Toda constelación ideológica tiene su particular corpus de efemérides inapelables y, por ello, recurrentes. Los comunistas tuvieron su Saturnalia octubrista el año pasado; los contitucionalistas, este mismo año, la nuestra, pues se celebra nada más y nada menos que el cuadragésimo aniversario de la Constitución de 1978. Con todo, una de las conmemoraciones más señaladas tiene lugar cada catorce de abril, día en el que se proclamó la Segunda República Española. Y aunque nos separan ya ochenta y siete años de aquel acontecimiento, esta sigue despertando en amplios sectores del pueblo español una sensación de añoranza por la patria perdida, que pudo ser y no fue. Para otros segmentos, acaso los más periféricos, antimonárquicos por despecho, sirve aquí y allá, dependiendo del momento histórico, de valiosísima cizaña. En su punto más extremo, para buena parte de unos y otros, España no es —es, en todo caso, Estado español— porque no es republicana.
No solo se reprueba el galvánico discurso que Felipe VI pronunció el día 3 de octubre de nuestro particular annus horribililis, sino que directamente se pide la abolición de la institución
Una mezcolanza de estos elementos —añoranza, cizaña y confusión de España con república— se ha derramado sorpresivamente sobre el debate público español con razón de una reprobación del Parlamento de Cataluña, auspiciada por independentistas y comunes, a la monarquía. En esta no solo se reprueba el galvánico discurso que Felipe VI pronunció el día 3 de octubre de nuestro particular annus horribililis, sino que directamente se pide la abolición de la institución. Como no podría ser de otra manera, tal condena ha abierto la veda para que se sumen en tropel todas las fuerzas —IU, Podemos e izquierda abertzale— que intentan romper el ya manido candado del 78. Así, según mensajes de sus respectivos líderes, se plantearán mociones en el mismo sentido que la reprobación del Parlamento de Cataluña en los municipios donde guardan representación, exigiendo además un referéndum.
A la ya secular falla de proyectar en la república venidera la interpretación idílica de lo que fue la pretérita, la izquierda republicana patria, incansable en su esfuerzo por sostener la monarquía, ha añadido otra más: la de coaligarse, de un lado, con los que han pretendido pergeñar un golpe de Estado, y, de otro, con aquellos que, por no extenderme en sus muchas maleficiencias, vindican que el Estatuto vasco diferencie entre nacionales vascos y ciudadanos vascos; es decir, con las fuerzas más disgregadoras, anticiudadanas y, por dichas razones, antirepublicanas del panorama político español.
De esta primera falta, fruto de la deformación ideológica, mucho se podría decir. Después de todo, estamos ante un relato que troca la Segunda República en un recuerdo vibrante y fecundísimo, abundante de significaciones utópicas. La desvencijada República, cual musa solícita, nos provee, pues, de un imaginario repleto de posibilidades, desde las ya miliares ideas de fraternidad, libertad e igualdad del republicanismo más decimonónico hasta una pretendida Arcadia socialista que uniría en fratría a todos los pueblos españoles. Se representa así como la partera de una nueva esperanza; matrona que habrá de alumbrar desde 1931, con las consiguientes dificultades, una España nueva y rehecha para el 2018.
Al tornar la república pasada en pedestal, tornan también —y no para pocos españoles— la futurible en cadalso
No cabe duda del potencial que tales ideas tienen dentro del ámbito de cierta izquierda, tan apegada a cabalgar sobre los símbolos de su fracaso. Es más dudoso, empero, que la proyección nostálgica de algunos tenga valor para aquella parte de la población que, aun siendo republicana, no tiende al onanismo histórico. En efecto: al quedar la forma política preñada de unas ciertas ideologías, alguna del todo punto execrable, se diluyen sus contornos históricos y esta pierde vigor y capacidad dialógica, pues es incapaz de llegar, no ya a los sustratos más conservadores, sino siquiera a aquellos más propicios. Al tornar la república pasada en pedestal, tornan también —y no para pocos españoles— la futurible en cadalso.
Un primer curativo a esta cerrazón podría consistir en sustituir, en lo posible, idealización por historicidad. La Segunda República fue un digno conato de Estado liberal durante un período harto complicado para las democracias liberales de toda Europa. Presa entre antagonismos y en un clima de incipiente violencia política, acabó por sucumbir ante un golpe de Estado que devino en cruenta guerra fratricida. Solo en este limitado, desolador seguro, sentido histórico puede introducirse la remembranza republicana en el debate sobre la forma del Estado. Es más conveniente, en fin, y si es que acaso se quiere instaurar un modelo republicano, el recordar una república aséptica pero realizable, que no una rebosante pero huera.
República no se opone hoy a monarquía, sino a tiranía
De la segunda falta, de esta terca ceguera que lleva a la izquierda republicana a congraciarse con separatistas —recuérdese bien: lo que se quiere separar es la ciudadanía común—, muchos de ellos de la peor especie, para minar día sí y día también las instituciones del Estado; de esta tremenda irresponsabilidad institucional, digo, no cabe sino remitirse a lo que el diplomático Juan Claudio de Ramón, una de las mentes más preclaras del liberalismo español, escribió a resultas de la polémica, a saber: «el republicanismo lo que exige, en Francia y en España, es la defensa de la constitución democrática que ampara la ciudadanía de todos. República no se opone hoy a monarquía, sino a tiranía». He aquí, magnificamente sintetizado, un principio republicano provechoso y, sin embargo, olvidado por nuestro republicanismo más señero.
La república que traen bajo el brazo, lejos de ganar adeptos, produce un miedo cerval a muchos republicanos
Lo único que parece recordar muy bien este republicanismo, como si tratara de un perverso condicionamiento pavloviano, es que cualquier apertura en el tejido estatal —incluso si es hecha por golpistas— es óptima para introducir sus invectivas deslegitimadoras contra la institucionalidad democrática, para desarrollar, en fin, su gramsciana guerra de posiciones. Si contraponemos este republicanismo de mercadotecnia, basado en criterios de oportunidad política, con el antes expuesto, el que toma lo que hay de republicano dentro de la monarquía parlamentaria y lo significa, no cabe duda de cuál es el preferible. La república que traen bajo el brazo, lejos de ganar adeptos, produce un miedo cerval a muchos republicanos, de ahí que algunos, entre los que me incluyo, prefiramos ante tal disyuntiva, y siguiendo aquí al maestro Savater, una ciudadanía sin república, y no una república sin ciudadanía.