Generaciones - Jesús Quijano

Tomemos un conocido episodio, ocurrido hace ya un tiempo, como motivo de reflexión sobre un asunto que, observado con perspectiva más amplia, tiene visos de convertirse en un problema de indudable calado. El episodio fue ciertamente bien sonoro: nada menos que la extraña ausencia del Rey emérito (o abdicado, o dimisionario, como quieran decirlo) en el solemne acto de celebración en el Congreso de los Diputados del 40 aniversario de las primeras elecciones de la etapa democrática celebradas el 15 de junio de 1977; al trascender su enfado, se ha sabido que tal ausencia obedecía a la falta de invitación, y que ésta obedecía a su vez a razones de protocolo, que no contemplan la presencia simultánea en un acto oficial de un Monarca en activo y otro jubilado, por más que sean padre e hijo (en este caso, hijo y padre). El protocolo, ya se sabe, está pensado para preservar el rango que corresponda al cargo y también para afianzar los protagonismos.

Hay crecientes evidencias de que asistimos a un fenómeno de contraposición entre generaciones con características no conocidas hasta el momento

Pues bien, más allá, o más acá, del significado que quepa atribuir al citado episodio (aprovecho para decir que personalmente me pareció lamentable), lo cierto es que sirve perfectamente para ilustrar ese otro problema de calado al que voy me refería. No es otro que el de la relación entre jóvenes y mayores en la sociedad actual, eso que se viene identificando como “choque generacional”, pues hay crecientes evidencias de que asistimos a un fenómeno de contraposición entre generaciones con características no conocidas hasta el momento.

Parece cierto que, a lo largo de la historia, cada nueva generación, llegado su momento, marcó distancia con la anterior; unas veces de forma más tranquila y otras más virulenta, dependiendo de las circunstancias en que se hubiera producido el tránsito, y también del contexto político, económico, cultural o social. En el caso de España, no podemos negar que hay elementos verdaderamente singulares en ese proceso; son, además, de muy variada naturaleza. Baste para comprobarlo hacer una somera comparación entre las tres generaciones de las que podemos tener experiencia personal y directa, esto es, la de nuestros padres, la nuestra, y la de nuestros hijos.

Nuestros padres entendían y aceptaban que su tiempo tenía que cambiar sin remisión, y sabían que el cambio sería para mejor en todo caso

La generación de nuestros padres, como no pudo ser de otra manera y salvadas todas las excepciones que haya que salvar, estuvo fuertemente condicionada por lo que todos sabemos: una guerra civil horrenda, una postguerra tan o más horrenda, una larga dictadura plagada de silencios, de renuncias, de ingredientes culturales, religiosos o sociológicos, y a menudo acompañada de penurias de todo tipo. El tránsito de esa generación a la nuestra fue, creo, bastante menos dificultoso de lo que pudiera parecer; nuestros padres entendían y aceptaban que su tiempo tenía que cambiar sin remisión, y sabían que el cambio sería para mejor en todo caso, como en general así ha sido. Es un hecho notorio que nuestra generación ha tenido en todos los aspectos mejores condiciones de vida que la de nuestros padres; no sólo en lo que supone vivir en libertad y en democracia, también en lo que respecta a las oportunidades profesionales y al desarrollo económico.

Con frecuencia se afirma que la generación de nuestros hijos será la primera en mucho tiempo que vivirá, o está viviendo ya, peor que la de sus padres, con menos oportunidades y con peores expectativas

El problema ahora es si podemos hacer una reflexión parecida en el tránsito de nuestra generación a la de nuestros hijos, e incluso a la de nuestros nietos. Y no, no es tan fácil la respuesta. Con frecuencia se afirma que la generación de nuestros hijos será la primera en mucho tiempo que vivirá, o está viviendo ya, peor que la de sus padres, con menos oportunidades y con peores expectativas; y, aunque como toda generalización necesite matices, tiene bastante de cierto. Compiten, con más y mejor formación, por empleos más precarios y peor retribuidos; y a menudo los van encontrando más tarde y más lejos, con serias dificultades para plantearse un horizonte personal o familiar con suficiente estabilidad.

Un reciente estudio venía a concluir que la brecha entre los jóvenes españoles y sus mayores es hoy más profunda que nunca

Un reciente estudio, publicado en un medio de comunicación nacional, que me pareció bastante riguroso por los datos y las opiniones que manejaba, venía a concluir que la brecha entre los jóvenes españoles y sus mayores es hoy más profunda que nunca. Contraponía las preferencias y los rasgos de identidad de los jóvenes de la transición y los que ahora se denominan “millennials”, y el resultado de la comparación parecía ciertamente inquietante. Las diferencias en opinión política son, sin duda, llamativas: tomando como frontera los 34 años, el voto declarado a los partidos nuevos y a los partidos tradicionales por tramos de edad cambia de forma radical. Pero las percepciones manifestadas respecto de un conjunto de rasgos definitorios (entre otros, las creencias, el valor de la Constitución, el funcionamiento de la democracia, la distribución de la riqueza, la situación económica, la tolerancia, el racismo, la eutanasia, o, en fin, el orgullo de ser español) ofrecían contrastes y sesgos con diferencias verdaderamente acusadas de hasta 35 puntos en un sentido o en otro, en función de los citados tramos de población.

Yo no me atrevo a asegurar, como también he leído en algún estudio, que se trata de diferencias transitorias, efecto temporal de la crisis, y que se irán diluyendo a medida que las expectativas mejoren. Más bien creo que se han producido cambios profundos en aspectos fundamentales de la relación intergeneracional, y que bastantes de ellos son irreversibles. Pero también creo que la solución no es ni “matar al padre”, ni “es que están muy mal acostumbrados”. Tiene que haber algún espacio común donde encontrarse; y se trata de buscarlo.