Enemigos de la reforma - Alberto G. Ibáñez

Desde hace unos años son cada vez mayores las voces, tanto desde el mundo académico como desde los partidos políticos, que claman por reformar la Constitución como solución a todos nuestros problemas. Razones no les faltan: el mundo ha cambiado, la nuestra es la que menos reformas ha sufrido de nuestro entorno (solo dos parciales por imposición del Derecho europeo) y parece existir una maldición histórica que impide que las constituciones españolas se modifiquen a través de sus mecanismos internos de reforma, debiendo sustituirse directamente por otras nuevas, previa revuelta, golpe de Estado o conflicto armado.

No hay más que ver los Estatutos de “nueva generación” para comprobar que cuando nos ponemos somos capaces de reformar la Constitución incluso por la puerta de atrás

Este análisis olvida, sin embargo, analizar las causas “reales” que impiden o dificultan la reforma en estos tiempos “singulares”. No es que los mecanismos de reforma actuales sean más rígidos que otros. De hecho, el art. 167 CE ha permitido la conocida como “reforma express” en 48 horas del art. 135 CE, y cubre la mayor parte del texto constitucional, incluido el polémico Título VIII. Tampoco nuestros políticos son necesariamente más inmovilistas que otros. Todo lo contrario. Nadie nos gana a ocurrencias. No hay más que ver los Estatutos de “nueva generación” para comprobar que cuando nos ponemos somos capaces de reformar la Constitución incluso por la puerta de atrás.

Si la Constitución española no se ha reformado formalmente, y existen serias dudas de que pueda llegar a serlo, es debido al menos a dos motivos: la falta de un proyecto nacional compartido (al menos) por los grandes partidos españoles, y la probada y acrisolada deslealtad institucional de algunas Comunidades Autónomas.

¿Qué es antes el huevo o la gallina? ¿El acuerdo o la reforma? Rubio Llorente destacaba que el acuerdo político es un requisito previo de la reforma (El País, 20 de febrero de 2013). Pero ¿qué tipo de acuerdo? Resulta evidente que el consenso de la Transición es ya historia: “se fue al garete” (Joseba Arregui, El Mundo, 16 de diciembre de 2013); “para eso Franco tendría que morirse otra vez y eso es imposible” (Tomás Ramón-Fernández, ABC, 3 de diciembre de 2017). ¡Qué tiempos! Se olvida que la Comunidad Autónoma donde el referéndum de la Constitución de 1978 tuvo más apoyo popular fue Cataluña, precisamente el territorio que ahora con más ahínco busca destruirla.

El acuerdo de la Transición se ha roto, porque una de las partes no fue sincera en su ánimo, es decir mintió, engañó a todos los españoles y a la clase política de entonces

El acuerdo de la Transición fue construir un nuevo Estado donde todos cupieran. Para ello, unos renunciaron al centralismo (lo que no era nada fácil y menos en esa época), y otros al separatismo, buscando un mínimo común denominador representado por el Estado de las autonomías. Es cierto que el Título VIII es un desastre y nace incompleto, pero el espíritu fundamental sí estaba claro. Pues bien, ese acuerdo se ha roto, porque una de las partes no fue sincera en su ánimo, es decir, mintió, engañó a todos los españoles y a la clase política de entonces: tenía un plan oculto para romper España que ha estado ejecutando con total impunidad.

He defendido en el libro La Conjura silenciada contra España que el carácter más acendrado de los españoles, en términos históricos, no es tanto la envida (que también) sino la ingenuidad

He defendido en el libro La Conjura silenciada contra España que el carácter más acendrado de los españoles, en términos históricos, no es tanto la envida (que también) sino la ingenuidad. Los políticos de la Transición fueron ingenuos, aunque entonces era comprensible serlo. Lo que no se comprende es que algunos políticos españoles, sigan haciendo hoy públicamente bandera de su ingenuidad. Y es que no se resolverán los conflictos territoriales otorgando más concesiones o sembrando el texto constitucional de ocurrencias, sin garantizarse previamente al menos dos cosas: la renuncia expresa a la independencia y la lealtad institucional que pasaría al menos por respetar la propia Constitución, cumplir leyes y sentencias.

