Hace unos días terminé de ver la segunda temporada de The Crown, esa serie británica sobre el reinado de Isabel II* que, si aún no la han visto, les aconsejo que lo hagan. Huelga decir que todo lo que se cuenta allí está bastante novelado pues no creo que los guionistas sepan qué se decían en la intimidad la princesa Margarita y su novio, o la reina y el primer ministro, pero bueno, Shakespeare también le echó bastante imaginación a las vidas de reyes y emperadores y no he visto a nadie despreciar sus obras por poco rigurosas desde un punto de vista histórico. En cualquier caso, e independientemente del grado de fidelidad de la serie con los hechos reales (nunca mejor dicho), su visionado ha tenido un efecto insólito en mí y es que me ha hecho pensar en la monarquía.
Soy uno de esos españoles, seguramente seamos millones, la mayoría tal vez, que no hemos dedicado cinco minutos de nuestras vidas a pensar si somos monárquicos o republicanos
Verán, yo soy uno de esos españoles, seguramente seamos millones, la mayoría tal vez, que no hemos dedicado cinco minutos de nuestras vidas a pensar si somos monárquicos o republicanos. Quizás sea porque no se nos ha preguntado nunca y, la única vez que podría decirse que sí se hizo, en 1978, la mayoría de nosotros o no habíamos nacido o no teníamos edad de votar. Ahora tampoco nos está preguntando nadie, es cierto, pero las series (como las películas o las novelas) a veces nos hacen pensar en cosas que poco tienen que ver con nuestras preocupaciones cotidianas, ya sea la monarquía, la producción casera de metanfetaminas o la vida de los mafiosos de Nueva Jersey.
Y digo que nos hacen pensar, no necesariamente tomar posición a favor o en contra de algo, o al menos no en mi caso, y desde luego no en este asunto de la monarquía. De hecho, tener una posición rotunda sobre monarquía o república, así en general y para cualquier caso, me parece un poco absurdo. Hemos de reconocer que los que se definen como monárquicos suelen ser más razonables en este punto. No he visto nunca a uno de ellos defender que la monarquía es preferible a la república en cualquier tiempo y lugar. ¿Alguien propone una monarquía para países que nunca han tenido una, como cualquiera o casi cualquiera de los del nuevo mundo? ¿Cuántos de los que se llaman monárquicos aquí, en Gran Bretaña o en Suecia, propone restituirla en Francia, Italia o China? Sin embargo los republicanos españoles, al menos la mayoría de los republicanos que conozco o leo, dicen que la república siempre es mejor, aquí, en Dinamarca o en Tailandia, ahora y siempre. No sé qué pensaran los republicanos de los países republicanos, probablemente que les da igual cómo se organiza cada uno en su casa mientras no moleste al vecino.
Curiosamente el argumento que más suelen emplear quienes apuestan por la república en cualquier caso y situación es que a los reyes no les elige nadie (salvo en las rarísimas excepciones de monarquías electivas), pero ésa es exactamente para mí, y me he dado cuenta viendo The Crown, su principal virtud
Curiosamente el argumento que más suelen emplear quienes apuestan por la república en cualquier caso y situación es que a los reyes no les elige nadie (salvo en las rarísimas excepciones de monarquías electivas), pero ésa es exactamente para mí, y me he dado cuenta viendo The Crown, su principal virtud. Sé que eso mismo es algo que los partidarios de la monarquía, sobre todo en España y sobre todo desde la transición, han argumentado reiteradamente, casi siempre razonando que un jefe de Estado elegido siempre lo será por una parte de la población, cosa que no le pasa a un monarca y, precisamente por ello, puede representar mejor a todos. No es un argumento falto de lógica, sobre todo en un país tan dado al cainismo como éste, pero no es de eso de lo que quería hablar, aunque antes mejor aclaro un par de cosas. La primera es que obviamente estoy hablando de monarquías parlamentarias, constitucionales o como queramos llamar a esas en las que el monarca tiene un papel exclusivamente representativo, o sea, nada más y nada menos que simbólico. La segunda cosa que quería aclarar preventivamente es que sólo pretendo señalar lo que para mí es una virtud de la monarquía, lo cual no quiere decir que sea razón para preferirla necesariamente frente a la república, y mucho menos para preferirla siempre y en cualquier lugar. Creo de verdad que la respuesta más razonable a la pregunta de si es mejor una monarquía o una república es “depende”, y lo único que intento es aportar un argumento más que poner en la balanza de quien quiera pensar en ello, pero en ningún caso zanjar la cuestión, ni siquiera para mí mismo.
Nuestra creciente capacidad para elegir personal y colectivamente en todos los ámbitos de la vida, eso que políticamente algunos llaman “derecho a decidir”, nos está llevando a pensar que esa capacidad, ese derecho, es algo ilimitado
Y mi argumento es el siguiente: creo que, al menos en el mundo desarrollado, nuestra creciente capacidad para elegir personal y colectivamente en todos los ámbitos de la vida, eso que políticamente algunos llaman “derecho a decidir”, nos está llevando a pensar que esa capacidad, ese derecho, es algo ilimitado y esa es una creencia peligrosa y sobre todo estúpida. Qué duda cabe de que la historia del progreso científico, social, político y personal es la historia también de la ampliación de ese derecho a decidir. A mí desde luego me parece un gran avance el que ahora todos podamos decidir quién nos gobierna, a qué profesión queremos dedicarnos, con quién nos casamos si es que queremos hacerlo, dónde vivimos y tantas otras cosas, pero es fácil darse cuenta de que todos esos son derechos en los que la realidad impone ciertos límites a nuestra voluntad. Por ejemplo, uno puede querer ser médico pero no lo será si no es capaz de realizar los estudios que se exigen para ello. Por eso me parece un gran error esa idea de que a los niños hay que inculcarles la creencia de que serán lo que quieran ser en la vida, cuando lo que hay que enseñarles es que tienen el derecho a intentarlo, pero sin que nada garantice que vayan a conseguirlo.
