“El ingrediente afectivo o sentimental de la política,…, se lleva a cabo en detrimento de su ingrediente intelectual o discursivo”. J.L. Pardo.
Desde la profesión de docente en el ámbito de la adolescencia, analizábamos mucho el papel de profesor y la función que conlleva de autoridad moral. Dentro de esos análisis sobre el rol docente, se hacía hincapié en lo que suponían ciertas conductas «seductoras» de algunos docentes, generalmente no muy conscientes -por lo tanto más habituales de lo que pudiera parecer-, que implicaban una relativa carga de chantaje emocional, conduciendo a cierto tipo de alumnado hacia una dependencia afectiva y, por lo tanto, a una influencia contraria al fin emancipatorio que desde la educación se pretendía. Es decir, a base de mensajes poco claros, de gestos, tonos de voz, miradas, etc., dejaban latente algo más (casi siempre distinto) de lo que las palabras manifestadas por sí solas significaban, produciendo una sutil e inconsciente adhesión (imperceptible a corto plazo) a los designios del docente y, por lo tanto, mediatizando el albedrío del adolescente.
Está muy de moda en los platós echar mano permanentemente de aspectos emocionales, llamadas a los sentimientos, para “sustraer al discurso su sentido y apartarlo de su verdad”
Valga el recordatorio pedagógico para trasladarlo al paisaje político actual español (no sé, quizás incluso a otras zonas). Está muy de moda en los platós, en el contexto mediático general, echar mano permanentemente de aspectos emocionales, llamadas a los sentimientos, para “sustraer al discurso su sentido y apartarlo de su verdad”, para “atraer al otro a tu deseo” (que te voten, que sigan tus consignas, etc.); es lo que en palabras del filósofo Jean Baudrillard (J.B.) supone, entre otras cosas, cierta forma de seducción.
Clima y terreno parecen muy apropiados para que fructifiquen esas sutiles formas de atrapar el designio de parte de la ciudadanía, oscureciendo la luz de la razón y velando la conciencia con el “encanto y la trampa de la apariencia”
Siempre, supongo, han existido diferentes tipos de seducción, con mayor o menor éxito; desde las antiguas “técnicas de persuasión emocional en la retórica” (J.L. Pardo), hasta el actual repertorio también a través de palabra pero, sobre todo, a través de la imagen. Parece que nacionalismos y populismos de todo pelo han sido los más avezados (o mejor, ¿desvergonzados?) a la hora de explotar estas estrategias para, digámoslo claro, el engaño. Pero no los únicos, pues buena parte de la política se sustenta en que muchos de sus mensajes conllevan buenas dosis de seducción. Bien es cierto que de un tiempo a esta parte, y no sólo en España, han vuelto con fuerza (nunca desaparecieron, como he comentado), porque clima y terreno parecen muy apropiados para que fructifiquen esas sutiles formas de atrapar el designio de parte de la ciudadanía, oscureciendo la luz de la razón y velando la conciencia con el “encanto y la trampa de la apariencia” (J. B.).
A mi entender, nuestro país lleva un tiempo relativamente largo ya con una debilidad en sus maneras de gobernar algunos asuntos (y otros con firmeza poco democrática y opaca), salidas, evidentemente, de unos gobernantes sin un buen liderazgo moral. Estamos hablando de una especie de “potesta” sui géneris, en vez de “auctoritas”. Es decir, de unos gobernantes que han hecho su liderazgo mediatizado por el vocerío mediático, o incluso, por el vocerío del sondeo premonitorio; se han basado más en sus intereses o los de su partido, que en el bien común. No han sido rectos, serios, «sólidos” en sus argumentos; han seguido por el camino fácil de ese tipo de seducción con halos de fantasías que “produce ilusión, pero mata la realidad” (J.B.). Una manera de obnubilar que implica un convencimiento frágil –pero válido para sus fines-, sin apenas “tensión” dialéctica e, incluso en muchas ocasiones, con simples y maniqueos mensajes para la ingenuidad del edén.