¿De qué nos valió reconocer los derechos históricos del País Vasco en la Constitución, y “luego” aceptar el sistema de concierto y un cupo insolidario? ¿Dejó acaso ETA de matar? No. Fue más bien, gracias al pacto antiterrorista firmado por los grandes partidos nacionales y la aplicación firme de la ley. ¿De qué nos ha valido la práctica desaparición del Estado en algunas Comunidades Autónomas o la existencia de policías autonómicas que ponen en jaque el principio clásico del monopolio del Estado en esta materia? ¿Ha desaparecido el separatismo? No. Ahí sigue, haciendo la vida imposible al discrepante.

La obsesión por la legalidad nos ha hecho olvidar el debate de la legitimidad. No todo es igualmente legítimo en democracia

Algún ingenuo defenderá que la renuncia a la independencia es imposible porque en democracia todas las ideas son igualmente legítimas. La obsesión por la legalidad nos ha hecho olvidar el debate de la legitimidad. No todo es igualmente legítimo en democracia. ¿Sería legítimo o moral, por ejemplo, legalizar el asesinato colectivo o restaurar la discriminación de derechos por origen o cuna? Pues el independentismo busca exactamente eso: la muerte de una nación de más de 500 años, al tiempo que se crea una nueva aristocracia territorial e insolidaria. Además, en las Constituciones de nuestro entorno son comunes las “cláusulas de intangibilidad” (Francia, Alemania e Italia), es decir, que se asume que la esencia que da coherencia y unidad a una comunidad política debe quedar fuera del debate.

La probada deslealtad por parte de los partidos nacionalistas dificulta claramente la posible importación de soluciones provenientes de Estados federales, como a veces “ingenuamente” se propone

Por otra parte, la probada deslealtad por parte de los partidos nacionalistas dificulta claramente la posible importación de soluciones provenientes de Estados federales (para “mejorar la cooperación institucional”), como a veces “ingenuamente” se propone. Basta comprobar las recurrentes sillas vacías en las Conferencias de Presidentes, en algunas Conferencias sectoriales o en la conmemoración de la Constitución. Sin lealtad y proyecto compartido no hay solución federal que valga. Basta recordar que incluso en Suiza, nominalmente un “Estado confederal”, el gobierno central tiene competencias en materia de inspección o la posibilidad de crear escuelas y universidades en cualquier parte del territorio, que ya quisiera para sí el gobierno español.

Supone asimismo desconocer España considerar que la concesión de nuevos poderes (o privilegios) a unos sería aceptada sin más por los otros, además de ir contra el principio de igualdad. Tanto la experiencia histórica (revuelta de los cantones en la I República) como reciente (tendencia de todas las Comunidades a equipararse con el máximo techo competencial) demuestran lo contrario. Incluso cuando nos limitamos a supuestas características “objetivas” como pudieran ser la lengua o la cultura, inmediatamente surge la recuperación del bable, del guanche o el reconocimiento del andaluz como modalidad lingüística. Si hay dinero o simplemente “estatus” detrás de cualquier competencia, el resto buscará o inventará la manera de no quedarse atrás. Aunque algunos busquen ser más que el resto, nadie quiere ser menos que nadie, y si para ello las razones históricas no las hay se inventan (lo que vale igualmente para las nacionalidades históricas).

Sólo un ingenuo o una sociedad esquizofrénica caerían en la trampa de reformar la Constitución para dar más poder a quienes han demostrado su clara intención de utilizarlos para destruirla

Con todo lo visto, sólo un ingenuo o una sociedad esquizofrénica caerían en la trampa de reformar la Constitución para dar más poder a quienes han demostrado su clara intención de utilizarlos para destruirla. Esto no ocurriría en ningún otro país del mundo. El alcoholismo no se cura dando más alcohol, ni se protegen los bosques regalando más gasolina al pirómano. Primero un nuevo acuerdo nacional sobre lo que es y quiere ser España, que apueste más por lo que nos une que por lo que nos separa, la garantía de la lealtad institucional y la renuncia formal al separatismo. Esas son las condiciones para que una reforma constitucional pueda ser eficaz en la práctica y resolver de verdad los problemas territoriales que nos aquejan. La alternativa es continuar la política del suicidio colectivo, asistido y por etapas.

 

Ensayista y escritor. Autor de “La Conjura contra España”, “La leyenda negra: Historia del odio contra España” y "La guerra cultural. Los enemigos internos de España y Occidente"