Pero no sólo es que a veces nuestra capacidad para decidir esté limitada por la dura realidad. En ocasiones, aunque tal vez podamos materialmente decidir algo, quizás no debamos hacerlo y sea mejor que impongamos ciertos límites a nuestros deseos. Por ejemplo, hoy en día en las sociedades desarrolladas podemos más o menos elegir cuántos hijos tenemos y cuándo. No es un derecho universal y absoluto, obviamente, pero sí muy extendido y, gracias por un lado a los avances sociales y por otro a las técnicas tanto de reproducción asistida como de contracepción, casi todo el mundo decide libremente en este importante tema. Pero aparte de decidir cuántos y cuándo, ¿sería razonable también poder elegir de qué sexo es cada niño? Y si pudiéramos elegir sin límite las características de nuestros retoños, ¿sería aconsejable poder decidir que no queremos niños poco inteligentes, o miopes, o que vayan a quedarse calvos a los treinta años? No sé ustedes pero entre el “que venga lo que sea, cuando sea y como sea” y un mundo de seres humanos diseñados a voluntad (no suya, por cierto, sino de sus padres) creo que hay un punto medio en el que está la virtud. Y esto es sólo un ejemplo de los muchos que podemos poner en torno a ese derecho a decidir sin límites. ¿Podemos elegir nuestro sexo legal a voluntad o aquel que nos asignaron al nacer es para siempre? ¿Las constituciones son inmutables o hay que preguntar periódicamente a la población por si acaso quieren cambiarlas? Lo dicho, un razonable punto medio parece aconsejable.
Creo que sería insensato olvidar que hay muchas cosas que escapan a nuestros deseos y que, en algunas en las que podríamos imponerlos, no debemos hacerlo. No decidimos nuestro nombre y mucho menos nuestros apellidos, de hecho ni siquiera decidimos venir a este mundo. Tampoco decidimos quiénes son nuestros padres, ni nuestros hijos, ni nuestra familia política. Es cierto que todos preferiríamos tener unos padres ejemplares, unos hijos con la sonrisa del padre y el sentido del humor de la madre o al revés, o unos cuñados prudentes y discretos, pero no siempre es así porque la vida es así y más vale que lo aceptemos y juguemos lo mejor que podamos con las cartas que tenemos. Pero hoy, el nuevo adanismo (el adanismo siempre es nuevo por definición) nos dice que todo es una cuestión de voluntad, individual o colectiva, y delira con un mundo perfectamente acorde con nuestras preferencias, un mundo que además está ahí, al alcance de la mano y casi sin coste, cuando lo razonable en mi opinión sería ponernos en serio a luchar por un mundo simplemente mejor, que ya es bastante difícil y desde luego tampoco está garantizado.
Ser jefe de Estado porque eres el hijo del anterior jefe de Estado, aunque sólo si eres el hijo mayor para más inri, es injusto. Pero precisamente esa injusticia, esa arbitrariedad radical, simboliza algo importante: que la vida es injusta
Nada está fuera del alcance de ese derecho a decidir, dicen los adanistas, sobre todo en lo que se refiere a la forma de organizarse política y socialmente una comunidad. Yo en cambio creo que mantener en ese terreno un espacio acotado y meramente simbólico para aquello que no es elegible, que escapa a nuestra voluntad, es un punto a favor de la monarquía. Ser jefe de Estado porque eres el hijo del anterior jefe de Estado, aunque sólo si eres el hijo mayor para más inri, es injusto. Pero precisamente esa injusticia, esa arbitrariedad radical, simboliza algo importante: que la vida es injusta. Para paliar en la medida de lo posible las injusticias de la vida en ese ámbito colectivo ya están, o deberían estar, las demás instituciones del Estado, con el gobierno a la cabeza, que ese sí que lo elegimos cada cuatro años. Dicho de otro modo, la monarquía sirve para recordarnos que el azar no gobierna, pero reina.
Y ese azar, esa injusticia esencial de la monarquía, es una de las cosas que más me ha interesado en The Crown, que cuenta muy bien cómo los miembros de las propias familias reales son los primeros afectados por ella. Viendo la serie uno diría que Isabel hubiera preferido no ser reina y dedicarse tranquilamente a criar caballos, mientras que Margarita hubiera deseado serlo y disfrutar de todos los privilegios y atenciones que ello conlleva. Por su parte, el padre de ambas, Jorge VI, tampoco quería ser rey, algo que además no le correspondía, pero se vio obligado a aceptar la corona cuando su hermano, Eduardo VIII, haciendo uso, él sí, de su derecho a decidir prefirió casarse con Wallis Simpson y renunciar al trono, al igual que luego, ya como Duque de Windsor, decidió echar una manita a los nazis para conquistar Europa, afortunadamente sin éxito. Eso al menos es lo que uno deduce viendo la serie, aunque vaya usted saber cómo fueron los hechos reales. Según estudios recientes Ricardo III tampoco dijo nunca «un caballo, un caballo, mi reino por un caballo»… ¡pero qué escena le quedó a Shakespeare!
*Utilizo el término de Isabel II en lugar del original Elizabeth II (al igual que hago posteriormente con otros como Margarita, Nueva Jersey, etc.) no por ignorancia o falta de respeto a una cultura diferente, sino porque es el uso habitual cuando se habla en español y, sobre todo, en un intento tal vez vano por no parecer un perfecto cretino. Sin embargo cito la serie The Crown en su original en inglés porque así es como se conoce en nuestro país. Aclaro esto por la reciente polémica sobre el Gerona o Girona.