El mensaje directo a la escucha de la razón, con menos carga emocional, es más complejo de asumir, pero no lleva alimento para el morbo, ni para el sectarismo, ni para la pereza de la pasividad y la alienación
Sin embargo ha habido intentos de una forma de hacer política más fundamentada en lo razonable; por lo tanto, más abierta a líneas de pensamiento con más trabajo argumental, y tratando de hacer pedagogía política: llevando a la ciudadanía, vía propuestas en parlamentos y gobiernos municipales, lo que salió del compromiso de la palabra dada (para que fuera acción política), con ideas y argumentos para la posible solución de problemas. Es cierto que este tipo de mensaje directo a la escucha de la razón, con menos carga emocional, es más complejo de asumir, pero no lleva alimento para el morbo, ni para el sectarismo, ni para la pereza de la pasividad y la alienación.
Pero parece que ese intento llegó…, ¿antes de lo posible? Porque, o bien a la labor mediática no le interesaba: ¿“prensa concertada” con predilecciones por la ola gaseosa que da más dinero y banaliza lo fundamental del porqué de la política? (no se vende interesante la solvencia y el fundamento juntos). O bien por una receptividad perezosa-sectaria-forofa de buena parte de dicha ciudadanía. O por las dos cosas. Es posible (urgente y necesario) que hoy haya otros intentos (o quizás haya habido siempre).
En fin, volvamos de nuevo al meollo del tema. Esta política de cierto tipo de seducción se sabe que se aprovecha de esa «máquina de desear» y de vanidad que somos las personas; pero sabiendo eso, se aprovecha también y sobre todo de una parte de la ciudadanía con falta de receptividad y de conciencia política, con cansancio (por las crisis, miedos, inseguridades de tantos desequilibrios,…) y con esa «máquina» inconsciente presta a devorar la palabra (que se evapora, porque no llega a ser acto), además de los signos y las imágenes que tocan los fantasmas escondidos (fantasías, ilusiones, envidias, avaricias, venganzas,…). También en política, la seducción llena esos espacios del ser humano poco controlados, poco asumidos, profundos, y juega con la ventaja de esa falta de control, y así, «engañar» a la razón y presentar el edén con la ventaja de que sea casi imposible la decepción (a no ser que lleguen el poder y se derrumbe del halo; o por aspectos muy poco sutiles, descarados -burda seducción-), ya que la polivalencia –y/o vacuidad- de los mensajes, permiten volver con más polisemia de humo.
Desde la educación observábamos que el clima de los grupos era más sano, más serio, cuando en las propuestas, en los compromisos, la claridad y la firmeza eran absolutas (con la flexibilidad de la excepción)
Desde la educación observábamos que el clima de los grupos era más sano, más serio, cuando en las propuestas, en los compromisos, la claridad (sin subterfugios en gestos, miradas, mensajes de doble significado, …) y la firmeza eran absolutas (con la flexibilidad de la excepción): para bien o para mal, lo que se decía -la palabra- se cumplía. Sin embargo, en la política parece muy difícil abstraerse de cierta seducción. Como se ha dicho, quizás sea el miedo a decir lo que se entiende que se debe hacer -por ser lo necesario- y que no siendo «políticamente correcto» haga perder votos, bajar la popularidad; o que lo mediático «concertado» se eche encima porque esa falta de seducción haga perder morbo y efectismo a ciertos titulares, etc. Lo más probable es que con gobiernos con autoridad moral débil, con crisis en las economías diarias y cansancio en la ciudadanía por sentirse defraudada desde muchos planos y no tener muchas ganas de buscar argumentos, el camino para el ejercicio de la seducción en la política está servido, entendiendo que no es nada fácil para el político librarse de ella por lo que supone de recurso simple ante la complejidad de la vida política. En fin, o quizás sea que ¿“para triunfar en política, la razón ha de volverse populista”, como dice con sorna JL Pardo?