Espacio publico y creyentes - Jose Anido

Ríos de tinta han corrido en estériles enfrentamientos entre creyentes y no-creyentes acerca de cuál es el papel que debe desempeñar la fe personal en el debate público. La respuesta de los extremos, dibujados con cierto trazo grueso, es radical: por una parte, nos encontramos la negativa a que la creencia individual juegue rol alguno en el foro, es algo privado y en ese ámbito debe permanecer recluido; por otra parte, hay algunos que estarían encantados de mantener el dominio cuasi absoluto que de la plaza pública ha mantenido en moral, políticas y celebraciones ya no una fe, sino una institución concreta, la Iglesia católica. En esta discusión es difícil, si no imposible, presentar certezas apodícticas: eso no lo pretendo, lo que sí intento en estas líneas es fijar mi posición, desde mi doble condición de cristiano practicante (fraile) y ciudadano, una doble condición que, a mi entender, no está reñida.

Un texto que, como creyente, considero normativo son las palabras de Jesús en el Evangelio según san Mateo (22,15–21) en el que al afirmar que hay que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, establece la justa autonomía entre la esfera política y la esfera religiosa; a esto, añado un fragmento muy querido para mí de la Carta a Diogneto (s. II), que ya he citado en otra ocasión: «[los cristianos] habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros». Estos dos pasajes deben funcionar como una auténtica vacuna contra nacionalcatolicismos de todo signo. No hay ni puede haber, aunque en el pasado se haya intentado, y hoy en día se desarrolle en algunas regiones, una identificación de ninguna nación o Estado con la Iglesia o con fe alguna. La ciudad del hombre y la ciudad de Dios no pueden ser equiparados. Con esta posición puede parecer que me inclino hacia quienes relegan toda manifestación religiosa al interior de los hogares y de las iglesias. Esto no es así.

Es absurdo negar que, a la hora de participar en determinados debates, la fe de cada uno puede pesar a la hora de fijar posiciones

El creyente es ciudadano como todos los demás, con los mismos derechos y deberes. Y, por lo tanto, esta intitulado para participar en el debate público y para solicitar la utilización del espacio común como cualquier otro colectivo. También es absurdo negar que, a la hora de participar en determinados debates, la fe de cada uno puede pesar a la hora de fijar posiciones; o que, en el bando contrario, hay quien considera la mera muestra de signos religiosos en público una imposición intolerable. Ante esos dos aspectos, el intercambio en el ágora y la manifestación pública de la fe, me gustaría reivindicar una postura inclusiva en la que los creyentes no deben renunciar a su fe y que, al mismo tiempo, no sea una imposición sobre los demás.

En la Constitución de España se define el Estado como aconfesional, no como laico. Esto implica una determinada diferencia: significa que el Estado, a diferencia de etapas anteriores, no se identifica de modo unívoco con una fe o institución religiosa concreta. Pero esto, a diferencia de un Estado que se defina como laico o laicista, no proscribe la expresión pública de los sentimientos religiosos o creencias. Para mí, la diferencia está entre un modelo incluyente y otro excluyente. En el caso de la laicidad del Estado, se debe producir una expulsión completa de lo religioso de la esfera pública. En el caso de la aconfesionalidad, lo que se excluye es la dominación de una confesión sobre las demás o sobre la ausencia de ella, aunque no excluye la presencia pública de lo religioso.

Es cierto que, en España, partimos de una situación en la que la Iglesia católica ha dominado de un modo casi absoluto el espacio público. Pero el cambio de esta situación no puede conducir a la proscripción pública de la dimensión religiosa de los ciudadanos. Desde mi punto de vista no es ni posible que cualquiera pueda llevar cualquier signo identificativo de su ideología política, de su equipo de fútbol, de sus preferencias literarias o cinematográficas, y no de aquello que, para muchos, es más fundamental, su confesión religiosa, como sucede en algunos países que han adoptado el modelo laicista. Por el contrario, debemos avanzar hacia un modelo de aconfesionalidad inclusivo, es decir, en el que los distintos creyentes puedan manifestar en el espacio público sus creencias. Por poner un ejemplo: no encuentro problema alguno en que los alumnos católicos de un instituto público puedan situar un Belén o cantar villancicos en los espacios comunes, sin que eso suponga una imposición a sus compañeros, sino una muestra de aquello que es importante para ellos. No tenemos ningún problema en que los estudiantes de idiomas organicen «semanas culturales» o que celebren fiestas propias de los lugares donde la lengua que estudian es propia; pero en seguida ponemos el grito en el cielo si esas fiestas son confesionales.

