento dado, puedan resistir las presiones de la superioridad o, como quién dice, del poder político. La prueba de ello es que a pesar de que son muchos los responsables del Banco de España que intervinieron en los hechos que nos llevaron al desastre de Bankia el caso entero recaiga prácticamente sobre los hombros de tres de ellos (cuatro si incluimos al propio juez instructor).

Me refiero, para empezar a los dos peritos judiciales nombrados por el juez que instruye la causa en la Audiencia Nacional, que frente a viento y marea han mantenido su conclusión inicial (fundada tras varios años de intenso trabajo) de que la salida a bolsa fue fraudulenta. La propia institución que los designó no solo no los ha defendido frente a las críticas de los imputados, sino que el propio Banco de España ha intentado por todos los medios a su disposición desacreditarlos, hasta el punto de aportar informes a la causa (siempre por detrás, utilizando al FROB de alcahuete) elaborados ad hoc para cuestionar sus conclusiones y, de paso, a ellos como profesionales. No les auguro un brillante futuro en la institución (me los imagino en alguna mazmorra del “Palacio de Cibeles”), como nunca lo han tenido los que frente a las palmaditas en la espalda eligieron el cumplimiento del deber.

José Antonio Casaus, inspector “cabecera” responsable de la supervisión de la entidad, tuvo el coraje de decir a sus jefes lo que sabían que era verdad pero no querían oír

Y el tercero no es otro que José Antonio Casaus, el inspector “cabecera” responsable de la supervisión de la entidad, que remitió los ya conocidos como “los cuatro correos del apocalispsis”. Dicho señor tuvo el coraje de decir a sus jefes lo que sabían que era verdad pero no querían oír: que la entidad era inviable, que la salida a bolsa iba a abocar a Bankia a su nacionalización y a provocar un enorme quebranto al contribuyente. Como bien explicó durante su reciente declaración como testigo, sus jefes le pidieron que hiciera un análisis de la situación de la entidad semanas antes de la salida a bolsa, él en todo momento fue consciente de la importancia del encargo, pero su sensación tras enviar su diagnóstico fue de que “los correos fueron lanzados al ciberespacio”. Silencio sideral. Todos los que ahora, incluido el que fuera Gobernador del Banco de España,  dicen que se equivocó en su análisis (bendita equivocación, que acertó punto por punto lo que iba a ocurrir) nada dijeron cuando era el momento para ello.

Pero no solo cumplió su deber cuando debía hacerlo (frente a los continuos maquillajes contables auspiciados por el propio Banco de España) sino que tuvo el valor de ratificarlo en sede judicial, sometido a una tensión brutal en su propio trabajo y en contra de las tesis que durante todo el procedimiento han mantenido nuestras instituciones (el Banco de España, la CNMV y el FROB), dirigidas a escamotear su propia responsabilidad en uno de los mayores desfalcos económicos de la historia de nuestro país. Sólo, sin apoyo de nadie, incluso desmoronándose momentáneamente durante su declaración, tuvo las agallas de repetir lo que ninguno de sus jefes quiso escuchar en su momento, ni por supuesto quieren oír ahora en una Sala de Justicia.

Cualquier otro país que se respetara a sí mismo mínimamente les haría monumento o, cuanto menos, una buena película. Aquí les pagaremos con el ostracismo y, si se descuidan, con el escarnio público a la menor ocasión que encuentren para ello.

Mientras todo esto ocurre yo, que también soy muy inmovilista (y también algo antiguo y anacrónico), sigo pensando que en los tiempos de la política y las ideas líquidas me quedo con la gente sólida, el último bastión de la decencia.