Principal problema que encuentro con los sistemas laicistas: el considerar como ciudadanos de segunda a los creyentes, es decir, a los que tienen en la fe el fundamento de sus vidas

Esto me lleva al principal problema que encuentro con los sistemas laicistas: el considerar como ciudadanos de segunda a los creyentes, es decir, a los que tienen en la fe el fundamento de sus vidas. De esta situación se dio cuenta el filósofo Habermas: al poner del lado de los ciudadanos creyentes la exigencia de traducir su pensamiento al terreno común se los sitúa en desventaja frente a aquellos que no parten de una creencias religiosas determinadas. Como es natural, esta situación no se soluciona con una simple inversión de la carga de la prueba, estableciendo una nueva teocracia en la que los ateos o agnósticos deban justificar todas sus posiciones. Desde la tolerancia y la empatía con el otro, la traducción debe ser mutua para que ambas posiciones la creyente y la no-creyente puedan llegar a encontrarse sin caer en la subordinación del uno al otro. En el ágora existe una multitud inmensa de debates en las que los ciudadanos intervienen desde sus creencias más profundas, sean estas religiosas o no. Este debate debe ser desarrollado desde la racionalidad de las distintas posiciones y desde la escucha al otro. El esfuerzo debe ser compartido para comprender, se compartan o no, los fundamentos de la argumentación del otro; porque, en tanto que ciudadanos, todos tenemos el mismo derecho a participar de dicho intercambio desde nuestra cosmovisión. No quiero caer, tampoco, en un pendulazo: los creyentes inmóviles esperando que los demás nos entiendan y nos hagan caso. No, los creyentes debemos dejar de demonizar al contrario y entender la lógica detrás del razonamiento del otro, lo mismo pedimos para nosotros, ni más ni menos.

Con el espacio público y la actuación de las autoridades solicitamos lo mismo: reduciéndolo al absurdo, tanto derecho tienen los oncólogos a que el alcalde de una ciudad, en tanto que alcalde, acuda a su congreso anual, como los católicos a que venga a una procesión o asista a una Eucaristía. No se le pide que participe de modo activo, que confiese lo que no cree, sino que esté presente acompañando a un grupo de ciudadanos a los que también representa. Por poner otro ejemplo: el acalde-presidente de Ceuta, confesionalmente católico, no tiene problema a alguno en acudir como representante a acompañar a sus ciudadanos musulmanes en el rezo que pone fin a la celebración del Ramadán. Si establecemos una diferencia entre las dos situaciones antes mencionadas, estaremos considerando que hay dos clases distintas de ciudadanos, con diversos derechos.

Creo que solo desde esta mutua comprensión podremos alcanzar un terreno común para dialogar, sin renunciar a nuestros puntos de partida. No pretendo que esto solucione todos los problemas o dé respuesta a todos los problemas prácticos que en nuestra sociedad encontramos ante la presencia de no creyentes y creyentes en la plaza pública, sino solo presentar unas notas para fundamentar la convivencia mutua.

Post scriptum: como se puede ver, he dejado al margen los argumentos de defensa de la tradición cultural o religiosa de un territorio o nación dada. Para muchos esto es fundamental y establece un elemento diferenciador a la hora de valorar la ocupación y presencia del espacio público. Creo que, a la hora de dialogar con aquellos que no creen, es, sin embargo, más fecundo partir de la consideración de los derechos individuales, comunes a todos, a participar en el debate público y a poder expresar en el espacio común sus creencias y valores.